La Muerte del Lord

El viejo castillo de Alamud, con sus torres de piedra y sus muros cubiertos de hiedra, se erguía imponente bajo la luz pálida de la luna. Las sombras se alargaban y se retorcían en las esquinas, mientras el viento soplaba con un silbido lúgubre a través de las grietas en las paredes. El anciano Lord Jacare, cuya figura encorvada era testimonio de siglos de existencia, ascendía lentamente por la escalera de caracol. Cada paso resonaba en el vacío, acompañado por el crujir de sus huesos fatigados. Al llegar a un rellano, se detuvo, apoyándose en la barandilla de hierro forjado. Desde allí, miró hacia afuera, hacia el renacimiento de la noche.

La luna, recién emergida, bañaba la tierra con su fría luz. Jacare, con su rostro surcado por arrugas profundas y ojos que habían visto más de lo que cualquier ser podría soportar, sintió por primera vez el peso de una mala decisión. Una premonición oscura lo atormentaba: los clanes que había unido bajo su bandera, aquellos que él mismo había promovido, lo traicionarían. Sabía que las tropas del Sabbath, sus antiguos aliados, avanzaban inexorablemente sobre los límites de su reino. Con un suspiro, resignado, continuó su camino.

Al llegar a su habitación, Jacare abrió la puerta lentamente, su mano temblorosa apenas podía sostener la pesada madera. El interior estaba iluminado solo por la tenue luz de una vela sobre su escritorio. La habitación era un reflejo de su ocupante: austera, cargada de antigüedades y recuerdos de épocas pasadas, pero marcada por una decadencia palpable. Jacare se dejó caer en un viejo sillón, su cuerpo hundiéndose en los cojines desgastados. Sobre el escritorio, una pila de partes y reportes esperaban su atención, mensajes de las diferentes regiones bajo su control. Con una risa sarcástica, el anciano Lord repasó los nombres de aquellos que él había elevado, recordando con amargura a los que ahora ansiaban volver a las antiguas guerras contra los «Hijos de Adán». Eran esos seres que nunca salieron de sus castillos mientras los verdaderos guerreros desaparecían de la faz del mundo.

Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Jacare se irguió, su mirada se oscureció.

—¿Quién osa molestarme? —gruñó con voz áspera.

—Disculpe, mi amo —respondió una voz suave al otro lado, mientras la puerta se abría lentamente—. ¿Puedo entrar?

—Adelante, mi niña —dijo Jacare, suavizando su tono al ver a la joven que entraba.

La muchacha, apenas una adolescente, vestía un fino ropaje de sedas que revelaba más de lo que ocultaba. A través del tenue brillo de la vela, Jacare podía ver los contornos de su cuerpo juvenil. Sus ojos, sin embargo, buscaban algo más: buscaban consuelo, redención, quizás un destello de humanidad en el anciano Lord. Pero cuando sus miradas se cruzaron, lo único que encontró en los ojos de la joven fue odio, frío e implacable. Jacare, comprendiendo lo que aquello significaba, sintió el peso de su destino. Sabía por qué la habían enviado. Sin embargo, ya no tenía fuerzas para resistir lo inevitable. Con un gesto lento, le indicó que se recostara en la cama.

La muchacha obedeció sin decir una palabra. Jacare la observó un momento más antes de levantarse del sillón y avanzar hacia ella con cautela. Sus manos, que una vez habían empuñado espadas y sellado pactos, ahora temblaban al recorrer la piel de la joven. Retiró las sedas con dedos torpes, dejando al descubierto su vientre y deteniéndose a acariciar sus senos, como si con ello intentara revivir recuerdos de tiempos antiguos, cuando su poder era absoluto y su sed de sangre insaciable. Besó su cuello, sintiendo el pulso de la vida joven bajo sus labios, mientras con su lengua recogía las lágrimas que comenzaban a caer por las mejillas de la muchacha.

—No temas, hoy me darás tu juventud —susurró Jacare, su voz un eco de lo que alguna vez fue—. Tu alma descubrirá si los ángeles te abren las puertas del paraíso, o si en el infierno tu cuerpo servirá a las legiones de algún demonio. Yo, con tu sangre, viviré mil años más… Quizás, niña, un día nos encontremos nuevamente… Te aseguro que me buscarás en la batalla… Espera ese día, niña.

Jacare abrió la boca, sus colmillos alargados reluciendo bajo la luz tenue. Se inclinó hacia el cuello de la muchacha, dispuesto a morder. Ella cerró los ojos, murmurando lo que parecía una última oración, un lamento casi inaudible.

En ese instante, un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Los guardias, apostados a la entrada de la habitación, se estremecieron. Sin perder tiempo, abrieron la puerta de golpe y corrieron hacia el interior. Lo que encontraron los dejó paralizados: la joven yacía en la cama, su cuerpo cubierto de sangre. Sobre su regazo, descansaba el torso decapitado de su amo, Lord Jacare. De las sombras emergió una figura, su espada brillando fugazmente bajo la luz de la vela.

Antes de que los guardias pudieran reaccionar, la espada se movió con una velocidad letal. El brillo de la hoja fue lo último que vieron antes de que todo se oscureciera.

La Misión

Las sombras se alargaban por las calles de la Frontera, una ciudad cuyas piedras antiguas parecían gemir bajo el peso de siglos de historias. Las torres derruidas y los callejones estrechos formaban un laberinto en el que pocos se atrevían a aventurarse al caer la noche. Los pocos humanos que se aventuraban, lo hacían con la desesperación de quienes han aprendido a sobrevivir un día más. Caminaban cabizbajos, sumidos en su propia desesperación, sus rostros pálidos y cuerpos encorvados, apenas visibles en la penumbra que cubría la ciudad como un sudario.

Desde lo alto de una torre abandonada, Khalos observaba en silencio. La estructura se alzaba desafiante contra el cielo ennegrecido, con vigas rotas que se extendían como dedos esqueléticos hacia las estrellas. La luna, pálida y siniestra, bañaba con su luz mortecina el cabello blanco de Khalos, que se deslizaba suavemente sobre sus hombros cuando este retiró su capucha. El viento susurraba a través de las grietas en las paredes, pero el silencio era opresivo, como si la misma ciudad contuviera el aliento, temerosa de ser notada por los guardianes de la noche.

Con los ojos entrecerrados, Khalos miraba las calles serpenteantes. Vio cómo los pocos humanos que aún se aventuraban afuera se apartaban instintivamente cuando la guardia real se lanzaba sobre una nueva víctima. Sabían que quien caía en sus garras no volvería a transitar por esas sucias calles; esta noche, serían alimento para los seres que dominaban la oscuridad.

Sintió un hambre antigua despertarse en su interior, una sed que lo corroía desde lo más profundo de su ser. Sus dedos rozaron el mango de su espada, fría y letal. Cerró los ojos, recitando una plegaria en un susurro, como si todavía albergara la esperanza de que alguien —el mismo ser que los había abandonado en ese mundo— pudiera escucharlo y salvarlo de su propio destino. Sabía que era una ilusión, un último vestigio de fe en un dios que disfrutaba del dolor ajeno, pero aún así, se aferraba a ella.

Unos pasos suaves rompieron el silencio, y una voz familiar surgió detrás de él.

«Aún esperas salvarte, Khalos?» La voz era melódica, casi dulce, pero cargada de una profunda tristeza.

Khalos no se volteó. Conocía bien a quien le hablaba. «Tú sabes que todos lo esperamos alguna vez,» respondió, su voz apenas un susurro. «Vienes a traerme la paga?»

El ángel que había aparecido a su lado tenía alas que se desplegaban majestuosas, aunque eran más un recordatorio de lo que alguna vez fue glorioso que un símbolo de poder actual. Con una brisa suave, esas alas lo envolvieron, brindándole una paz efímera que rompió el odio que aún residía en su alma. Khalos no necesitaba mirar para saber que los ojos del ángel eran de un azul profundo, casi hipnótico, reflejando siglos de dolor y comprensión.

«Los miro,» dijo el ángel, su voz cargada de melancolía, «y siento la misma pena que tú. Pero yo he aceptado su destino, mientras que tú solo esperas destruir este orden. Puede parecerte injusto, pero es parte del plan. Como bien sabes, las puertas del Averno se han abierto, y lentamente, los mundos entrarán en un nuevo milenio.»

Khalos recordó las batallas en los límites del Reino de la Frontera. Los clanes estaban en pánico; la Rebelión de los clanes vampíricos había desencadenado una feroz guerra civil. Los humanos, en su desesperación, habían comenzado a rebelarse, aprovechando la debilidad de sus opresores. Su último trabajo había sido matar a un pequeño líder de clanes rebeldes, una tarea sucia pero necesaria. El Gran Maestre de la Secta se había reunido con el Concilio de Ancianos, imponiendo una tregua basada en el miedo.

