Cuentos antes de dormir

– Érase una vez una princesa que besó a una rana…

– ¡Qué asco, mamá! ¿No sabes algún otro cuento?

– Como ya tienes seis años y eres mayor…

– Sí, soy mayor.

– Te voy a contar uno que no habrás oído nunca. Escucha. Érase una vez…

    Tenía razón. Mi hijo ya era mayor para cuentos de príncipes, caperucitas y cenicientas. Nadie en su sano juicio creería tal sarta de bobadas, ni tan siquiera la inocente mente de un niño de seis años.

    Tras mi separación, Oizo y yo nos habíamos trasladado a la casa de mis padres en el pueblo. Ellos se habrían sentido muy felices de saber que su nieto se criaría allí.

    Nos habíamos separado porque se acabó el amor, si es que algún día le hubo. Mucho duramos juntos. A mí ya no me llenaba estar con él y a él le llenaba más estar con otra. No me dolió porque no le quería. Me enteré de en dónde trabajaba ella y me planté allí para darle las gracias por haberme librado de un hombre que no valía nada, y para decirle que iba a perder la ilusión, que iba a perder lo que más quería.

    A unos cien metros de nuestra casa estaba la de Manuela. Pensé que había quedado vacía tras la muerte de nuestra vecina, pero solía ver a un señor salir al balcón. Yo le saludaba con la mano y él me devolvía el saludo.

    – ¡Mamá, cuéntame otra vez ese cuento, el de anoche!

    – ¿No quieres que te cuente otro distinto?

    – Me gustó mucho el de anoche.

    – Está bien. Érase una vez un niño que no tenía ni padre ni madre, un niño huérfano. Ese niño fue adoptado por una mujer muy mala, muy mala, muy mala, que hasta le pegaba.

    – ¡Mamá! Tú también me pegas.

    – Hijo, no compares. Yo te pego un cachete cuando te lo mereces. Ella le pegaba todos los días. ¿Sabes por qué le pegaba? Porque era muy mala. Un día le pegó tan fuerte que lo mató. Pero este no sería un cuento mágico si quedara así. Un ángel bajó del cielo, cogió al niño y se lo llevó al cielo de los niños.

    – ¿Hay un cielo para los niños?

    – ¡Claro, mi amor! Después, el ángel regresó a por la mujer mala, pero eso te lo contaré en otro cuento. En este, el niño huérfano acabó encontrando la felicidad en el cielo, junto a otros niños que, como él, habían sufrido mucho, mucho, mucho.

    – ¿Soy yo ese niño?

    – No, Oizo. Ese niño son todos los niños del mundo que mueren por culpa del odio, de la avaricia, de la lujuria. Tú estás aquí conmigo, estás a salvo, y no dejaré que nadie te haga nada malo.

      Cada vez que Oizo salía a jugar fuera de la casa, aparecía el señor que vivía en la vieja casa de Manuela. Se apoyaba en la balaustrada del balcón y se quedaba quieto, mirando hacia nuestra casa. No me gustaba nada aquel hombre. No me gustaba que observara a mi hijo. Muchos de los adultos que hacen daño a los niños acaban en lugares como este, alejados de la civilización, rechazados por una sociedad que reprueba esos vicios indecentes. Hasta cabía la posibilidad de que tuviera escondido algún pobre niño y estuviera pensando en sustituirle por otro.

      Ni corta ni perezosa cogí el coche y subí a su casa. A medida que me acercaba, una sensación de malestar y miedo se iba apoderando de mí. Al llegar me bajé del coche y me quedé mirando la casa. Tenía todas las ventanas y la puerta tapiada. No lo podía comprender. Todos esos días atrás salía al balcón el señor aquel. En aquella casa no vivía nadie. Estaba abandonada y las telarañas lo cubrían todo. Miré hacia la mía y vi al mismo hombre en el balcón de mi casa, de la que fue de mis padres, saludándome con la mano. Ese hombre maldito me había preparado una encerrona para meterse en mi casa. Oizo corría peligro. Tenía que ir para allá inmediatamente.

      – ¡Salga de mi casa! ¿Dónde está mi hijo? ¡Déjeme entrar! – Le grité desde el frente de mi casa.

      – ¡Cálmese, señorita! Bajo y hablamos.

        Más me valía haber llamado a la policía.

        – La vengo observando desde que se vino a vivir aquí, a casa de Manuela. Llegó con un niño pero no le he vuelto a ver. ¿Es su hijo?

        – Mi hijo es de salud delicada. ¡Maldito seas! ¡Déjame entrar en mi casa y ver lo que has hecho con mi niño!

        – Perdone, señorita. Esta es mi casa. Me trajo mi madre a vivir aquí hace muchos años. Por lo visto esta es la casa de mis abuelos.

        – ¿Pero, qué estás diciendo? ¿Estás loco? ¡Esta es mi casa! ¿Dónde está Oizo?

        – ¿Oizo es el nombre de su hijo? ¿Es su hijo de verdad? Yo también me llamo Oizo. Entre, voy a enseñarle algo.

          Se había adueñado de mi casa, tenía a mi hijo allí atrapado y estaba intentando confundirme.

          – Entre y venga conmigo. Subiremos al dormitorio.

          – Conozco la casa muy bien. Sé cuál es mi dormitorio.

            Sobre la cama había unos huesecillos, un esqueleto lleno de polvo, los huesos y el cráneo de lo que en un tiempo muy lejano debió ser un niño. Estaba todo lleno de polvo y los muebles cubiertos con sábanas viejas. En diez minutos que había faltado de mi casa no podía haberle dado tiempo a orquestar todo aquello.

            – ¡Mamá, cuéntame otra vez ese cuento que tanto me gustaba! – Me pidió el señor que se había adueñado de mi casa. – Estos son los huesos de Oizo, son mis huesos. ¿Te ayudo a hacer memoria?

            – …

            – Mamá, llevabas razón. Hay un cielo para los niños. ¿Quieres que te cuente la segunda parte del cuento?

            – Estoy muy confusa. No pienso con claridad. ¿Eres tú mi niño? Qué grande estás ya.

            – Érase una vez papá y mamá. Papá conoció a una mujer muy bella, tan bella como tú, mamá. No pudo resistirse a sus encantos y le fue infiel a mamá. Mantuvieron un idilio muy corto. Papá pronto se aburrió de ella y la dejó. Esa mujer tan bella, esa mujer despechada, destrozada, llena de odio y rencor, les arrebató a papá y a mamá cuanto más querían. Los arrebató a su hijo, y se vino a vivir aquí con él, haciéndole creer que era su madre. ¿Hace falta que siga o recuerdas ya por qué y cómo diste muerte al que adoptaste como tu hijo?

            – Nunca quise matarte. Fue un accidente. ¿A qué has venido?

            – Lo creas o no te voy a llevar conmigo al cielo de los niños.

              No hay cielo ni infierno para quien ha acabado con la vida de quien más amaba. No hay perdón, no hay lugar en el paraíso para mí. Y aunque mi hijo haya venido a buscarme cual ángel que redime los pecados de mi alma, ya nunca podré descansar en paz aunque mi niño me cuente una y mil veces ese hermoso cuento antes de dormir.

              FIN

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              Derechos de Autor: Raúl Cebrecos Tamayo

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