Ya empieza a llegar la gente.

En la casa una mujer de mediana edad corre a arreglar los cojines del sofá. El de la izquierda está deshilachado y aún le cuelga la etiqueta de cuando lo compró hace unos años en unos grandes almacenes.

Suena el timbre. Hoy será un día ajetreado.

Un matrimonio entra después de que la señora les haya abierto la puerta. La esposa se queda un poco rezagada, pero el marido pasa con seguridad y aplomo. Su mirada refleja una mezcla de incredulidad, asco y condescendencia.

Son conducidos por las distintas estancias. En primer lugar el salón, con sus cojines recién colocados. La inquilina acciona el interruptor para que puedan apreciar bien los detalles a falta de suficiente luz natural. Se trata de un bajo sin ascensor orientado al Norte. En ese momento la esposa mira con desconcierto la etiqueta del cojín pero la voz de la inquilina desvía su atención:  —»Síganme por aquí».

A continuación los tres se dirigen a la cocina, que tendrá dos metros cuadrados a lo sumo. Los cacharros consiguen mantenerse en su sitio a duras penas, apilados los unos sobre los otros por falta de espacio. Sobre la encimera y por detrás del escurridor de platos se asoma una trampa para cucarachas que no se ha llegado a ocultar por completo con las prisas. 

Luego le toca el turno al baño. Una bombilla desnuda cuelga del techo sobre la bañera, que muestra un desconchado del tamaño de una moneda de dos euros. Una fina pátina de óxido la recubre. En el borde de una exigua estantería hay una fila de geles y champús que muestran la palabra «descuento». La señora dice con orgullo que siempre encuentra las mejores ofertas. La mujer del matrimonio asiente.

Después van a la habitación. El marido mira con desdén la esquina derecha del cuarto, sobre la ventana. Ella se disculpa. Normalmente una vez a la semana friega con lejía la gran mancha de humedad que se extiende por buena parte de la pared. Hace unas dos semanas sufrió una distensión en el hombro mientras trabajaba y hasta que se reponga no debe levantar los brazos.

Al llegar de nuevo al hall de entrada la mujer da por concluida la visita. Muestra el bote de propinas. «Mínima aportación, diez euros». El esposo a regañadientes deposita el billete refunfuñando. Sospecha que la agencia se llevará la mayor parte de ese dinero. Coge a su esposa por el brazo y le apremia: —“Vámonos ya, que he quedado en una hora con el jardinero para que venga a podar los frutales. Desde luego qué manera tienes de hacerme perder el poco tiempo libre que tengo».

La siguiente es una joven que lleva un bolso de LUIS VUITTON colgado del hombro derecho y huele a perfume caro.

El rostro sombrío de la inquilina se recupera con rapidez, como cada vez que recibe a alguien nuevo, y entonces, una vez más, exhibe su mejor sonrisa: —“Por aquí, por favor”.

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