«Así que este es el camino que Él decidió para nosotros?» Preguntó Khalos, su voz teñida de amarga ironía. «Primero esclavizar a los humanos y a otros seres del Multiuniverso, y cuando el río de sangre cruce todos los límites, abrir las puertas del infierno para que ustedes limpien la tierra de todas las criaturas… Una eternidad para un simple juego de ajedrez.»

El ángel no respondió de inmediato, sus alas se movían ligeramente, creando remolinos en el aire polvoriento de la torre. «Quizás cuestiones todo, está en tu naturaleza, eres parte humana. Pero lo que está ocurriendo no es lo que Él planificó,» respondió el ángel con un suspiro, como si estuviera admitiendo una verdad dolorosa. «Conoces la historia de los Caídos, de los rebeldes, de nuestros hermanos. Ellos cuestionaron el orden que Él puso para los mundos, pero sus fuerzas eran inferiores. Los empujamos hasta las mismas puertas del mundo, se aliaron con los humanos y engendraron un ejército de gigantes. Decidieron esperar, retirarse hasta el último mundo, sabiendo que un día estallaría una batalla cuyo resultado ni Él conoce. Pero algo ocurrió, Khalos, por eso vengo a ti.»

Por primera vez en mucho tiempo, Khalos sintió miedo.

El Viajero

En la aldea de Marad, los campesinos regresaban tras un día agitado. El sol se ocultaba tras las montañas, tiñendo el cielo de un rojo profundo mientras las sombras se alargaban sobre los campos. Los señores del Clan habían ordenado acelerar las cosechas. A pesar de que la aldea estaba lejos de la ciudad de la Frontera, los rumores de guerra llegaban rápido gracias a los embajadores del Concilio. Sabían que en cualquier momento hordas de demonios podrían rondar los bosques cercanos.

Las noticias habían traído consigo un clima de tensión palpable. Los licántropos comenzaban a desplazar sus manadas hacia el sur en busca de una paz momentánea. Esa frágil paz, forjada con sus peores enemigos, permitía que las tareas se realizaran a un ritmo más acelerado. Sin embargo, los Amos del Clan no sabían cuánto tiempo podrían resistir el asedio de los demonios.

En la aldea, el desplazamiento de los refugiados generaba buenos negocios en los hostales, donde mercaderes y viajeros intercambiaban rumores e historias sobre los incidentes en la Frontera. Las cantinas se convertían en centros de información, donde los aldeanos buscaban consuelo y noticias frescas. Algunos mercaderes sonreían al enterarse de cómo cada ejército del Concilio caía derrotado, disfrutando del caos que, paradójicamente, les traía prosperidad. Las noches se llenaban de información y, curiosamente, de una extraña alegría.

Mientras los hombres bebían copas de vino en la cantina principal, el sonido de una balada resonaba en el aire. Era una canción antigua que narraba las hazañas de los Vikingos del Infierno, aquellos guerreros humanos que habían devastado las tierras del Concilio en los tiempos de Noferastu. Las estrofas hablaban del temor que sentían los vampiros al ver en el horizonte las velas de las naves guerreras, como si esperaran el regreso de esos guerreros para liberarlos de su actual esclavitud. Todos en la cantina escuchaban en silencio, como si una palabra mal dicha pudiera romper el sortilegio que evocaba la canción, impidiendo el despertar de los guerreros del norte, aquellos del sueño, aquellos de la utopía.

No solo había humanos entre los presentes; algunos soldados vampíricos también se encontraban en la cantina. Aunque Lady Noreia había prohibido esas canciones, los humanos seguían cantándolas, y cada vez que lo hacían, los soldados se enfurecían.

La balada continuó:

«En noches sin estrellas
el mar enfurecido
traía a estas tierras
el ruido de la muerte.

Los Señores se ocultaban
al ver las brillantes velas
pero ni las altas torres
los cubrían de sus pesadillas.»

«¡Basta de esas inmundas canciones, malditos animales!» gritó un guardia, sacando su espada. Sus ojos brillaban con furia, y su voz temblaba de ira contenida.

Desde una mesa en un rincón oscuro, una voz suave se alzó por encima del murmullo. «¿Todavía temes a esos humanos? Si supieras lo que está por venir, esas canciones solo servirían para asustar a tus crías.»

El guardia giró bruscamente hacia la voz, sus colmillos reluciendo bajo la luz de las velas. «¿Quién eres para entrometerte donde no te llaman?»

«Solo alguien que conoce tu futuro… y el futuro de tu pueblo,» respondió el viajero sin levantar la voz. Su tono era calmado, casi monótono, pero cada palabra estaba cargada de un ominoso peso. «Porque ahora ambos caminos se separan. Al menos, no tendrás que ver lo que sucederá. Tal vez sea una suerte para todos los presentes.»

El guardia, enfurecido, se acercó rápidamente a la mesa del desconocido, acompañado por otros soldados. El viajero, sin embargo, no mostró temor. Con movimientos rápidos y precisos, se levantó y, con habilidad, desarmó a cada miembro de la tropa, dejando al jefe de la guardia para el final.

Se acercó lentamente al último vampiro, sus ojos brillando con un inquietante resplandor rojizo. «Temes a los demonios, temes a los ángeles, temes a los humanos… Pero cuando él sea liberado, ¿a quién temerás?» susurró. «Deberías sentirte afortunado de ser parte del futuro, aunque tú no lo veas.» Y, con una destreza impresionante, dejó inconsciente al guardia.

Cuando la patrulla nocturna llegó, el viajero ya se había marchado hacía mucho tiempo. Solo encontraron al jefe de la guardia, herido pero vivo, con un mensaje escrito en un pergamino que tenía en la mano, con caracteres en una lengua desconocida.

Al día siguiente, se reportó la desaparición de cuatro mujeres en la aldea. La búsqueda reveló cuatro pergaminos adicionales, cada uno marcado con los mismos misteriosos caracteres. La guerra, silenciosa pero implacable, había llegado a las tierras de Marad.

Rumbo a la frontera

El silencio envolvía la gran sala del castillo de Alamud, una estructura imponente que se erigía en el corazón del reino, como un centinela vigilante de tiempos pasados. Las paredes de piedra negra del castillo parecían absorber la luz de las antorchas, proyectando sombras danzantes que creaban la ilusión de que las figuras talladas en las paredes cobraban vida. Era un lugar cargado de historia y secretos, un refugio para aquellos que deseaban escapar de los horrores del mundo exterior.

El Gran Maestre estaba sentado en su trono, una silla de madera oscura tallada con figuras de dragones entrelazados. Su rostro, marcado por los años y las batallas, mostraba una serena sabiduría, pero sus ojos reflejaban la preocupación de alguien que ha visto demasiado. Observaba las llamas parpadeantes, su mente sumida en los recientes acontecimientos de Marad. Los espías le habían contado todo lo sucedido, y aunque las noticias eran sombrías, no sintió temor. El miedo era una emoción que había dejado atrás hacía siglos. En cambio, sentía una profunda desazón.

Sabía que un nuevo mundo estaba a punto de surgir, uno en el que los hombres y las criaturas del ultramundo ya no convivirían. Durante milenios, habían coexistido en una tensa paz, a menudo rota por guerras y conflictos. Sin embargo, algo más grande se avecinaba, algo que cambiaría para siempre el curso de la historia. A pesar de todo, el Gran Maestre aún sentía un extraño amor por la especie humana. Quizás porque muchos de sus seguidores habían sido humanos, o tal vez porque había elegido no formar parte del Concilio, la asamblea de los clanes vampíricos que buscaba dominar el mundo a cualquier costo.

Había sido la espada que había detenido a los clanes en sus intentos de conquista total en más de una ocasión. Ahora, mientras las huestes infernales se preparaban para destruir la ciudad de la Frontera, el Gran Maestre sabía que el equilibrio estaba a punto de romperse.

Una voz surgió de la oscuridad, interrumpiendo sus pensamientos. «¿Me mandó a llamar?»

El Gran Maestre no se dio vuelta; conocía bien esa voz. «Siempre apareces así, y aún no me acostumbro a tus actos, Khalos,» respondió, manteniendo su mirada fija en el fuego.

Khalos avanzó lentamente, con pasos silenciosos que apenas resonaban en la vasta sala. Se detuvo a una distancia respetuosa del Gran Maestre y esperó. Su figura, envuelta en una capa negra, parecía fundirse con las sombras. Aún no se quitaba la capucha; no consideraba al Gran Maestre un ser superior, sino más bien otro instrumento del destino, uno que él había elegido seguir.

«Sabía que tu conversión sería distinta a la de los demás,» continuó el Gran Maestre, su voz grave resonando en la sala. «Eres mi mejor asesino, Khalos. Han pasado cientos de años y sigo con las mismas preguntas sobre ti, pero este no es el momento para buscar respuestas. Hay asuntos más urgentes en este momento.» Se volvió lentamente para mirar a Khalos directamente. «¿Sabes lo que está ocurriendo?»

