El árbol de Ñandarambé
Si, supongo que estos incultos indios chaqueños ni bien me vieron me adjudicaron algo así como las siguientes características: porteño insolente, orgulloso e irreverente, y digo “algo así” porque en sus putas vidas habrán escuchado estas palabras. Insolente, es verdad, ¿Cuántas veces caminé entre mortales sintiendo el mismo desprecio que Zeus al notar como el zumbido de los drones contaminan el reinado de las nubes? ¿Orgulloso? Es poco relevante, la humildad se me antoja como algo bastante parecido a un lobo que prefiere manducarse crujientes grillos antes grasientos ciervitos. ¿Y la otra característica? en este preciso momento no quiero hablar.
¿Y a qué viene todo esto? La cosa es que hace tres o cuatro días llegué a Machagai, un poblado pequeño en donde la predominancia de la tierra polvorienta y sus árboles raquíticos, apenas engalanados por minúsculas hojas, me hacen sentir que Dios se quedó sin ideas al crear la fisionomía del chaco argentino. No elegí este lugar porque me gané un pasaje de bondi o porque la carta de un hermano perdido me invitara a comer un chivito y ver fotografías de tono sepia. La cosa es mucho más sencilla. Un día cualquiera soñé que estaba tomando un té y en la parte de arriba del saquito decía “Machagai”, entonces, a la mañana siguiente, busqué dicha palabra en Google, descubrí este paraje y como queriéndole seguir un absurdo juego a un falaz destino me decidí a venir.
Desdé el primer minuto en que pisé este pueblucho no hubo un andrajoso paisano que no me lo haya advertido. “Si salís a caminar por el monte ni se te ocurra pasar cerca de un árbol gigante, por ahí anda Ñandarambé”. “Si de golpe empezas a sentir frio en la panza tirate hojitas de yerbabuena sobre el hombro izquierdo, y así ese despiadado demonio no te va a arrear hasta el corazón del monte”, me comentó una china cuya cabeza estaba adornadas por largas trenzas negra al igual que por millares de piojos de todos colores.
Se adivina que mucha bola no les di. Al segundo día de haber llegado y luego de comprobar lo insulso del arrope de chañar y de hastiarme del carácter grasiento de las tortas a la parrilla, salí a caminar por el monte chaqueño.
Si, que se puede decir, el monte chaqueño en nada se parece a los exuberantes jardines babilónicos, más bien se asemejan al apático dibujito de una selva creado por un mocoso que concurre a la salita azul. Es asquerosa es verdad, el zumbido de las cigarras te recuerdan a un concierto de cuerdas desafinado y la magnitud de las arañas es tal que bien podrían usarse para rellenar empanadas. Pero estaba acá y quería llegar allá, quería llegar a ese árbol donde supuestamente el espíritu gaucho desterrado espera pacientemente cualquier alma para conducirla hasta su corral de palos.
Caminé, anduve por acá, anduve por allá y como es esperable me encontré con el gran árbol, un lapacho rosa de quizás treinta metros, árbol que consideré agradable como para echarme una siestecita.
¿Qué puedo decir?, no fue muy agradable sentir el advenimiento de un profundo frio invernal en enero y luego comprobar que mi cuerpo violáceo yace a tres metros de distancia. Es feo, pero nunca como para admitir que me equivoqué, porque acá no hay error alguno. Tampoco debo santificar las creencias de unos gauchos ignorantes pese que ahora mi voluntad este íntimamente emparentada a una sombra que camina por delante, sombra que me arrastra entre quebrachos y espinillos, sombra que me conduce a potrero repleto de almitas tristonas, sombra que en el chaco le llaman el “Ñandarambé”.
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