Siempre estaba ahí, apoyado en el barril que tenía el bar, a modo de barra exterior. Sus gruesas piernas parecían sufrir, sosteniendo aquel cuerpo grande y gordo, quizás por eso él era el hombre que más se apoyaba en cualquier parte, de los que yo conozco. Antes de que abrieran el bar, él ya estaba allí, en el barril, esperando seguramente a su café y probablemente haciéndole frente también a un insomnio que le obligaba a salir de casa, buscando cualquier actividad posible, con la que llenar su vida solitaria.
Muchas veces le vi jugando a cartas con otros vecinos. Nunca supe cómo era su voz pues siempre le veía desde lejos. Alguna vez pasé cerca del bar, pero nunca oí su voz. Era el “cutrebar”, así le llamábamos porque esa impresión que daba, lleno de personas jugando al dominó y con camareros que parecían salidos de un cuento de miedo o una nefasta comedia negra. Alguna vez tomamos café allí, antes de comprar mi super cafetera de veinte bares de presión. La sensación era la de entrar en un mundo más lento, con otros valores que no eran los nuestros. La barra, generalmente sucia, presidía el espacio y detrás, la camarera, que no hacía mucho caso de quien entraba o salía. Cerca de la entrada, las máquinas tragaperras, invadiendo con sus sonoros reclamos, todos los rincones del lugar. Recordé los bares de Madrid en donde, casi antes de entrar, ya te decían: “buenos días, ¿qué será?” y en donde siempre te sentías cómodo, pidieras una tapa de jamón ibérico o “uno solo”. Aquí era diferente, los protagonistas eran ellos, generalmente una, algo oscura, mujer en la barra y un sombrío hombre en la cocina, que estaba a continuación de la barra.
Así pasaban los días, con Barrilet como hierática escultura apoyada siempre en su atractivo barril, o bien sentado, jugando a cartas o al dominó, haciendo un pulso a la silla, con su peso. Con esos amigos que nunca lo fueron; con esa mirada de soledad y excesos, de incomunicación y pensamientos que nunca verían la luz.
Un día llegó una ambulancia al barrio, y cortó una de las calles que daban a mi casa. Pensé que venían a por Barrilet que, indudablemente, no gozaba de buena salud, con sus brazos y abdomen gruesos, también con sus piernas y con su cara redonda e hinchada, signo de mala alimentación y salud. No le vi, pero era como si supiera que la ayuda era para él.
Pasó una semana en la que necesité mirar al bar, con la intención de verle. Pero no estaba. Era como si faltara una pieza del puzzle, era muy extraño ver el barril sin Barrilet apoyado encima, mucho antes de las ocho de la mañana, que era cuando abrían el bar.
Pasó una semana de incertidumbre y también de algún miedo. Aunque nunca hablé con él, ni le conocía, más allá de su silueta, la de un hombre grande con un barril, llegué a extrañarle. Pensé que habría muerto, de tan mal como parecía estar.
Pero un lunes, no mucho tiempo después, miré por casualidad y allí estaba Barrilet, con su torso bien apoyado en el barril y uno de sus brazos medio colgando lánguidamente por fuera. Me alegré, no sé bien porqué, pero es una de aquellas cosas que no quieres que cambie, sobre todo quizás, porque saber que no cambiará para bien. Aunque la vida ya me ha demostrado que la muerte puede ser a menudo, una liberación.
Ha pasado ya un tiempo y realmente no sé cuando dejó definitivamente de estar Barrilet frente a mi ventana, pero el caso es que ya no está. Ya no está nunca. Y la ficha que falta en ese puzzle, es algo difícil de olvidar. Todos somos personajes de este cuento animado y Barrilet, a su manera, se había hecho querer o, quizás, había conseguido ese hueco en mi cuento y ahora, al no estar, noto su falta y siento que era un ser humano como yo, con sus expectativas, con sus ilusiones, aunque presumo que estas se truncaron pronto en su vida, por cualquier motivo, y entonces sus necesidades no expresadas, le hicieron crecer horizontalmente y debilitaron su salud.
La muerte de Barrilet fue el ejemplo de una vida que me pareció poco aprovechada, una vida de dolor e insatisfacción, una vida en la que el interior no combinaba bien con el exterior. Creo que siempre le recordaré, no sé por qué, quizás porque hablamos bastante de él, sin conocerle, sin haberle oído hablar, pero representó en mí a todas las personas que no cuajaron bien, que no supieron jugar al juego de la vida y que explotaron como una llamarada fulminante, un día cualquiera.
No sé si alguien más le añoró; no sé si alguien derramó tal vez una sola lágrima; tampoco sé si alguien le conoció, ni siquiera en alguna mínima profundidad. No sé quién era ni de donde venía. Pero al cabo ya de un tiempo, quise dedicarle esta canción, pidiendo al Universo que traduzca Barrilet por su verdadero nombre, que nunca supe.
Bueno, la verdad es que después de esta ensoñación, debo decir que quizás no ha muerto. Quizás se ha ido a vivir con un hijo que vive en un lugar lejano. Quizás, de esa forma, ha recuperado su origen, del que creo que quiso huir, como medio de apartarse de sí mismo, de su propio corazón.
Hay personas que no quieren estar con ellas mismas y prefieren lo mundano, el ruido y la relación superficial. Es una forma de escapar del dolor, de cualquier dolor. Pero al final, la vida siempre te vuelve a llevar a ti mismo. El camino hacia tu interior está marcado y es amplio, aunque a veces queramos investigar por pequeños senderos que se desvían y que siempre acaban en: “camino cortado”.
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