Khalos asintió en silencio.

«Eres el único que tiene contacto con las fuerzas del más allá,» dijo el Gran Maestre, observando detenidamente la sombra bajo la capucha de Khalos. «Quizás ellas te hayan enviado un mensajero. Tu espada ha servido a sus designios en más de una ocasión.»

Khalos finalmente levantó la cabeza, dejando que la tenue luz iluminara sus ojos oscuros. «Sí, Aika, el mensajero de los dioses, se comunicó conmigo,» dijo con voz grave. «Si no detenemos al Viajante, los mundos serán destruidos… Él es el poseedor del Pergamino de las Puertas.»

El Gran Maestre frunció el ceño, una sombra de desconcierto cruzando su rostro. «¿El Pergamino de las Puertas?»

«Por él, los demonios han decidido avanzar sobre La Frontera,» explicó Khalos. «El Pergamino de las Puertas contiene los sortilegios para despertar a Belzebú. Después de la gran batalla, los demonios emigraron a diferentes mundos, saqueando los reinos vampíricos y obligando a los nobles a huir a las diferentes esferas. Un ejército de magos negros firmó un acuerdo con Iliana, la Reina Oscura, por el cual las tropas vampíricas nunca invadirían su mundo. A cambio, ellos cerrarían las puertas del antiguo reino vampírico. Aunque muchos demonios habían cruzado a estos mundos, el general de sus ejércitos quedó atrapado en el mundo intermedio. Los ejércitos de los dioses lograron capturar a Belzebú y encerrarlo en la prisión eterna.»

El Gran Maestre asintió lentamente, procesando la información. «Los magos negros,» continuó Khalos, «viajaron a las tierras de los dioses y entregaron el Pergamino de las Puertas para su custodia. Hace unos meses, el custodio del mismo leyó el libro de las profecías y decidió interpretar lo que no puede interpretarse. Creyó que era la hora del fin… Los demonios supieron de su acción y ahora buscan recuperar el pergamino. Pero aún no saben qué o quién es.»

«¿Y tú sabes quién lo posee?» preguntó el Gran Maestre, con un tono que mezclaba esperanza y desesperación.

Khalos negó con la cabeza. «No… Sé que el pergamino no es una cosa… es un ángel.»

El Gran Maestre se quedó en silencio, reflexionando sobre las palabras de Khalos. «Antes de tu llegada, envié un mensajero a la Reina Iliana,» dijo finalmente. «Quiero que vayas a La Frontera… Debes matar a ese ángel. Aún no ha llegado nuestra hora.»

Cuando levantó la vista, Khalos ya no estaba en la sala.

El Gran Maestre suspiró, sabiendo que las palabras eran insuficientes para detener a un hombre como Khalos. En el fondo, sabía que lo que había pedido era tan sólo un pequeño sacrificio en el juego cósmico que se desarrollaba a su alrededor. ¿Cuánto tiempo más podrá este equilibrio frágil sostenerse? pensó, volviendo su mirada hacia las llamas. ¿Y qué será de los mundos cuando finalmente caiga?

Las sombras en la sala parecían susurrar en respuesta, pero el Gran Maestre no necesitaba escuchar. Ya conocía la respuesta.

La visita

Khalos llegó al palacio de Iliana en medio de una densa niebla que cubría el valle. El palacio, construido sobre una colina, se erguía imponente, con torres que parecían arañar el cielo. La estructura era de un mármol negro que absorbía la luz, dándole un aspecto casi espectral. Las puertas, hechas de madera oscura y ornamentadas con intrincados grabados de criaturas mitológicas, se abrieron lentamente mientras Khalos se acercaba, como si el palacio mismo lo estuviera invitando a entrar.

El interior era aún más sorprendente: las paredes estaban decoradas con tapices que narraban antiguas batallas y alianzas olvidadas, y el suelo de obsidiana reflejaba cada paso que daba. Candelabros colgaban del techo alto, iluminando apenas el vasto salón con una luz tenue y parpadeante. La atmósfera era densa, cargada de un poder antiguo y arcano.

Iliana, la reina oscura, lo esperaba en su trono al final del salón. Era una figura de belleza inquietante; su piel era pálida como el mármol, contrastando con sus cabellos largos y negros como la noche. Sus ojos, de un tono ambarino, parecían ver más allá de lo visible, mientras que su vestido, hecho de seda negra, se movía como si tuviera vida propia. A su alrededor, sombras parecían bailar al ritmo de su respiración, susurrando secretos inaudibles.

Khalos avanzó con paso firme, sus botas resonando en la sala vacía, hasta detenerse a unos metros de Iliana. Hizo una leve reverencia, sabiendo que estaba ante una de las fuerzas más poderosas de su mundo.

«Reina Iliana,» comenzó Khalos, su voz baja pero cargada de respeto, «vengo en busca de respuestas. El pergamino de las fuerzas… el viajero… los demonios avanzan, y necesito comprender su propósito.»

Iliana sonrió, una sonrisa enigmática que no alcanzó sus ojos. «Khalos, el asesino eterno… siempre tan directo, tan impaciente. ¿Acaso crees que las respuestas que buscas te serán dadas tan fácilmente?»

Khalos mantuvo su mirada fija en ella, intentando descifrar sus palabras. «No espero facilidades, solo verdad.»

«Verdad,» repitió Iliana, su voz tan suave que casi parecía un susurro. «El pergamino de las fuerzas es más que un simple artefacto, Khalos. Es un puente entre mundos, un catalizador del cambio. Y el viajero… él es el viento que sopla a través de ese puente, guiando a las fuerzas del destino.»

Khalos frunció el ceño. «¿Y la princesa elfa? ¿Qué papel juega en todo esto?»

Iliana inclinó ligeramente la cabeza, como si considerara la pregunta. «La princesa… es la llave y la cerradura. Sin ella, el puente no puede abrirse ni cerrarse. Su destino está entrelazado con el de aquellos que buscan el pergamino, pero no es su destino el que importa, sino lo que desencadenará.»

Khalos dio un paso adelante. «¿Qué desencadenará? ¿Qué es lo que realmente está en juego aquí?»

Iliana se levantó de su trono, su figura alta y esbelta parecía flotar mientras caminaba hacia una de las ventanas del salón. Miró hacia la oscuridad exterior, como si viera más allá de lo visible.

«El fin de un ciclo, Khalos. Un fin que dará paso a un nuevo comienzo. Pero ese comienzo no será como el que conocemos. Será un renacimiento… o una destrucción.»

Khalos la observó en silencio, entendiendo que las respuestas no serían claras, pero sabiendo también que había obtenido algo valioso. «¿Cómo puedo detenerlo?»

Iliana se giró para mirarlo, sus ojos brillando con un conocimiento antiguo. «No puedes detenerlo. Solo puedes decidir cómo participar en él. Y esa decisión, asesino, será la que defina tu lugar en la nueva era.»

Khalos asintió lentamente, comprendiendo la gravedad de la situación. «Entonces, debo encontrar a la princesa.»

«Sí,» respondió Iliana, volviendo a su trono. «Encuéntrala… pero recuerda, Khalos, en este juego, todos son peones, incluso aquellos que creen ser reyes.»

Con esas palabras resonando en su mente, Khalos salió del palacio, la enigmática respuesta de Iliana pesando sobre él. La niebla volvía a rodear el lugar, como si el palacio intentara esconderse nuevamente del mundo exterior, y Khalos sabía que su misión acababa de volverse aún más complicada.

El Bosque del Encuentro

El bosque en el que Khalos se encontró con el viajero era un lugar antiguo, cargado de una energía ancestral que parecía vibrar en el aire. Los árboles, altos y frondosos, se alzaban como guardianes milenarios, sus copas entrelazadas bloqueando la luz del sol, sumergiendo el terreno en una penumbra constante. El suelo estaba cubierto de hojas caídas, musgo y raíces retorcidas que emergían del suelo como serpientes dispuestas a atraparlo todo a su paso. La niebla se arremolinaba entre los troncos, moviéndose como si tuviera vida propia, y el canto de los pájaros estaba ausente, dejando solo el susurro del viento como compañía.

El aire estaba impregnado de un olor a tierra húmeda y a vegetación en descomposición, mientras que, en la distancia, un río se oía fluyendo, su murmullo constante añadiendo un toque de melancolía al lugar. El bosque parecía esperar, como si supiera que algo trascendental estaba a punto de suceder.

Khalos avanzaba con cautela, sus sentidos agudizados, cuando divisó una figura encapuchada de pie en medio de un claro. El viajero, envuelto en una capa oscura que lo hacía casi indistinguible del entorno, estaba inmóvil, como si hubiera estado esperando a Khalos durante siglos.

«Has venido, Khalos,» dijo el viajero con una voz tranquila pero cargada de significado. «Sabía que no podrías resistir la llamada de la verdad.»

