En la planta veintiséis del edificio Wagner.

En la planta veintiséis del edificio Wagner.

Era un edificio bastante alto. El edificio Wagner le llaman. Le habían empezado a construir hacía veintipocos años, poco antes de que hubiera nacido yo. Le dejaron a medias. Cuentan los mayores que el grupo empresarial que comenzó los trabajos se hundió por un escándalo bastante sonado con uno de los socios, precisamente con uno cuyo apellido es Wagner. Así que el edificio quedó allí plantado como una figura esquelética y fantasmal expuesta a la lluvia, las nieblas y al calor de los veranos largos y tediosos de nuestras vidas.

Las inmediaciones y primeras plantas del edificio eran frecuentadas por muchachos mayores que iban allí a drogarse o a mantener relaciones íntimas. Nosotros nos subíamos a la planta veintiséis. Allí no nos molestaba nadie. Quienes querían esconderse para hacer cosas realmente malas, nunca llegaban más arriba de la décima planta.

La verdad es que lo que hacíamos allí no era muy distinto de lo que otros grupos de amigos hacían en otras partes. Era una etapa de nuestras vidas de autodescubrimiento en la que las conversaciones se extendían durante horas, centrándose en esos temas que más nos gustan a los jóvenes. No faltaba alcohol, tabaco y hasta nos dio por probar determinadas sustancias como una forma más de experimentar con nuestros cuerpos y nuestras mentes.

Yo solía llegar siempre el primero. Después iban llegando los otros tres. A veces subía una chica bastantes años más mayor que nosotros, una mujer. A mí me parecía muy guapa pero demasiado mayor. Nos traía alcohol y a cambio, se llevaba a uno de los chicos al piso de arriba. A mí nunca me llevó. Hacía como si yo no existiera.

Tengo la facultad de ver cosas que los demás no ven. La primera vez que ocurrió estaba solo en la planta veintiséis, esperando a que llegase el resto del grupo. No podía verlos bien ni distinguir sus caras. Ellos estaban en el lado opuesto del edificio de en el que yo me encontraba. Sí podía ver que era un hombre adulto y otro mucho más joven. De hecho, la primera vez que los vi, el chico joven me recordó a uno de nosotros. Estuve a punto de acercarme. No lo hice cuando me percaté de que estaban discutiendo. Me recordó mi niñez y la relación tan abrupta que mantuve con mi padre. Lo peor vino cuando la cosa se puso más violenta y el hombre empujó al joven al vacío, cayendo desde la planta veintiséis hasta el suelo. Salí corriendo, esperando que el hombre no me viera, que no me persiguiera. Cuando llegué abajo me dirigí hacia donde, supuestamente, había caído el cuerpo del joven, pero no pude encontrar ni rastro de él. Esto que vi no se lo conté a nadie, ni tan siquiera a los chicos.

La siguiente vez que me vi con mis amigos en el edificio faltaba uno.

– ¿Dónde está Fermi?

– Creo que tenía que ir al médico.

– Pues vaya rollo. No sé qué vamos a hacer hoy.

– Igual viene la mujer esa. ¿A ti qué te hace cuando te sube a la otra planta?

– Imagino que lo mismo que a ti y a Fermi.

    Otro día presencié lo mismo. Al hombre mayor con un chico como nosotros, con un chico que podría ser cualquiera de nosotros, al que acababa lanzando al vacío. Y así una vez más otro día. Tres veces presencié aquella horrible escena. Por eso es por lo que digo que puedo ver cosas que otras personas no pueden ver, porque aquello que estaba viendo no era real. Al final decidí contárselo a mis amigos.

    – ¡Oye, chicos! Os voy a contar lo que he visto. No os lo vais a creer. – Se lo conté todo y no me hicieron ni caso.

    – Mira Fermi, ahí está otra vez.

    – Hola, muchachos. Os he traído cervezas. Os veo más aburridos que de costumbre.

    – ¿A quién vas a escoger hoy de los tres?

    – ¡Oye! ¡Que somos cuatro! – Les dije bastante indignado.

    – Fermi, hoy quiero estar contigo.

    – ¿Y a mí no me vas a escoger nunca? – Le dije a la señora.

    – ¡Qué suerte, Fermi!

    – ¡Pásalo bien! No tardes mucho o nos lo bebemos todo.

    – ¿Por qué no me respondéis? ¿Por qué no me hacéis ni caso? – Les recriminé enfadado con ellos.

      No escuchaban nada de lo que yo les decía. Era como si yo no existiera para ellos. Como si no estuviera allí. Eso explicaba que la mujer nunca me escogiera a mí, porque ella también parecía ignorarme. Habría jurado que no me escogía nunca por estar un poco gordito.

      Si yo veía cosas que nadie más veía, si los demás parecían ignorarme… ¿Quién era yo en realidad?

      Me habían contado cosas sobre el escándalo que envolvió a la familia Wagner. En algún sitio vi que el señor Wagner había lanzado a uno de sus hijos desde la planta veintiséis del edificio que estaba construyendo, de ese edificio fantasmal en el que yo pasaba las tardes de verano junto a mis tres amigos. Me miré las manos y no parecían reales. Me toqué las piernas y no sentí nada al hacerlo. Exhalé sobre el dorso de la mano sintiendo un frio sepulcral. ¿Quién era yo? ¿Estaba vivo o muerto?

