Escuche los gritos, venían de la joyería Piaget. Mi instinto me hizo ir tras la mujer que corría algo más allá. Llegó al metro de Place Vondôme y bajó por las escaleras como un torpedo. Conseguí no perderla, pero era muy rápida. Saltó por encima del control de billetes y yo hice lo propio, aunque me sentí mal, era extraño cometer infracciones cuando tu oficio es perseguirlas. Bajando tras ella las escaleras del andén y sin pensar, le salté encima. Los dos caímos rodando, golpeados por los mordientes escalones. Ya en el suelo, trató de escapar, pero la cogí fuertemente por la gabardina. Ella se giró y, muy rabiosa, me gritó: “¡A ti qué te importa que yo robe, cerdo!”. Lo dijo con tal convicción y era algo tan ajeno a mí, que me dejó inmóvil por un instante, el tiempo justo para recibir un fuerte rodillazo en mi entrepierna. Mientras ella huía y yo me arrodillaba, sentí la olvidada sensación de una catarata de dolor y angustia, que iba disminuyendo poco a poco, para convertirse al final en una, incluso grata, sensación de liberación. Acostumbrado a reaccionar aunque hubiera dolor, reemprendí rápidamente la persecución, pero ella ya no estaba. Me quedé frente a las vías, mientras un tren se detenía en dirección contraria. Entonces la vi de nuevo, me miraba con curiosidad por la ventana de un vagón, cercano pero inalcanzable. No pude pensar otra cosa que en lo atractiva que era y eso me dejó quieto y perturbado los suficientes segundos hasta oír el pitido de salida del convoy. Ella no dejaba de observarme, con cara de sorpresa y también de interés. Justo antes de perderla en la oscuridad del túnel, su boca sonrió ligeramente y me guiñó un ojo. Tuve una extraña sensación de profundidad y supe que algún día la volvería a ver. Y no sería para detenerla.
OPINIONES Y COMENTARIOS