Khalos detuvo su avance, sus ojos fijos en la figura. «He venido por respuestas, no por juegos de palabras. ¿Qué eres tú realmente? ¿Por qué tienes el pergamino?»

El viajero levantó la cabeza, dejando entrever un rostro que no pertenecía a ningún hombre mortal. Sus ojos brillaban con una luz que parecía surgir de otro mundo. «Yo soy el puente entre lo que fue y lo que será. El pergamino es una llave, Khalos, una llave para abrir o cerrar el ciclo.»

Khalos frunció el ceño, sacando lentamente su espada. «¿Y cuál es tu propósito? ¿Cambio o continuidad?»

«Ambas cosas,» respondió el viajero, dando un paso hacia adelante. «El cambio es inevitable, pero la forma que tomará depende de aquellos que lo moldean. Tú tienes el poder de decidir, Khalos. Continuidad en la oscuridad… o un cambio hacia una luz incierta.»

Khalos apretó el puño alrededor de su espada, su decisión tomada. «No permitiré que el caos se desate. No permitiré que todo lo que conocemos se desmorone por una promesa de cambio incierto.»

El viajero asintió con una triste resignación. «Entonces, así será. Pero recuerda, asesino, en este juego de destino, no todo es lo que parece.»

El choque de las espadas resonó en el bosque. El enfrentamiento fue feroz y rápido, con Khalos demostrando por qué era el mejor de los asesinos. Sin embargo, cuando su espada finalmente atravesó el cuerpo del viajero, un destello de luz envolvió la figura encapuchada, revelando la verdadera naturaleza del ser que yacía moribundo a sus pies. El viajero, que Khalos había creído un enemigo, era en realidad un ser de luz, un guardián del equilibrio.

El viajero, ahora herido de muerte, sonrió débilmente. «Viajero: «El pergamino… no es lo que crees. Mi muerte no detendrá lo que está por venir. Busca a Linue… ella es la clave.»

Con esas palabras, el Viajero exhaló su último aliento, y Khalos se quedó mirando el cuerpo, comprendiendo de repente la magnitud de lo que había hecho. Había descubierto que el Viajero no era un simple enemigo, sino un heraldo de un cambio más grande, un cambio que podría desestabilizar todo lo que conocía.

La Ciudad Élfica de Lothiara

Lothiara, la ciudad de los elfos, era un lugar de belleza etérea, casi irreal. Construida en armonía con la naturaleza, las torres y edificios parecían surgir de los mismos árboles gigantes que componían el bosque circundante. Las calles, pavimentadas con piedras blancas que brillaban bajo la luz del sol o de la luna, serpenteaban a través de jardines colgantes y arroyos cristalinos que fluían con agua pura.

Las viviendas estaban adornadas con enredaderas florecidas y hojas doradas que caían en cascadas, mientras que los puentes de madera y las pérgolas conectaban cada rincón de la ciudad en un diseño que parecía más orgánico que artificial. Lothiara respiraba vida y magia en cada rincón, con un aire que estaba cargado de fragancias de flores exóticas y una luz suave que envolvía todo en un resplandor dorado. Sin embargo, bajo esta apariencia de serenidad, Khalos podía sentir una tensión, una inquietud oculta en los corazones de sus habitantes.

Khalos se encontró con Linue en un claro al borde de la ciudad, donde el bosque y la arquitectura élfica se mezclaban en una perfecta unión. Linue, la princesa élfica, era una figura de gracia y sabiduría, con cabellos plateados que caían en cascada hasta su cintura y ojos verdes como las profundidades del bosque. Vestía un ropaje de tonos suaves que reflejaban la luz, como si estuviera hecha de la misma esencia del bosque que la rodeaba.

«Khalos, «Has llegado, Khalos. Sabía que este día vendría, aunque lamento las circunstancias que te han traído aquí.» comenzó Linue, su voz era melodiosa pero cargada de una preocupación oculta, «has venido buscando la verdad, pero te advierto, lo que encuentres podría no ser lo que esperas.»

Khalos asintió, recordando las palabras del viajero. «He aprendido que nada es lo que parece. Pero necesito saber, Linue, ¿qué es lo que realmente está en juego? ¿Qué verdad se me oculta?»

Linue lo miró con una mezcla de compasión y tristeza. «Este mundo en el que vivimos, Khalos, es un mundo de apariencias. Cada ser, cada reino, cada clan, juega un papel en una ilusión más grande, una obra de teatro cósmica cuyo guion desconocemos en su totalidad. Tú, más que nadie, debes reconocer la verdad detrás de las máscaras.»

Khalos frunció el ceño. «¿Y cuál es esa verdad?»

Linue se acercó a él, sus ojos buscando los suyos, como si intentara transmitirle un conocimiento profundo y doloroso. «La verdad es que el equilibrio del mundo pende de un hilo, y ese hilo lo sostienes tú, Khalos. Pero debes entender… el verdadero enemigo no siempre es aquel al que enfrentas con tu espada. A veces, el enemigo es la sombra que te susurra al oído, la que te lleva a luchar por causas que no comprendes del todo.»

Khalos sintió un escalofrío recorrer su columna. «¿Y cuál es mi papel en todo esto?»

Linue lo miró con seriedad. «Tu papel es decidir si mantendrás la ilusión o la romperás, sabiendo que ambos caminos están llenos de oscuridad. Pero recuerda, Khalos, la luz también puede nacer de la oscuridad más profunda. Cuando llegue el momento, deberás elegir no solo con tu mente, sino con tu corazón.»

Khalos asintió lentamente, entendiendo que el camino que tenía por delante sería el más difícil que jamás había enfrentado. «Lo tendré en cuenta, Linue. Pero antes de que todo esto termine, debo saber… ¿estarás a mi lado cuando llegue la hora?»

Linue le dio una sonrisa triste. «Khalos, cuando llegue la hora, estaré donde debo estar. Pero mi lugar en esta historia lo determinarán tus acciones, no las mías.»

Con esas palabras resonando en su mente, Khalos se despidió de Linue, sabiendo que el destino del mundo estaba en sus manos, y que la verdad que tanto había buscado estaba a punto de revelarse en todo su terrible esplendor.

LA ASAMBLEA DE LOS ASESINOS

En la gran sala subterránea, donde la luz apenas se filtraba a través de antorchas colocadas en las paredes de piedra, la asamblea de los asesinos se había reunido. El lugar, tallado en la roca misma, tenía un aire antiguo y solemne. Las paredes estaban cubiertas de tapices que narraban historias de traición y victorias silenciosas. En el centro, una mesa de mármol negro, fría y lisa, reflejaba la poca luz del ambiente, creando sombras que parecían moverse por voluntad propia.

Khalos se encontraba en la cabecera de la mesa, su figura imponente vestida con una túnica oscura que absorbía la luz. Su capucha apenas dejaba ver sus ojos, que brillaban con una intensidad peligrosa. A su alrededor, los otros asesinos tomaban sus lugares. Cada uno de ellos era una leyenda en su propio derecho: Xandros, el maestro de venenos, su piel pálida como el mármol que los rodeaba; Aridia, la sombra de los reinos del Este, cuyos movimientos eran tan suaves que parecía flotar; y Vorek, un gigante de pocas palabras, cuya espada había silenciado a cientos.

El aire estaba cargado de tensión, pero también de respeto. Estas eran las almas más letales del mundo, reunidas en un solo lugar.

«Sabemos por qué estamos aquí», comenzó Khalos, su voz baja, pero firme, reverberando en las paredes de piedra. «El viajero ha caído, pero la amenaza que representa sigue latente. No podemos enfrentar esto solos. Es tiempo de unir fuerzas con aquellos que, en otras circunstancias, habríamos considerado enemigos.»

Xandros fue el primero en hablar. Su voz era suave, casi seductora, pero con un filo peligroso. «¿Pretendes que confiemos en los elfos? ¿En los licántropos? ¿En esos vampiros cuya lealtad cambia con el viento?»

Aridia, siempre la estratega, intervino. «No se trata de confianza, sino de supervivencia. Si no unimos fuerzas, caeremos uno por uno. Los reinos elfos tienen los mejores arqueros; los licántropos, la fuerza bruta que necesitamos; y los vampiros… conocen secretos que podrían cambiar el curso de la guerra.»

Vorek asintió lentamente, sus ojos fijamente en Khalos. «¿Y cómo haremos que luchen por nuestra causa? ¿Qué les ofreceremos?»

Khalos se inclinó hacia adelante, su voz un susurro peligroso. «Les ofreceremos lo único que no pueden resistir: una oportunidad de venganza. Los demonios que amenazan con destruir nuestros mundos son los mismos que han oprimido a cada uno de ellos en algún momento. Les daremos la oportunidad de destruir a sus enemigos comunes. Y si eso no es suficiente… les dejaremos saber que si caemos, ellos serán los siguientes.»

El silencio volvió a llenar la sala mientras las palabras de Khalos se asentaban en las mentes de los asesinos. No era una alianza basada en confianza o amistad, sino en una necesidad mutua de supervivencia.

