En la colina que domina el fértil valle, dedicado a la producción de frutales que permite tener cosechas valoradas por los comerciantes de la industria vinícola, que llegan desde el extranjero a comprar los excelentes frutos, se encuentra la hacienda “La Floresta”, -propiedad de los Torrente-, que posee los más extensos cultivos, reconocidos como los más prósperos de la región. En su entrada, como si fuera un guardián, hay un viejo ciprés retorcido, que llama la atención a quienes lo observan, y al preguntar por su rara forma, los moradores de la región cuentan esta historia:

“La Floresta”, fue creada por un inmigrante — el mayor de los Torrente—, conocedor de las bondades de esas tierras y las técnicas para el cultivo de la vid, debido a su permanencia por varios años en la región de Provenza, en Francia. Al radicarse allí, compró una gran extensión cuando las tierras no se consideraban apropiadas para el cultivo. Con esfuerzo y dedicación inició los viñedos, aunque la gente lo consideraba un desquiciado, al querer convertir esas tierras, que estaban dedicadas a los pastos, en extensos viñedos. El inmigrante trabajó arduamente con su esposa, a pesar de las críticas de que fue objeto.

La primera cosecha coincidió con el nacimiento de su primer hijo, y el inmigrante plantó un ciprés cerca a la entrada de la finca, como un homenaje a su heredero. La familia creció, y el inmigrante fue construyendo viviendas para sus hijos, para que permanecieran en la finca, y no abandonaran los viñedos. La familia crecía y prosperaba, y el ciprés se convirtió en un orgullo de la finca por su esbeltez, que se podía divisar a la distancia.

En plena producción, quizás quince años desde el inicio de los cultivos, en una mañana de invierno, hallaron colgado de una de las ramas del ciprés, el cuerpo del inmigrante, quien sin razón aparente había tomado esa decisión. Algunos hijos pensaron derribar el árbol, para borrar el mal recuerdo que les traía, pero se abstuvieron de hacerlo, al recordar que éste fue plantado como homenaje al primogénito del inmigrante.

Poco después, de una manera inexplicable el árbol perdió su belleza, y del esbelto ciprés sólo queda un retorcido madero, en donde bajo sus escasas ramas ya no se protegen del sol los transeúntes que pasan por el lugar, así mismo, los jilgueros no han regresado a hacer sus nidos.

Los visitantes, al observar el viejo ciprés piensan en la historia que cuentan los mayores del pueblo, y hacen sus propias conjeturas.

FIN

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