A Mario le gustaba ir a por el pan. Era su ritual matutino. Se levantaba temprano, se vestía rápido, le ponía la correa al perro y juntos acudían a la panadería. Al entrar, se paraba un instante para dejarse empapar por el olor a pan recién hecho. Luego se dirigía al mostrador donde Adelina lo esperaba siempre con una sonrisa. También solía tenerle lista la compra para llevar. Con los años, había habido variaciones. Durante casi una década consistió en una barra de a cuarto. Los niños eran pequeños y en casa eran cuatro. Aunque oficialmente comedores de pan solo tres: la mujer de Mario nunca lo probaba en público. Cada día recibía el pan caliente de manos de su marido y le daba un beso de agradecimiento. Luego Mario la dejaba sola y ella mordisqueaba la punta en secreto. Para ocultar el crimen, la cortaba, dejando un final liso y perfecto. Tanto era así que Carlitos, el pequeño, se sorprendió la primera vez que vio un pan entero. En su imaginario infantil, a todos les faltaba un extremo. Su hermana María estuvo años riéndose de él cada vez que veían un pan ajeno.
Cuando la esposa de Mario enfermó, apenas podía masticar y comía muy poco. Adelina sugirió que probara con un brioche. Mario mojaba aquel brioche en leche y se lo daba poquito a poco a la enferma. Ella se esforzaba por tragar incorporada en la cama donde pasaba la mayor parte del tiempo. La barra seguía siendo para él y sus hijos, casi adultos, aunque ninguno quería comerse la punta. Mario se la daba al perro para que la hiciera desaparecer por las mañanas antes de llegar a casa.
El día que Mario faltó a su cita con la panadería sin avisar, Adelina supo que algo iba mal. Siempre sabía si iba de vacaciones o pensaba ausentarse por cualquier motivo. Cuando por fin volvió a aparecer, su aire lánguido confirmó las peores sospechas. Adelina lo recibió con afecto y una barra de pan solitaria, sin el acostumbrado brioche.
Los años siguieron transcurriendo, y la vida y los panes con él. El perro de los niños falleció y adoptaron un cachorro para Mario. Carlitos ya solo se hacía llamar Carlos y, tanto él como María, dejaron el hogar paterno y formaron los suyos. Mario se vio solo con una barra de pan que le quedaba grande. Aun así, la siguió comprando religiosamente. Intentó convencer a su perro de que el pan era mejor que el pienso, pero sin mucho éxito. A diario sobraba un trozo que Mario congelaba. Pronto se le acumularon las sobras. Empezó a rallar pan para rebozados. Aprendió a hacer torrijas y migas. Y aprovechaba cuando venían a comer sus hijos los domingos para echar mano de las reservas. Pero seguía teniendo demasiadas.
Un fin de semana Carlos descubrió los tejemanejes de su padre con el pan. Entendió que tirarlo para él sería pecado y no comprarlo una rendición. Le planteó el dilema a la panadera. Adelina enseguida recomendó un panecillo. Era como una barra de a cuarto en miniatura, pero más tierna. Se convirtió en el nuevo pan de cada día para Mario. A no ser que fuera domingo. Entonces Mario recibía a sus hijos con una barra de a cuarto. Pasado un tiempo, llegaron los nietos y tuvo que aumentar la ración a dos. Mario les recortaba las puntas para que estuvieran perfectas. Y miraba feliz cómo todos comían pan.
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