Finalmente, Xandros se inclinó hacia atrás, una sonrisa torcida en su rostro. «Entonces, que así sea. Pero recuerda, Khalos, en cuanto este enemigo caiga, volveremos a estar en lados opuestos.»

Khalos no respondió, pero sus ojos ardieron con una determinación inquebrantable. Sabía que la paz sería temporal, pero por ahora, necesitaban una victoria, y haría lo que fuera necesario para alcanzarla.

Mientras las tropas de los asesinos marchaban bajo el mando implacable de Khalos, un ejército oscuro y letal, los cielos sobre la frontera se volvían más sombríos con cada paso. El aire era pesado, cargado con la anticipación de una batalla que cambiaría el curso de la historia. Los asesinos, silenciosos como sombras, avanzaban sin descanso, conscientes de que la guerra estaba a punto de estallar. Khalos, con su capa negra ondeando tras él, mantenía su mirada fija en el horizonte, pero su mente estaba en todas partes, anticipando cada movimiento de sus enemigos.

Lejos de allí, en las costas de Marad, un espectáculo diferente se estaba desplegando. Las oscuras aguas del océano se agitaban mientras las primeras naves de los «Vikingos del Infierno» aparecían en el horizonte. No eran las tradicionales naves de madera de los reinos humanos, sino embarcaciones hechas de hierro negro y hueso, decoradas con runas antiguas que brillaban con un fuego interior. Estas naves se deslizaban por las aguas como sombras, impulsadas por corrientes invisibles. Sus velas, hechas de piel oscura y marcada con símbolos de poder y muerte, ondeaban bajo un cielo rojo, como si presagiaran la sangre que pronto se derramaría.

Los «Vikingos del Infierno» no eran simples mortales; eran guerreros inmortales, resucitados de los rincones más oscuros del inframundo, y sus cuerpos reflejaban ese origen. Sus rostros estaban cubiertos por máscaras de metal ennegrecido, mientras que sus cuerpos estaban adornados con tatuajes que contaban historias de batallas en el más allá. Los rumores decían que no conocían el miedo ni el dolor, y sus ojos brillaban con el fuego de una furia eterna. Cada vikingo portaba hachas y espadas forjadas en el fuego infernal, armas imbuidas con maldiciones ancestrales capaces de romper cualquier escudo o armadura.

Su líder, Skjorn, un coloso de más de dos metros de altura, encabezaba la invasión. Su presencia era devastadora: una figura imponente vestida con una armadura hecha de huesos y cuero endurecido, decorada con los cráneos de antiguos enemigos. Su rostro, como el de sus hombres, estaba cubierto por una máscara que solo dejaba entrever un par de ojos brillantes, llenos de odio. Su cabello, una maraña negra como el vacío, caía sobre sus hombros como un manto de sombras. Skjorn no era solo un guerrero; era una leyenda, un ser que había sido devuelto del inframundo para cumplir una misión que resonaba con los ecos del Ragnarok, el fin de todas las cosas.

Los vikingos del infierno seguían un credo oscuro. Creían que la destrucción del mundo terrenal era necesaria para restaurar el equilibrio cósmico. Según sus creencias, las guerras en el inframundo habían desequilibrado el universo, y la única manera de corregir ese error era desatar una tormenta de muerte y fuego sobre el mundo de los vivos. Para ellos, la llegada de los demonios y la inminente batalla contra Khalos y los asesinos no era solo una guerra más: era el preludio del apocalipsis, una oportunidad para ganarse su lugar en los banquetes de los dioses oscuros.

Cuando las naves tocaron tierra en Marad, los vikingos descendieron en fila, sus pasos resonando sobre las piedras húmedas de la costa como el eco de una sentencia de muerte. Las llamas de sus antorchas iluminaban las playas, mientras Skjorn observaba el paisaje con una calma inquietante. Sabía que el destino de su gente no estaba escrito en las estrellas, sino en la sangre que derramarían en la batalla. Miró hacia el interior del continente, hacia la Frontera donde los ejércitos de Khalos y los demás reinos se preparaban. El choque entre las fuerzas del inframundo y los vivos estaba cerca, y Skjorn sonrió bajo su máscara, sabiendo que sus dioses observarían con satisfacción.

«Que comience el fin», murmuró Skjorn, alzando su hacha hacia el cielo ennegrecido, mientras los tambores de guerra de los vikingos comenzaban a retumbar en la costa.

La batalla se desarrolló en el desierto gris al borde de la frontera. Khalos lideraba la caballería de los asesinos, quienes, envueltos en sus capas negras, ocultaban cuchillas con cadenas que brillaban con un tenue destello de muerte. A medida que avanzaban, el viento del desierto levantaba nubes de polvo que parecían formar sombras espectrales a su alrededor. Los clanes vampíricos que reinaban en Marad avanzaban a su lado, sus movimientos fluidos y sigilosos, mientras los colmillos brillaban bajo la luz menguante. A lo lejos, las naves de los Vikingos del Infierno, con sus velas negras como la noche y figuras talladas en sus proas que evocaban seres infernales, ya se acercaban a la costa.

Los asesinos cargaron primero, sus cuchillas emergieron de las capas, destellando en espirales mortales mientras las cadenas silbaban en el aire. Utilizaban una danza letal, basada en técnicas de combate con una fluidez que desorientaba al enemigo. A cada giro y salto, sus armas encontraban carne y hueso, derribando a las primeras filas de los demonios que defendían la fortaleza.

A su lado, los clanes vampíricos que gobernaban Marad se unieron a la contienda. Con piel pálida y ojos brillantes, sus guerreros emergieron desde las sombras, atacando con una fuerza sobrenatural. Sus armas, largas y afiladas, eran eficaces para cortar a través de cualquier defensa. Los vampiros se movían con una rapidez inhumana, desapareciendo y apareciendo en medio de la batalla como si fueran parte de la misma oscuridad que les daba su poder.

Desde el mar, los vikingos del infierno habían llegado a las costas de Marad, desembarcando desde sus naves, que parecían esculpidas en piedra volcánica y adornadas con runas que invocaban a fuerzas ancestrales. Estos guerreros eran imponentes, armados con grandes hachas y escudos de madera oscura, decorados con símbolos que hablaban de batallas pasadas y de antiguos pactos con dioses sombríos. Su líder, un guerrero de nombre Skjorn, caminaba al frente con un porte imponente, sus ojos brillando con una intensidad casi febril. Sus creencias los habían traído a esta guerra: el fin del mundo era inevitable, y participar en la última gran batalla les garantizaría un lugar en el más allá, en las míticas tierras prometidas por sus ancestros.

La batalla estalló con una violencia feroz. La caballería de los asesinos ejecutaba maniobras complejas, atacando desde ángulos inesperados y utilizando su velocidad para romper las líneas enemigas. Sus flechas volaban como sombras, seguidas de ráfagas rápidas de cimitarras que desmembraban a los oponentes antes de que pudieran reaccionar. Los vampiros, por su parte, atacaban con una furia brutal, aprovechando su agilidad y fuerza para desgarrar a sus enemigos en combates cuerpo a cuerpo.

Los vikingos del infierno, sin embargo, no se amedrentaban. Formados en un muro de escudos impenetrable, avanzaban con un poder arrollador, utilizando sus hachas para desbaratar las defensas que encontraban. Sus técnicas de combate eran directas, enfocadas en la fuerza bruta y la resistencia. Con cada golpe de sus armas, el suelo temblaba bajo los pies de sus oponentes. A pesar de las oleadas de ataques de los asesinos y los vampiros, los vikingos continuaban avanzando, impulsados por su creencia en un destino ineludible.

La batalla alcanzó su clímax cuando Khalos y Skjorn se enfrentaron en el centro del campo. El líder vikingo, con su hacha imponente, lanzó golpes devastadores que Khalos apenas lograba esquivar con su velocidad. La fuerza bruta de Skjorn chocaba con la habilidad calculadora de Khalos, quien, en un movimiento preciso, logró desviar el arma del vikingo y herirlo gravemente. Con un último grito de furia, Skjorn cayó al suelo, su vida extinguida.

Con la caída de su líder, la moral de los vikingos del infierno se desplomó. Sus líneas comenzaron a romperse bajo la presión combinada de los asesinos y los vampiros, y, uno a uno, cayeron hasta que el campo quedó cubierto de cuerpos.

Cuando el polvo de la batalla finalmente se asentó, Khalos se encontró caminando entre los escombros de lo que una vez fue un ejército poderoso. Los cuerpos de vikingos, asesinos y vampiros yacían esparcidos por el campo, testigos silenciosos de la brutalidad de la contienda. Mientras observaba el paisaje desolado, Khalos reflexionó.

