Pensar que eres muy inteligente es de imbéciles. Como también lo es pensar en que uno es imbécil. Ninguna de las dos opciones es productiva para el ser. La primera porque, normalmente, si piensas que eres demasiado inteligente es probable que acabes pecando de soberbia y, al tenerte a ti mismo en tanta estima, cometas algún error tonto por exceso de confianza. Tampoco ayuda, lógicamente, tenerse a uno por un imbécil. Porque es auto limitarse a algo que es mentira y tener un pésimo concepto de uno mismo, lo cual nunca ha llevado a nadie a nada bueno. El caso es que hay que auto considerarse inteligente, si, pero no más que nadie. Ni tampoco menos que nadie. La inteligencia se demuestra en la dialéctica y en las acciones, y entrar en ese juego con un rol, ya sea aparentando ser mejor o admitiendo ser peor que el resto, nunca va a llevar a conectar con la gente. La inteligencia es el arte de conectar con la gente y con las cosas que te rodean, y saber disfrutar de ellas y utilizarlas de la mejor manera posible. Conseguir hacer, con el poco tiempo que tienes para ti, cosas maravillosas. Cosas que te llenen el alma. Me considero inteligente porque disfruto de todas las cosas buenas y malas que me pasan porque soy verdaderamente consciente que que pasan, y de que luego pasara otra cosa diferente que quizás nunca habías pensado que podría pasar y de repente te alegra la vida. O te la hunde. La vida es previsible, pero no predecible. Es previsible porque los actos tienen consecuencias y las causas, sus efectos. Con eso y un poco de lógica podemos atisbar ligeramente cómo podría ser nuestro futuro. También es previsible porque tiene el mismo final para todos, se acaba. Pero nunca podría decir que es predecible. Porque de repente, un día, en medio de tu rutina diaria sin suerte aburrida, te pega un bofeton que te hace girar 180 grados. Y ya está. Puedes llorar, patalear, quejarte, pero nunca vas a poder volver atrás en el tiempo ni deshacer ningún acto. Y es lo que hay. Te guste o no, es así.

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