El museo del pan

El museo del pan

J.G. Lobera

29/08/2024

Había una cola que se envolvía sobre sí misma, como una trenza, y que hacía de asa al farolillo del museo del pan. “Encuentra tus raíces”, decía en la entrada, con una parra encarnizada que tapaba media frase. Emparrado por fuera, y cableado por dentro: las paredes estaban hechas de cobre embutido, una jungla de tallos chupando del suelo y arqueando en el techo. 

En su interior los árboles, cobreados, crecían respetando una razón áurea: sencilla. Me perdí ahí en medio mientras buscaba un sitio donde sentarme; había muchos: raíces diván, lianas hamaca… Terminé por hacerlo en el suelo, a resguardo de la gente, con mi espalda encauzando el frío de un tronco astillado. “Qué gusto”. Y admiré el semibosque a mi alrededor… ese donde floreció la última tendencia. 

“Vuelven las muertes por causas naturales”. 


Me puse índice y corazón en la sien y froté a través del catálogo del museo. La vista de inicio te abría la cabeza a diferentes formas de experimentar: fotos, videos, audios, textos… todo en vivo desde la comodidad de tu cabeza. Había quien escogía textos… forofos de la lectura. Yo siempre escogía video: doble toque en mi templa. Y ahí empezaba la experiencia; como siempre, con un panadero amasando. Me gustaban sus manos incriminadas por el blanco polvoriento. A veces me hacía cómplice amasando yo también, pero no por mucho tiempo; sabía que después del trabajo de ese panadero venían decenas de historias grabadas, decenas de vidas consumidas con su producto. Y a eso había venido yo.

Entonces deslicé hacia arriba, en mi sien. Me encontré a mi propia imagen, frente a un espejo salpicado. Delante tenía a una chica encorvada, explorando los escondrijos de su párpado; metiéndoles carbón líquido. Una roquera. Dejó el punta fina con un suspiro apresurado y embocó una tostada de queso. Yo miré al suelo, lleno de ropa apiñada, y caí en un bostezo.

“¿Me estoy muriendo? ¡Dímelo!…”


La siguiente panadera era una chica firme, musculosa, que enhornaba masas: algunas con cereales y otras pequeñitas. Deslicé otra vez.

Ahora estaba en una pradera; me abracé los bíceps por instinto. Había un mantel de picnic con comida mal servida, unas rebanadas de pan en un pequeño plato, un par de vasos con un líquido volátil y un plástico cuadrado, pringoso y desgarrado: estaba en un fresco vacío.

–Esto está censurado –dije. Casi pude intuir la silueta de dos personas machacando la hierba, pero tampoco le di más importancia.

Probé la paella de marisco –sabía a tinta con limón– y teñí la migaja de negro grafito. Después brindé al sol y me tomé los dos vasos enteros. Subió un eructo. Mi esfínter tenso como un cinturón de cuero: iba a reventar. Tenía que abandonar la comilona para ir al baño, sí o sí. Un toque en mi sien… y las vistas se fundieron.

“No quiero. ¡No quiero!… ¡Fermín! No. Ayuda mamá. Mamá. ¡No quiero morir! ¡Ayudaaaa!”. 


“¿Cómo era la panadera?” Tuve que buscar otra al volver. Descarté una empleada con camisa desmedida, que recalentaba baguettes en un horno cajonera, el de los supermercados. El siguiente en aparecer fue un anciano que despachaba con movimientos abiertos y una sonrisa flácida. Deslicé.

Me encontré esta vez en una rambla desnuda, amantada por estiércol. Había cúmulos de gente orbitando; orbitaban alrededor de carruajes trotantes y ahí en medio, un pintor esbozando un cuadro. Lo abordé por la ele del cuello, como si fuera su maestro, señalé un punto con el índice y me acerqué hasta tocar su trazo. Lo escurrí un poco y él pareció percatarse; desmigó el currusco que tenía en su regazo y usó un trocito para corregirlo. «Carboncillo». Y mi dedo manchado de negro. 

“Nunca te dejaré ir.”


La última parada de ese día fue amasada por un chico joven, bajito, que reponía los estantes de su panadería de puntillas. Hallé un pan recién ensacado y abandonado encima de la mesa. Mi mesa, de roble, con una lámpara de huevo iluminando desde arriba. Lejos, ella tapándose el rostro con sus alas de murciélago. Pero sus dedos transpiraban y la escuché llorar. Me senté enfrente, pausado, y le toqué un brazo. Se abrió su escudo revelando unas mejillas empapadas y rojizas y aflojó el llanto. Luego me buscó con la mirada y juntamos nuestras manos: yo sosteniendo las suyas. Un tosido se cosió con otro, sin parar, y rompió a llorar otra vez.

–Nunca debí fumar. – le confesé lagrimando.

–Yo lo hacia a escondidas…

–No… jamás… –lloraba – debí fumar. 
 

Al salir pasé por la tienda del museo y embolsé un pan de medio, sin cortar. Por la noche lo rebanaba en mi cocina. Las migas eran pecas para el mármol. Escogí una rebanada de las grandes y la tosté para que quedara bien crujiente. Entonces le puse aceite y la arropé con unas lonchas de jamón que tenía aguardando. Me llevé la tostada a la boca, salada, e imaginé que me acercaba a esa ciudad trotante, al pasto voyerista y a las casas ajenas de esa tarde; que los visitantes del museo ya husmeaban por mi casa; que un día llegaría mi verdugo y que no sabría dónde encontrarme, hasta asfixiarme en brazos de mi querida. Juntos y con pulmones ahumados. 

Textos: Fermín Gutiérrez, 27/03/2538

Registro del nuevo museo del pan: Historias del pan II

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