«¿A qué precio continuamos luchando?», pensó mientras limpiaba su espada de sangre. «Ellos creían que estaban destinados a esto, que su sacrificio les garantizaba algo más allá de esta vida. ¿Nosotros somos tan diferentes? ¿Cuántos más deben caer para que encontremos la paz que tanto anhelamos?»

La victoria era suya, pero Khalos sabía que la batalla era solo el principio de un conflicto mucho mayor. La guerra no había terminado, y el precio de la victoria seguiría pesando sobre ellos durante mucho tiempo.

La llegada de los demonios

Las murallas de la Frontera, altas y vastas, comenzaban a temblar bajo el avance implacable del ejército demoníaco. Las razas infernales, surgidas de las profundidades más oscuras de los mundos desconocidos, destruían todo a su paso con una ferocidad desmedida. Los habitantes de la Frontera, refugiados detrás de los muros, miraban con horror el paisaje transformarse en un infierno de llamas y cenizas.

Al frente del ejército demoníaco marchaban los Druugos, criaturas gigantescas con piel de piedra y ojos de fuego, cada uno portando inmensos martillos que podían aplastar fortalezas enteras. Sus pisadas hacían temblar la tierra, y su fuerza era capaz de arrasar cualquier obstáculo en su camino. A su lado, los Daekar, criaturas esqueléticas cubiertas con una armadura oscura como la noche, blandían espadas malditas que drenaban la vida de cualquier ser que tocaran. Los Daekar se movían con una velocidad sobrenatural, dejando un rastro de muerte a su paso.

Más atrás, en oleadas interminables, marchaban los Íncubos y Súcubos, portadores del engaño y la seducción, usando encantamientos oscuros para confundir y desmoralizar a sus enemigos antes de asestar el golpe final. Armados con látigos de energía oscura, atraían a los soldados hacia ellos solo para consumir sus almas en un acto final de devastación.

Por el aire volaban los Aterrorios, demonios alados de enormes proporciones, cuyas garras podían atravesar el acero y cuyo aliento incendiaba todo a su paso. Sus gritos desgarraban la moral de cualquier ejército, su sola presencia desencadenaba el caos.

Al frente de este caos marchaba su líder, Asgaroth, un ser envuelto en sombras y de aspecto imponente, cuyo cuerpo parecía estar formado de un humo oscuro y etéreo que siempre se desvanecía en los bordes. Asgaroth llevaba una corona de espinas de obsidiana, y en sus manos sostenía un báculo de huesos con una gema negra incrustada en su extremo, capaz de abrir portales a otras dimensiones. Sus ojos, rojos como el fuego, observaban el campo de batalla con una mezcla de satisfacción y aburrimiento.

Desde su trono móvil, un carro infernal tirado por bestias que escupían fuego, Asgaroth meditaba sobre su campaña. La destrucción, aunque necesaria, no le traía ningún placer. La victoria, para él, era un ciclo inevitable que ya había presenciado innumerables veces. Su mente calculadora ya estaba más allá de este momento; pensaba en lo que vendría después de que la Frontera cayera.

Los informes de la llegada de los Vikingos del Infierno lo habían intrigado. No temía a esos guerreros, pero reconocía su potencial para alterar el equilibrio de la batalla. “Son fieros, pero no entienden el verdadero poder que habita en estos campos,” pensó Asgaroth. Sabía que los Vikingos luchaban por la gloria y por una muerte honorable en batalla, pero en su mundo, esos ideales eran triviales. Si los vikingos llegaban, los recibiría con la misma indiferencia con la que había destruido otros imperios. Para él, la guerra era una herramienta, una forma de manifestar el inevitable dominio de los seres superiores. “Que vengan,” murmuró mientras sus labios esbozaban una sonrisa fría. «La muerte les espera, pero no como la imaginan.»

A su alrededor, los demonios destruían todo, alimentados por el caos y el odio. Mientras las tropas aliadas se aproximaban a las murallas, Asgaroth sabía que la batalla que estaba por desatarse no sería solo por el control del territorio, sino por la propia supervivencia de los mundos.

El campamento de Asgaroth era una visión que desafiaba la cordura, un fragmento del inframundo traído a la superficie. Carpas negras como la noche se extendían en todas direcciones, adornadas con estandartes que parecían estar hechos de carne y hueso, y el aire estaba impregnado de un hedor sulfuroso. Las antorchas, que no parecían necesitar fuego para arder, proyectaban una luz opaca que dejaba sombras ondulantes sobre las figuras demoníacas que se movían entre los puestos de mando.

En el centro del campamento se alzaba el trono de Asgaroth, una estructura hecha de hierro fundido con huesos de seres caídos incrustados en su base. El líder demoníaco estaba sentado, su oscuro manto envolviendo su cuerpo como una extensión de las sombras mismas, mientras observaba los informes que le llegaban de la batalla en la Frontera. Frente a él, dos de sus más leales lugartenientes, Nazaroth, un demonio de piel roja y ojos carmesí, y Valteris, una criatura con rasgos humanoides pero con alas membranosas y garras afiladas, esperaban en silencio.

«Los vikingos del Infierno… derrotados,» dijo Asgaroth, su voz resonante y helada, apenas una expresión de sorpresa. Nazaroth se adelantó, su voz profunda y gutural.

“Se enfrentaron como lo que son: bárbaros. Creyeron que la fuerza sola les traería la victoria. Ahora están muertos, consumidos por su propia arrogancia.”

Valteris, menos emocional que su compañero, asintió. “Los asesinos han mostrado su astucia, y sus aliados son formidables. Pero aún no comprenden el verdadero alcance de nuestra fuerza.”

Asgaroth se inclinó ligeramente hacia adelante, sus ojos brillando con una mezcla de furia y cálculo frío. “Su Maestre… ese viejo, ha sido un obstáculo por demasiado tiempo. Si destruimos su cabeza, el cuerpo caerá. Debemos matarlo. Él es el único capaz de unir a los asesinos y mantener el equilibrio que hasta ahora ha frenado nuestro avance.”

Nazaroth gruñó, complacido ante la idea de la muerte del Maestre. “Nuestros espías ya están en camino, mi señor. No fallarán.”

Sin embargo, Valteris, más cauto, interrumpió. “Khalos. Él es la espada de los asesinos. Si envías a nuestros mejores para matar al Maestre, Khalos los interceptará.”

Asgaroth sonrió lentamente, mostrando sus colmillos afilados. “Que así sea. Envíalos de todos modos. Una trampa. Si Khalos aparece, sus amigos morirán junto a él. Si no, el Maestre perecerá. Ambos caminos nos llevan a la victoria.”

Horas después, en lo profundo del bosque sombrío, Khalos y un grupo selecto de asesinos avanzaban sigilosamente. El lugar era antiguo, cubierto por árboles altos cuyos troncos parecían tener la antigüedad de milenios. Una neblina espesa envolvía el terreno, donde las hojas caídas y el musgo creaban una alfombra natural bajo sus pies. Los asesinos, envueltos en capas negras, se movían como sombras entre las sombras, sus cuchillas con cadenas ocultas en sus capas, listas para atacar en cualquier momento.

Khalos había sido advertido por un mensaje críptico de que algo estaba mal. Los demonios no simplemente se retiraban; estaban planeando algo. Y él lo sabía, su instinto de cazador nunca le había fallado. A su lado, sus amigos, un pequeño grupo de élite, lo seguían en silencio, sabiendo que el enfrentamiento estaba cerca.

De repente, el aire se cargó con una energía densa, una perturbación que solo los más sensibles podían sentir. Entonces, sin aviso, las sombras se agitaron. Los Daekar surgieron del suelo como si la tierra misma los hubiera parido, armados con sus espadas malditas, y los Íncubos se materializaron entre la niebla, sus ojos brillando con un resplandor oscuro.

“Khalos,” susurró uno de sus compañeros, “estamos rodeados.”

Khalos, con su capucha cubriendo parcialmente su rostro, sonrió ligeramente, su mirada fría y determinada. “No. Ellos están atrapados con nosotros.”

El primer golpe fue rápido y letal. Uno de los asesinos lanzó su cuchilla con precisión mortal, y en el mismo movimiento, la cadena se enrolló alrededor del cuello de un Daekar, cortando su cabeza antes de que pudiera contraatacar. Khalos se lanzó al centro de la batalla, su espada destellando en la oscuridad mientras derribaba a dos demonios en un solo movimiento.

La batalla en el bosque era un caos de gritos y choque de armas. Los asesinos, entrenados en las artes más mortales del combate, se movían como bailarines en la oscuridad, usando su entorno para desaparecer y reaparecer con ataques letales. Las cadenas de sus cuchillas giraban y zumbaban en el aire, atrapando y destruyendo a sus enemigos con precisión despiadada.

Pero los demonios no eran oponentes fáciles. Los Daekar atacaban con furia y velocidad, sus espadas drenando la energía de cualquier asesino que lograran herir, mientras los Íncubos usaban sus encantamientos oscuros para sembrar confusión entre las filas de los humanos.

