Ya no me gusta la Navidad. Alguna vez me gustó pero ya no. Sé que no es una confesión muy popular, sin embargo, aquí estoy, revelando esta verdad.
Fueron tan lindas alguna vez, hasta que cambiaron de formato. Perdieron su magia. A veces me pregunto por qué ocurre esto. Será que la Navidad está tan atada a la vida y la celebración, que los duelos no entran en esta categoría.
«Hay que resignificarla», «Seguramente las podés disfrutar de otra manera» y la verdad que no. No puedo volver atrás. No puedo encontrar las mismas personas. No me encuentro con las mismas comidas ni con el mismo clima.
Las Navidades que amé son aquellas en las que el calor se sentía desde temprano. El sol salía únicamente para apretar más fuerte. Quizás alguna tormenta temporal nos hacía dudar si poníamos la mesa afuera en el patio o dentro de casa. Comidas frescas con nombres extranjeros. Más fuego de parrilla. Frutas de estación esperando ser cortadas. Helados. Una Navidad cooperativa (cada uno aporta algo) y el que no, igual se sienta a la mesa.
Días antes organizábamos todas juntas como haríamos los regalos. Cada una de nosotras hablábamos en secreto para pensar en los regalos que le haríamos a la hermana que no estaba presente en ese momento. Eran tardes de mates, merienda y organización. Había siempre mucha ilusión.
Teníamos ganas de regalarnos, de sorprendernos. Teníamos ganas de comer rico y de sentir el olor a pólvora disuelta en el aire, producto de fuegos artificiales, sean inocentes o sean más exuberantes.
Nuestra Navidad ya nacía en noviembre, y hasta en octubre también (siempre después del día de la madre).
Creo que armar el árbol de navidad no tenía ningún ritual especial, pero la noche del 24 si, esa era la más importante. Ese día también se sentía desde temprano la música de los vecinos. Hasta guerra de música. Nadie se quejaba, todo estaba permitido en el barrio.
No teníamos la costumbre de elegir un color para la ropa, no prestábamos atención si debíamos usar el rojo o el dorado, era simplemente ponerse lo más lindo y lo más fresco. Quizás estrenar alguna solera. Esas sandalias nuevas que una se pudo comprar unas semanas antes. Había siempre perfume en el aire, el perfume de mamá era el más rico.
Lindo era hacer chistes en la mesa, reír y bromear. Comer rigurosamente todo lo que se ofrecía y seguir hablando animadamente.
La Navidad también era esperar las campanadas o sirenas de la medianoche para saludarnos y abrir los regalos. Un Feliz Navidad con abrazos. Abrazos y más besos.
Los regalos eran de dos tipos, el regalo principal y el regalo chasco. Risa y emotividad buscábamos. Y lo lográbamos.
Más abrazos.
Una vez, un 24 por la mañana vi un arcoíris invertido. Otro 24, un eclipse de sol. Como no van a ser maravillosas las Navidades en el hemisferio sur. Y así, como estos fenómenos que ocurren una vez en la vida, también lo fueron esas Navidades.
Por eso las actuales son para mí, las no Navidades. No hay calor, no hay abrazos, no hay equipo. Obviamente son especiales para el resto del mundo, pero, para mí, las mías murieron con mi partida y con mi madre que ya no está. Murieron cuando deje de compartirlas con mis hermanas. Cuando dejé Tucumán.
Les deseo a todos que siempre tengan vivas sus Navidades y, si ya no son las mismas, si les ocurrió lo mismo que a mí, bueno, pasaremos a estar en el grupo de quienes tenemos no Navidades. Igual brindamos, igual celebramos en familia, pero muy dentro nuestro hay una etapa que se fue.
Gracias por las Navidades que viví. Gracias por esos abrazos. Gracias porque al menos, alguna vez, existieron.
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