      Cuando me planteé estas cuestiones me encontraba deambulando por el edificio, bromeando con mis amigos sobre si tirarme o dejarme caer, siendo ignorado, sin recibir contestación por su parte, sin que me dirigieran la mirada. Debía darle sentido a mi existir, porque no todo el que existe está vivo, ni todo el que vive existe. ¿Era yo el fantasma del edificio Wagner? Tal vez sí.

      – ¿Dónde has estado? Tenías a tu madre muy preocupada. ¿Qué te pasa?

      – No lo sé. Mis amigos no me hablan.

      – ¿Amigos? ¿Qué amigos? Si tú no tienes ningún amigo conocido. Te pasas el día por ahí solo. Ya se lo he dicho a tu madre. Mañana tienes cita con el psicólogo.

      – ¡Pero papá!

      – Ni peros ni nada que lo fundó. Y ahora vas a coger todas las fotos que tienes en tu habitación y las vas a tirar a la basura.

      – Son las fotos de mis amigos.

      – ¡De sus amigos dice! ¿Estás oyendo a tu hijo? Ven para acá. – Mi padre me cogió por el brazo y me metió en mi habitación. – ¿Dices que estos son tus amigos? Mira. Estos chicos están todos muertos.

      – ¿Muertos?

      – Siéntate aquí. Vamos a calmarnos un poco y a pensar con la cabeza. Te hemos dejado hacer lo que has querido porque así nos lo aconsejaron, pero creo que ha sido un error. Te voy a contar la historia de ese edificio por el que estás tan obsesionado.

        Mi padre me contó que uno de los socios, el que acabó arruinándolo todo, Wagner, tenía tres hijos. Le pasó lo mismo que a muchos otros. Al mejorar notablemente su situación socio económica, terminó separándose de su esposa y juntándose con una mujer mucho más joven que él. Al poco tiempo descubrió que su nueva mujer estaba manteniendo relaciones con sus tres hijos. Se volvió loco y arremetió contra sus hijos. A uno le tiró desde la planta veintiséis del edificio que estaba construyendo. A los otros dos los asesinó y descuartizó en su propia casa. Lo que yo no sabía era que mamá había trabajado de joven como delineante en la promotora que inició la edificación del edificio Wagner y por eso papá conocía la historia al detalle. Al conocerse los hechos, los inversores se retiraron del proyecto y todo se fue a la ruina.

        O sea que por eso no me oían, por eso no me respondían cuando los hablaba. No era yo el muerto sino ellos. Sin embargo, seguía habiendo algo que me empujaba a volver a ese edificio, algo que me atraía de él.

        De nuevo en la planta veintiséis. Mis amigos no están.

        – ¿Quieres una cerveza?

        – Están muertos. Mis amigos están muertos.

        – ¿Por qué has vuelto?

        – No lo sé. ¿Tú quién eres? ¿Eres su madrastra? ¿Por qué puedo verlos? ¿Tú también estás muerta?

        – Todos estamos muertos. Tú también.

        – No. Yo estoy vivo.

        – Te he hecho una pregunta. ¿Por qué has vuelto?

        – No lo sé. Ya te he respondido.

        – Sí lo sabes. Has vuelto para que te haga lo mismo que les hago a ellos. Dame tu mano. Primero les toco los labios así. ¿Te gusta? Después les meto la mano por debajo de la camiseta para tocar sus carnes pueriles y llevo sus manos a mis senos para que sientan como se escurre su inocencia entre las debilidades de sus mentes cargadas de lascivia, igual que tú lo estás sintiendo ahora. ¿Te gusta tocarlos?

        – Sí.

        – ¿Quieres que siga?

        – Sí.

        – Antes quiero enseñarte una cosa. Ven conmigo hasta el borde. ¿Qué ves ahí abajo?

        – La calle.

        – ¿No ves un cuerpo ahí tendido? Es el tuyo. Tus padres no te lo habrán contado. Tu madre se quedó embarazada de ti cuando trabajaba en la promotora. El señor Wagner no desperdiciaba ninguna oportunidad. Yo ya estaba con él por aquel entonces, y mientras yo me habría de piernas para él y para su dinero, muchas otras también lo hacían. Claro que yo, con quienes realmente disfrutaba era con sus pequeños vástagos, con los hijos Wagner, y como uno más de ellos que eres, hoy te escogeré a ti. ¡Salta!

          Puede que nunca me haya sentido tan vivo. Puede que haya encontrado por fin mi sitio. ¿De qué sirve vivir si aquellos que más te importan hacen como si no existieras? ¿De qué sirve estar muerto si nunca podrás disfrutar de aquello que más anhelas? Nunca llegaré a saber si soy un vivo que ve muertos o un muerto que ve vivos. Lo que sí sé es que, esté vivo o muerto, existo, estoy aquí, aunque nunca me encuentres, aunque yo no te busque, siempre estoy aquí, en el edificio Wagner.

          Nunca llegué a saltar. Cuando bajé del edificio a la calle, me acerqué al lugar que esa mujer señaló diciendo que yo estaba allí muerto, y me encontré con el cuerpo inerte de un gordito idéntico a mí, tal vez era yo mismo, no lo sé y nunca lo sabré. Tal vez salté o tal vez no. Solo sé que existo y mi alma vaga prisionera de los caprichos del destino, ligada al óxido y al hormigón hasta que todo se derrumbe. A mí me gusta pensar que soy el fantasma guardián de este mi edificio, mi hogar. ¿Quieres venirte conmigo? ¡Salta!

          FIN

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          Derechos de Autor: Raúl Cebrecos Tamayo

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