Khalos se encontró cara a cara con Valteris, el lugarteniente de Asgaroth. El demonio sonrió con arrogancia, sus alas extendiéndose amenazadoramente.

“¿Tú eres Khalos? El famoso asesino. Hoy es el día en que caerás.”

“Hablas demasiado para alguien que está a punto de morir,” replicó Khalos, sus ojos fijos en su oponente.

El choque entre ambos fue feroz. Valteris atacó con sus garras y movimientos rápidos, pero Khalos, siempre calculador, esquivaba y respondía con golpes precisos. En un instante crítico, Valteris levantó el vuelo, pero Khalos lanzó su cadena con una precisión mortal, atrapando una de las alas del demonio y arrancándola de su cuerpo. Valteris cayó al suelo, gritando de dolor.

El enfrentamiento terminó con Khalos de pie sobre el cuerpo del demonio, su cuchilla goteando sangre negra. Miró a su alrededor, el bosque aún lleno de ecos de la batalla. La primera batalla entre los asesinos y los demonios había sido ganada, pero sabía que esta era solo una pequeña victoria en una guerra mucho más grande.

«Esto no es el final,» murmuró Khalos, observando los cuerpos esparcidos a su alrededor, tanto de demonios como de sus propios hombres. «Solo el principio.»

Khalos, montado en su caballo, observaba desde lo alto de la colina mientras los ejércitos aliados comenzaban su retirada. A la distancia, los diferentes grupos se dispersaban en sus respectivos caminos: los arqueros élficos regresaban a sus tierras silenciosamente, sus pasos ligeros como el viento, mientras los vampiros
se deslizaban en las sombras, volviendo a sus castillos en las montañas de Marad. Los hombres lobo
marchaban hacia el sur, sus rugidos lejanos resonando en el aire como ecos de la batalla que acababa de terminar. Los asesinos, sus compañeros de armas, guardaban sus cuchillas en las capas y descendían hacia las sendas ocultas, fundiéndose con la noche.

El paisaje estaba cubierto de niebla, y el campo de batalla, aún fresco con los restos de la lucha, comenzaba a perderse bajo el manto de la oscuridad. Khalos, desde su posición, contemplaba el horizonte con una mezcla de cansancio y angustia. La victoria había sido suya, pero el costo había sido mayor de lo que esperaba. Elandra, la princesa élfica, yacía muerta por su mano, un sacrificio necesario para cerrar las puertas del caos. Sin embargo, el vacío que sentía en su interior no tenía consuelo.

“La muerte de Elandra…”, pensaba Khalos, mientras sus ojos recorrían el campo de batalla. El recuerdo de su rostro, la luz negra emanando de su cuerpo, y el cuchillo en su pecho aún ardía en su mente. Había elegido salvar el mundo, pero en el proceso había destruido algo puro, algo que no podría recuperarse. “¿Qué me queda ahora?”, se preguntaba mientras las marcas en su piel, esos tatuajes mágicos que aparecían cada vez que tomaba una vida, parecían cobrar vida bajo su armadura. Las runas serpenteaban por sus brazos y espalda, como un recordatorio permanente de las almas que había reclamado.

Justo cuando el eco de sus pensamientos se volvía más oscuro, sintió una presencia cercana. Una brisa fría recorrió la colina, y una figura familiar emergió de entre las sombras. Iliana, la reina oscura, se acercaba lentamente a caballo, con la misma elegancia misteriosa que siempre la había rodeado. Su vestido negro ondeaba con el viento, y su cabello oscuro caía como un velo sobre su rostro pálido. Los ojos de Iliana, siempre enigmáticos, parecían brillar con una comprensión profunda, como si ya supiera lo que Khalos estaba pensando.

“Te veo pensativo, Khalos”, dijo con suavidad, su voz llenando el silencio de la colina. Su caballo caminaba despacio hasta colocarse a su lado, observando también el campo de batalla vacío que se extendía ante ellos.

Khalos giró apenas la cabeza, su mirada aún fija en el horizonte. “He tomado una decisión que jamás podré olvidar. La muerte de Elandra… fue un acto necesario. Pero, ¿a qué precio? Mi alma está más marcada que nunca”, dijo con un tono frío, carente de emoción.

Iliana lo observó en silencio por un momento antes de responder. “Siempre hay un precio, Khalos. El poder y el liderazgo no vienen sin sacrificios. La muerte de Elandra no fue solo el cierre de una puerta, sino también la apertura de muchas otras. Lo que queda ahora es el futuro, y cómo lo construimos a partir de las ruinas de lo que hemos destruido.”

La reina hizo una pausa, mirando también el horizonte mientras los últimos guerreros se desvanecían en la distancia. “Pero dime, Khalos, ¿qué ves cuando miras hacia adelante?

Khalos frunció el ceño, sus pensamientos aún divididos entre el deber y el remordimiento. “Veo un mundo fragmentado, roto por la guerra, por las decisiones que hemos tomado. No sé si lo que hemos hecho hoy traerá la paz que esperábamos. Elandra… representaba la esperanza de su gente, y yo fui quien la apagó. Aunque cerré las puertas del caos, abrí otras puertas, puertas que quizá no podamos controlar.”

Iliana sonrió apenas, pero su mirada se mantuvo fría, calculadora. “Ese es el ciclo de la historia, Khalos. Lo viejo debe morir para que lo nuevo pueda nacer. Las puertas que abriste… no puedes ver aún lo que hay detrás de ellas, pero eso no significa que debas temerlo. La muerte, la guerra, el caos… todo es parte del mismo proceso. Y tú, Khalos, eres parte de ese proceso, aunque no lo desees.”

Khalos mantuvo el silencio, las palabras de Iliana resonando en su mente. Sabía que la reina oscura tenía razón. El mundo no se detenía por sus remordimientos. Las fuerzas que había desencadenado eran más grandes que su propia culpa, y él tendría que seguir adelante, aunque su alma estuviera cada vez más oscura.

“Y ahora qué, Iliana?” preguntó Khalos, su voz grave y cansada. “¿Qué hacemos con lo que queda?

La reina lo miró con sus ojos brillantes y misteriosos. “Lo que siempre hemos hecho, Khalos: avanzar. Los reinos se han replegado, pero eso no significa que todo haya terminado. Hay más batallas que librar, más alianzas que forjar. Lo que queda ahora depende de nosotros. Tú tomaste una decisión dolorosa, pero fue la correcta. Ahora debemos construir sobre esa decisión. El mundo que soñamos, el que Elandra representaba, aún puede hacerse realidad. Pero será diferente, y será forjado en el fuego de las decisiones que has tomado.”

Khalos suspiró, sintiendo el peso de sus palabras. Sabía que el camino que le esperaba sería largo y solitario. Pero mientras Iliana hablaba, una chispa de resolución se encendió dentro de él. Quizás no había paz en el horizonte cercano, pero el futuro aún estaba por escribirse.

Con una última mirada hacia el campo de batalla, Khalos volvió a clavar los ojos en Iliana. “Que así sea”, dijo en voz baja, su determinación renovada. Sabía que su alma estaba marcada para siempre, pero también sabía que el poder y el destino no se miden por las cicatrices, sino por las acciones.

Juntos, los dos líderes cabalgaron hacia el futuro incierto, sabiendo que aún quedaba mucho por decidir y construir en el desolado mundo que habían dejado atrás.

El Consejo de los Asesinos se reunía en la sala más oscura y solemne de la fortaleza. Los muros, cubiertos de tapices descoloridos por el tiempo, parecían absorber la poca luz de las antorchas, creando un ambiente cargado de tensión y melancolía. En el centro de la sala se alzaba una mesa de piedra, alrededor de la cual se encontraban los miembros más influyentes de la orden, los únicos que habían sobrevivido a las múltiples batallas y traiciones. Cada uno de ellos representaba una faceta distinta del arte del asesinato, y sus capas ocultaban las mortíferas cuchillas encadenadas que habían usado durante siglos.

Varik, el Maestre del Consejo, de rostro severo y voz profunda, lideraba la reunión. Su postura rígida y su mirada implacable lo convertían en una figura temida, pero respetada. Ishka, la asesina silenciosa, conocida por su habilidad para infiltrarse en cualquier fortaleza y salir ilesa, mantenía una expresión serena mientras escuchaba, siempre evaluando, siempre calculando. Razan, el veterano de mil guerras, cuyo rostro estaba lleno de cicatrices, observaba el mapa sobre la mesa, señalando las áreas estratégicas que aún debían proteger. Otros asesinos también estaban presentes, cada uno con un papel vital en la supervivencia de la orden.

El tema que dominaba la reunión era la caída fuerzas del infierno y las nuevas amenazas que se cernían sobre los reinos. Varik había hablado extensamente sobre la necesidad de consolidar alianzas con los vampiros y hombres lobo, mientras que Ishka sugirió reforzar las defensas de las ciudades fronterizas, previendo posibles represalias demoníacas. La conversación oscilaba entre tácticas militares y alianzas políticas, hasta que la sala se sumió en un repentino silencio cuando Khalos ingresó, sus pasos resonando con un eco grave.

