Cada veintinueve días y medio.

Cada veintinueve días y medio.

Los inviernos son especialmente duros en la montaña. La despoblación no hace más que concentrar a las gentes entorno a los núcleos urbanos, donde las condiciones de vida ofrecen trabajo fácil a cambio de empeorar las condiciones personales de cada uno. Puedes prescindir de medios de transporte privados y de otro tipo de gastos, y condenarte a vivir en veinte metros cuadrados a cambio de un gran sueldo que se queda en nada tras descontar gastos. En las montañas el dinero pierde todo su valor. Cultivamos, tenemos ganado y hasta podemos tumbarnos en la hierba, mirar al cielo y contemplar el firmamento. La gente abandona los pueblos porque carecen de las infraestructuras necesarias para vivir cómodamente, pero… ¿Quién dijo que vivir debía de ser fácil? Y cuanta más gente marcha, más cae todo en abandono, desapareciendo las pocas comodidades de las que disponíamos.

Así dicho suena muy bonito todo, muy bucólico, pero mi marido ha tenido que empezar a trabajar en una factoría a media hora en coche de nuestra cabaña, porque no nos llega para pagar todos esos gastos inventados por una sociedad que decidió en algún momento que los que vivimos de forma autónoma tengamos la obligación de pagar hasta por nacer, por respirar, por existir. El pobre, sale de madrugada y regresa con la puesta de sol. Yo me quedo sola durante casi todo el día, encargándome de la granja y de la huerta, esperando con mucha ilusión a que vuelva del trabajo.

En una de esas mañanas en las que el cielo muestra su mejor cara, comenzó la historia que os quiero contar. Puede que no lo entendáis, que no me comprendáis o, incluso, que no lo creáis, eso lo dejo a vuestra libre elección. Yo os lo voy a contar tal cual lo he vivido, de la forma en que ocurrió y sigue ocurriendo, porque algo así perdura hasta el final de los finales.

Estaba arreglando la huerta, retirando de nuestras hortalizas los caracoles y babosas. Nosotros no utilizamos pesticidas. Preferimos plantar diez lechugas y comer dos, a utilizar venenos químicos e ingerir esa pequeña proporción que va a terminar penetrando irremisiblemente en nuestra cadena alimenticia. Me pilló por sorpresa, no le oí llegar. Un hombre de larga melena y barba tupida salió de la nada, me cogió sin darme opción a nada y me arrastró hasta la espesura de los panojales de maíz. Entre el yerbazal me arrancó las vestiduras de cintura para abajo y me tomó como una bestia animal. Quise escapar, pero era muy fuerte. Al terminar huyó, dejándome allí tirada, herida en mi amor propio, vejada, lastimada, con rasguños por la espalda y un escozor presente hasta el día de hoy en mi memoria. Quise contárselo a Pascual, pero esa noche llegó muy abatido. Le habían comunicado que no le iban a renovar el contrato en la fábrica y eso significaba que dejaría de cobrar ese sueldo que tanto necesitábamos para subsistir.

  • Lo siento mucho, Gabi. No sé qué es lo que hice mal. No sé en qué otro sitio me van a dar trabajo para poder seguir viviendo aquí.
  • No pienses en ello ahora. Tienes que comer algo. Dame un abrazo. Hoy lo necesito más que nunca.
  • Menos mal que te tengo a ti, Gabi. Saldremos de esta.
  • Claro que sí. Apriétame fuerte contra ti.

Hasta que el despido fuera efectivo teníamos tiempo para replantearnos la situación.

A partir de ese día, procuraba salir de la casa con alguna herramienta que me sirviera de defensa por si volvía a aparecer el hombre bestia, que es como yo le llamaba. Pasaron veintinueve días hasta que le volví a ver. Esta vez me cogió dentro de la cabaña. Entraría por el pajar porque la puerta la tenía siempre bien cerrada. Pude verle bien. Estaba ante mí, completamente desnudo, manchado de tierra, mirándome inmóvil, como si el aire hubiera dejado de moverse, como si se hubiera congelado el tiempo. El miedo me paralizó. Pasados unos segundos interminables, el hombre bestia se abalanzó sobre mí, agarrándome y forzándome, rasgándome la ropa con sus garras hasta conseguir sus propósitos, como si no le importara nada más, como si yo fuera su presa, su trofeo, su posesión. Después huyó, igual que hizo la primera vez, dejándome magullada, tirada en el suelo junto a los restos de tierra que de su cuerpo se habían desprendido mientras me tomaba.

Yo amaba a Pascual, lo amaba con todo mi corazón. Nuestra relación era perfecta. Nos queríamos en cuerpo y alma, compartiéndonos y conformando un solo ser. Nuestras relaciones íntimas eran idílicas, frecuentes, maravillosas, disfrutadas por ambos hasta la extenuación, y no bajó nunca nuestra intensidad ni hubo dos encuentros iguales. Siempre distinto, siempre lejos de rutinas, haciéndolo como si fuera la primera vez, la última, la única. Cuando os describí la primera vez que me forzó el hombre bestia hubo cosas que omití. No os dije que, junto al dolor, la humillación y las heridas, no os conté que pasó algo más. No os dije que deseé que volviera a ocurrir. Creeréis que es una aberración, una falta de respeto, una vergüenza. Solo lo entenderíais si hubieseis estado en mi lugar. No es de este mundo lo que sentí y soy incapaz de describirlo porque ignoraba que algo así existiera. Eso fue lo que pasó que no os conté.

