Nací en una pequeña ciudad, donde todos los rostros eran conocidos. Era un pueblo amigable entre vecinos, aunque se encontraba sumido por la decadencia del gobierno. Era el inicio del siglo XXI; y como niña tuve que vivir la transición entre la antigüedad y la nueva era tecnológica. Aún recuerdo los señores barrigones en cada esquina escribiendo cartas de personas que dictaban con amor, con furia, con ilusión o decepción en las viejas teclas de las máquinas de escribir.
Mi padre trabajaba en una gran empresa de servicio de electricidad para la ciudad como técnico electricista. Y mi madre solo era una noble mujer dedicada a nuestro hogar.
No puedo quejarme de mi infancia; no eramos parte del conglomerado de la clase alta y rica, pero tampoco éramos pobres. Solo vivíamos bien, no faltaba la comida en nuestra mesa y teníamos lo suficiente para vivir decentemente en una casa arrendada junto con mis abuelos. También tenía un par de amigos en mi barrio y un barril lleno de juguetes.
Entonces se preguntarán, ¿Cómo rayos llegamos a este punto de una decadencia financiera? Para explicarlo bien, primero debo indagar mis raíces y resaltar cada peldaño de error cometido de esta escalera mal construida que representa mi vida.
Puedo culpar al inicio una enfermedad que padecí durante mi infancia durante 12 años. Desarrollé un síndrome nefrótico que complicó un poco las cosas en mi familia. Como vivíamos en una pequeña ciudad, aun no se contaba con el desarrollo médico y tecnológico suficiente para tratar mi enfermedad, por lo cual mi abuela me llevaba con un médico casero con prácticas un poco ortodoxas. El cuarto de atención era un lugar sombrío con el olor detestable del alcohol, solo había una cama sin sábanas en una esquina y un simple escritorio con una botella de alcohol, algunas ramas verdes arrancas de algún viejo árbol y símbolos colgados que no lograba entender en mi pequeña cabeza. Mi única tarea era retirar de mi delgadito cuerpo todas las prendas de vestir. Seguido a esto, me tomaba fuerte por los tobillos con sus callosas manos y me colgaba con una sola mano mientras yo observaba el mundo al revés, como si fuera un animal desangrando para un platillo. Comenzaba con algunas palabras extrañas, mientras con su mano libre tomaba la botella de alcohol y la escupía sobre todo mi cuerpo con toda su fuerza y me azotaba con las plantas. Dios sabe cuanto ardor sentía sobre mi piel con cada latigazo.
Por otro lado, mis padres buscaron la forma de que su pequeña niña lograra ser atendida por varios centros médicos reconocidos, sin embargo, ninguno de los médicos a los que habíamos visitado lograba describir algún diagnóstico. Así que con el poco dinero que tenían en los bolsillos viajaron todos los días a la ciudad principal, que quedaba a 40 minutos en bus para buscar hospitales y médicos profesionales en este campo.
Recuerdo el sufrimiento de mi familia. Recuerdo las 21 pastillas que debía tomar todos los días y recuerdo cuando los dedos de mis manos y pies se torcían por los espasmos musculares; recuerdo al ardor de mi piel por las fiebres tan altas, recuerdo cuando mi cara y mi cuerpo se desfiguraba con cada hinchazón de crisis que sufría por el síndrome, recuerdo todas las veces que tuvimos que dormir en una clínica mientras mi madre solo miraba desde una silla con un rosario entre sus manos orando por mi salud y, por supuesto, recuerdo esa vez; Cuando mi padre en medio de ira y frustración me tomó entre sus manos como si tuviera el peso de una pluma, me quitó todo lo que tenía conectado en el cuarto del hospital y gritaba entre lágrimas a los incompetentes médicos. Creo que es la primera vez que sentí el amor de mi padre en medio de ese arrebato de odio con el mundo entero. Nunca entendí que pasó ese día, y mi madre solo optó por guardar este secreto.
Con el tiempo, mi enfermedad comenzó a ser más sencillo de tratar, pues en habíamos encontrado a la diosa médico Iris, una mujer con gran conocimiento y pasión por la medicina. Ya conocíamos cuando mi cuerpo sufriría una nueva crisis y mi madre ya sabía actuar con agilidad mental.
Puedo culpar esta parte de mi vida porque no nos sobraba el dinero para pagar un hospital, y mucho menos para comprar las 147 infernales pastillas semanales, por lo que mi padre recurrió a préstamos entre sus compañeros de trabajo y amigos cercanos.
No logré estudiar en un jardín, pero si aprendí a leer y escribir en el hospital con el libro de la bella durmiente. Solo repetía las palabras al pie de la letra cuando alguien me lo leía, era el único tesoro que guardaba debajo del colchón.
De pequeña, no tengo gratos recuerdo de mi hermano. Siempre pensé que Él hubiese querido un hermano, y no una niña enferma al lado con el que no podía jugar fútbol, así que su rechazo hacia mí siempre fue constante. No me hablaba, pero tampoco me trataba mal. Solo vivía ignorando mi existencia.
Así recorrió mi infancia hasta los doce años, edad en la que tuve mi primer periodo, mi última cita médica y la grandiosa transformación de mi cuerpo. Absolutamente todo era algo incómodo para mí. Me daba vergüenza el crecimiento de mis senos, razón por la que usaba camisas grandes y me encorvaba la espalda para que nadie me observara; Pero sí que era una adolescencia normal. Sentía que tenía grandiosas amigas en una escuela religiosa de monjas, era de las mejores estudiantes con buenas notas y cometía errores de adolescente como cualquier otra chica. Hasta que cumplí quince años.
Y es aquí, donde conocí mi primera decepción amorosa. Hasta hoy, representa ese hombre todo lo mal de este mundo. Un hombre que era 10 años mayor que yo, pero que no dudó un solo segundo en aprovechar de mi inocencia. Era un hombre que tenía experiencia con el amor, pero yo era solo una adolescente comenzando a adentrarme en la utopía de amor de princesas. Cometí el mayor error de haber entregado mi primer amor a un miserable hombre que representa la escoria de un ser humano.
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