Los asesinos levantaron la vista. Khalos, con su presencia imponente y su rostro marcado por las decisiones que había tomado, caminó hacia el centro de la sala. Su piel, tatuada con las marcas de cada vida que había arrebatado, parecía brillar tenuemente bajo la luz de las antorchas. Todos sabían que algo había cambiado en él desde la última batalla. Su mirada no era la misma, y su cuerpo estaba cargado de una determinación que no habían visto antes.

Khalos alzó la voz, clara y firme. “Hoy no vengo a hablar de tácticas o alianzas. Hoy vengo a hablar de los caídos. Los que dieron su vida en estas guerras sin fin. Aquellos que ya no están, pero cuyas sombras caminan entre nosotros. Hemos luchado, hemos ganado, y hemos perdido más de lo que podemos contar.”

La sala permanecía en silencio. Cada miembro del consejo comprendía el peso de las palabras de Khalos, porque todos habían perdido a camaradas, hermanos y hermanas de sangre, en las incontables batallas que habían librado.

Khalos continuó, su voz más baja pero aún firme. “He tomado una decisión, una que cambiará mi futuro, y quizás el de todos nosotros. He decidido partir. Dejar este camino de sangre y muerte, para buscar respuestas más allá de las espadas y las alianzas. Mi lugar ya no está aquí.”

El consejo estalló en murmullos de sorpresa y desconcierto. Varik fue el primero en levantarse. “Khalos, no puedes irte. Eres uno de los nuestros, un líder nato. Tu lugar está aquí, con nosotros. Todavía hay amenazas que enfrentar, enemigos que deben ser aniquilados. ¡Te necesitamos!

Ishka también alzó su voz, aunque más controlada. “No puedes abandonar el consejo. Sin ti, nuestras fuerzas perderían dirección. El equilibrio que has traído es crucial para lo que está por venir.

Khalos, sin embargo, no vaciló. “Mis manos están manchadas de más sangre de la que puedo cargar. He cumplido mi deber, pero algo en mí se ha roto. La muerte de Elandra… me ha mostrado que el precio que pagamos es demasiado alto. Si sigo aquí, no seré más que una sombra, arrastrada por un ciclo interminable de destrucción. Debo buscar un propósito diferente, uno que no esté atado a la muerte.”

Varik intentó insistir, pero Khalos levantó la mano, interrumpiendo cualquier protesta. “Este no es un adiós definitivo. Pero es algo que debo hacer. No me pidan que continúe cuando mi alma ya no encuentra consuelo en la lucha.”

Los miembros del consejo se quedaron en silencio, incapaces de refutar la intensidad de sus palabras. Khalos se dio la vuelta y, antes de retirarse, miró a cada uno de sus compañeros. “Recuerden siempre lo que hemos sacrificado. Y nunca olviden a los que han caído. Ellos nos guiaron hasta aquí, y nosotros les debemos seguir adelante. Pero mi camino se bifurca del vuestro ahora.”

Entonces, en un gesto inesperado, Khalos comenzó a entonar una canción. Su voz, aunque baja al principio, se fue alzando lentamente. Era una canción antigua, una que hablaba de la muerte
y de la vida como dos caras de una misma moneda. Las palabras, en un dialecto que solo los más viejos del consejo entendían, describían la transición de las almas a través del tiempo, el ciclo eterno que unía el fin de una vida con el renacimiento de otra. La melodía era suave, pero profundamente conmovedora, y cada miembro del consejo sintió que las palabras resonaban en lo más profundo de sus corazones.

“La muerte es el río, la vida es el mar,
el alma que parte, en sombras se va.
Pero en la corriente, se vuelve a encontrar,
el eco del alma que volverá a andar.”

Cuando la canción terminó, Khalos ya estaba en la puerta. Giró solo una vez más, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto, y luego desapareció tras las pesadas puertas de la sala, dejándolas cerrarse con un golpe final.

El silencio que quedó en la sala fue denso, cargado de emociones no dichas. Varik, Ishka, Razan, y los demás miembros del consejo sabían que algo había cambiado. Khalos, el líder que había sido la piedra angular de sus batallas, había decidido tomar un camino solitario. Y aunque lo lamentaban, ninguno de ellos podía evitar sentir el peso de su partida como una señal de que el tiempo de los asesinos también estaba cambiando.

El desierto se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un mar infinito de arena dorada que parecía absorber toda la luz del sol. El viento arrastraba finas partículas, creando pequeños remolinos que bailaban al compás de una melodía silenciosa. A lo lejos, en el horizonte, se vislumbraban las sombras de lo que alguna vez fue el castillo de Luan, una fortaleza antigua y majestuosa, ahora convertida en un esqueleto de piedra derruida. Las dunas cercanas al castillo se levantaban como olas petrificadas, recordando las tormentas que azotaban la región.

La figura, envuelta en una capa negra, avanzaba a paso firme sobre la arena. El viento agitaba los pliegues de la capa, pero el caminante mantenía su mirada fija en las ruinas. Cuando llegó a las enormes puertas desgastadas por el tiempo, desmontó de su caballo y caminó con pasos lentos y pesados hacia el interior del castillo. El eco de sus botas resonaba en las paredes rotas, como si los pasillos muertos intentaran despertar de su letargo.

El castillo de Luan había sido, en otro tiempo, el epicentro de una civilización próspera. Sus muros habían presenciado banquetes, ceremonias y batallas. Sin embargo, todo terminó en una noche trágica, cuando la traición se deslizó entre sus murallas. Los señores que gobernaban Luan cayeron ante un ataque de aliados que se convirtieron en enemigos, y el castillo fue devastado por un poder oscuro, dejado a merced de fantasmas que ahora lo habitaban. Se decía que Luan era el último bastión contra el caos, pero su caída marcó el inicio de la decadencia de los reinos. Nadie había vuelto desde entonces… hasta ahora.

Khalos avanzó por los pasillos vacíos, donde columnas fracturadas y estatuas quebradas observaban su paso con ojos invisibles. En el aire, flotaba el polvo de siglos, que cubría las superficies con un manto grisáceo. Las salas vacías
que alguna vez habían sido el centro de la vida y la energía, ahora eran tumbas silenciosas. Cada paso que daba, el crujido del suelo resonaba como el eco de los recuerdos lejanos que aún flotaban en el aire. Aquí, el tiempo parecía haberse detenido, congelado en el momento exacto en que el castillo cayó en desgracia.

Finalmente, Khalos llegó a la gran sala del trono. El techo había colapsado en varias partes, dejando entrar pequeños rayos de luz que iluminaban las ruinas. El trono, aunque desgastado y agrietado, seguía en pie, rodeado de sombras que parecían bailar en la penumbra. Los fantasmas de los caídos se reunían aquí, como si no pudieran abandonar el lugar que una vez defendieron. Figuras traslúcidas flotaban alrededor del trono, atrapadas en el ciclo eterno de sus últimas horas.

Dos de esas figuras destacaban. Un hombre y una mujer, vestidos con ropas antiguas, danzaban lentamente en el centro de la sala. La música que los guiaba no era audible, pero sus movimientos eran precisos y gráciles, como si aún escucharan los ecos de una orquesta que hacía tiempo se había desvanecido. Sus rostros eran pálidos, sin rasgos definidos, pero transmitían una tristeza profunda. La mujer levantaba una mano hacia su compañero, y él la seguía, en una danza que nunca tendría fin.

Khalos observó la escena, sintiendo cómo su pecho se apretaba con una mezcla de nostalgia y amargura. Sus manos se apoyaron sobre el pomo de su espada, y un dolor profundo se reflejó en su mirada. Entonces, sin previo aviso, comenzaron a brotar lágrimas de sangre de sus ojos, goteando sobre el suelo. Khalos no apartaba la vista de las figuras que danzaban, los fantasmas de un pasado remoto, de una vida que él mismo había dejado atrás.

Este lugar, que una vez fue su hogar, ahora estaba lleno de los ecos de la tragedia. En su mente, la historia de la caída de Luan resonaba con más fuerza que nunca. El castillo no solo había caído por la fuerza de los enemigos, sino también por los errores del corazón, las decisiones mal tomadas, y los pactos con fuerzas oscuras que prometieron poder, pero trajeron destrucción. Los fantasmas que lo rodeaban, las sombras que se aferraban a las piedras del castillo, no eran meros espectros. Eran los fragmentos de su propia historia, de su propia sangre.

Khalos había vuelto a casa. Pero en este hogar, solo quedaban ruinas y recuerdos, sombras de lo que alguna vez fue. Los ecos del pasado lo rodeaban, mientras las lágrimas de sangre seguían cayendo al suelo, mezclándose con el polvo y la arena, como si el castillo mismo llorara su retorno.

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