Ahora que Pascual ya no tiene trabajo nos repartimos las tareas del campo. Yo me siento más cómoda atendiendo a las cabras y a las ovejas, y al resto de nuestros animales. Pascual prefiere la huerta. Estando en la finca junto al robledal, donde tenemos al rebaño, noté que las cabras estaban muy nerviosas. Se habían concentrado todas en una esquina de la finca. Me pareció muy raro. Entonces vi que había algo entre los matorrales. Pensé que se trataba de alguna alimaña, alguna culebra o cualquier otro animal del campo. Con un palo iba moviendo las ramas en busca de lo que parecía haber asustado a nuestras cabras. Allí le encontré, al hombre bestia, escondido entre el matorral. Estaba herido. En una de sus piernas, en la pantorrilla, tenía la carne desgarrada. Brotaba mucha sangre. Mi primera intención fue dejarlo allí y olvidarme de todo, pero no pude hacerlo, era muy fuerte lo que me atraía de él. Cogí cosas de la cabaña y cuando volví seguía allí. Le desinfecté las heridas e intenté coserle, cortarle la hemorragia. Hice lo que pude, como cuando una de nuestras ovejas sufre un accidente y se desgarra la carne, o cuando una de nuestras cabras logra escapar del ataque de un lobo y tengo que curar los desgarros de sus colmillos.

Era la primera vez que le tenía frente a mí sin verle como un peligro, indefenso, maltrecho, cabizbajo. La expresión de su cara lo decía todo. Solo yo podía ayudarle y yo quería hacerlo. El hombre bestia me había llevado hasta donde el cielo y el infierno se solapan, a ese lugar que nadie sabe que existe, allí donde los humanos dejan de serlo para convertirse en animales. Tras vendarle la pierna se quedó inmóvil observándome. Besé los dedos de mi mano y la puse delicadamente sobre el vendaje de su pierna. Desapareció en la espesura del robledal y nuestras cabras volvieron a pastar tranquilas.

La noche del ataque de los lobos, Pascual salió en pijama con su escopeta cargada. Los cepos que poníamos camuflados por los alrededores no eran suficiente defensa. Yo me puse lo primero que pillé y salí tras él. Una manada de lobos estaba intentando dar caza a nuestras ovejas. Pascual empezó a disparar, pero daba igual. Nada puede provocar más miedo que el miedo al hambre. Los lobos no desistían en su empeño hasta que un aullido descomunal ensordeció nuestros oídos, huyendo los lobos del lugar a toda velocidad. En una pequeña colina, en lo alto, no lejos de donde nos encontrábamos, había un lobo escultural, majestuoso, hermoso, descomunal. Después de que los otros lobos huyeran, fijó su atención en nosotros. Pascual apuntó la escopeta hacia él. Le temblaban los brazos. Era un lobo, un peligro para nuestros rebaños y había que matarlo. Entonces distinguí una sombra blanca en una de sus patas traseras y le grité a Pascual que no disparara.

Desde entonces los lobos no han vuelto a atacar nuestros rebaños. Cada veintinueve días mando a Pascual a que pase un tiempo en la ciudad. Él lo sabe y lo acepta. Ahora soy yo quien se ofrece al hombre bestia, para que me rasgue la espalda, para que me clave sus colmillos, para oler a tierra mojada, para tocar con mis manos el infinito y con mi alma la sangre de corderos inocentes, “wowoando” cada vez que él marcha, porque solo con una palabra inexistente puedo describir lo que no conoce nombre, lo que experimenta mi cuerpo y mi mente cada vez que estoy con él.

Recuerdo las leyendas que se contaban cuando era niña, esas que ya no queda nadie que las pueda contar. Hablaban de hombres lobo, hombres que en luna llena se transformaban en lobos y corrían libres en las frías noches de invierno tras sus presas. Había otras leyendas que se perdieron con los años. Esas que hablaban de los lobos hombre, esos animales que se transformaban en hombres en noches de luna nueva, esos sobre los que ya se ha perdido la memoria. Esos lobos que se transforman en humanos y que no buscan otra cosa que hacer que su estirpe perdure preñando hembras humanas que alumbren a sus lobeznos hombre.

Estoy embarazada. Ya no tengo miedo a los lobos. El hombre bestia me enseñó que son los instintos más primitivos los que te mantienen unido a la tierra. Tierra mojada, como la que él trae adherida a su piel cada vez que viene a mi encuentro. Podéis llamadme loca o venir conmigo a aullar en las noches de novilunio en lo alto de la colina, donde lo único que brilla en total oscuridad es lo que quede de nosotras cuando ya no estemos aquí.

FIN

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Derechos de Autor: Raúl Cebrecos Tamayo

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