El tubo de rayos catódicos emitía luz, alumbraba su cara, sus ojos profusamente irrigados de venas. Emitía ondas sonoras también que no encontraban en Nicanor receptor alguno. Y eso que nunca le había hablado el aparato algo tan de su incumbencia: “¡La muerte del pan de 50 (pesos) fue una decisión política!”, continuaba con vehemencia su argumentación la figura en la pantalla, conectaba tratados de libre comercio, el cierre de las harineras nacionales y los subsidios estatales a la siembra de cereales.

Los sacos de harina que Nicanor abría de una puñalada certera a boca de la batidora industrial tenían letras estampadas en las cuales él no reparaba. Rara vez se encontraba tras su mirada y apenas conseguía reconocer la vitrina llena como obra suya, pero puntual a las seis estaba atiborrada de aliñado, blandito, rollo, resobado y del infame francés. Quizás faltando un cuarto para las cuatro, cuando empezaba a amasar, se hubiesen podido hablar con Nicanor cosas sensatas. Pero su labor tenía un ritmo preciso y al final de cada tarea tomaba tragos de aguardiente.

Cristo parece Paul Newman en el afiche de los testigos de Jehová pegado con dulce de guayaba al muro de la panadería. Dos apóstoles con dentaduras perfectas reparten hogazas de generosas dimensiones. “Dichosos los invitados a esta cena”, dice el cura durante la transubstanciación, pero aquello no es una cena, piensa Nicanor.

Se quedó dormido sobre el mostrador, bajo el salchichón cervecero que cuelga del techo con un vaso plástico protegiendo el extremo rebanado de las moscas. En las cárceles se ofrecían capacitaciones profesionales a los presos, así aprendió él el oficio. Un paramilitar de apellido “Paniagua” estaba en el mismo patio que Nicanor, pero tomó los cursos de carpintería. “Pan y agua”: lo bueno e inofensivo, Paniagua: el tipo más malo que conoció.

Al despertar, un niño señalaba la bandeja de torta negra y le preguntaba: “¿Cuánto cuesta el ‘brownie’?” Niños bien vestidos con palabras que no había oído. El barrio empezaba a cambiar. La palabra “gentrificación” era tan extraña para él como “brownie”.

Una mañana, desde la oscuridad de la trastienda donde amasaba, vio la luz de la calle e intuyó que el mundo había cambiado demasiado y no le apetecía entenderlo. Hasta el peor panadero es un demiurgo, por eso Nicanor se hizo una bandeja de hombrecitos de masa para que lo oyesen. El lote de personas de masa inflados de levadura y quemados en los bordes, recién lanzados a la existencia, oyó de su creador algo así: “¡Qué tengo una estrella en Google!, no sé si eso es bueno o malo. Porque el ‘brownie’ estaba muy seco. Una estrella ya es mucho, pienso yo. La harina es canadiense, la cuenta de la electricidad me está matando, pero si el horno fuera a gas me estaría matando la del gas. No sé yo cuándo la gente dejó de comer pan. En las panificadoras industriales piden pasado judicial, y no se puede uno tomar ni un trago”. Interrumpió el discurso para beber aguardiente y retomó: “Una estrella, pero el blandito me sale decente. El francés sí me queda una mierda. Las personitas de pan al oír que su padre dejaba las confusas plañideras quisieron ver el mundo y en tropel saltaron de la bandeja y corrieron a la calle, a disolverse en los charcos, a ser comidos por palomas. Uno llegó hasta una esquina, pero al voltear se encontró de frente con un perro.

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