El pan de los seis

El pan de los seis

Ana se levantaba muy temprano, antes de amanecer como su madre Alejandrina y como su amiga Lola.

Salía, después de ordenar el almuerzo y la cena a su panadería de la ‘Calle Real’, pero ya todo estaba resuelto, tomaría las tardes para aprender a amasar y a batir en casa de su amiga, ella, además de un hermoso jardín donde las dalias y las violetas eran un primor, contaba con los implementos para aprender y producir, y lo más importante, estaba dispuesta a ayudarla a salir del atolladero.

Vivía harta de comprar pan, para vender pan y ganar apenas para pagar el arriendo y comprar los productos a quienes habían hecho ya de la panificación, una industria. Sabía a ciencia cierta que tendría graves problemas con las dueñas del local y de los panes y tortas que vendían, aunque se trataba de verdaderas delicias; pero seis hijos entre la infancia y la adolescencia no le dejaron mucho margen para pausadas reflexiones, grandes estudios de mercadero, libros contables o préstamos millonarios en algún banco. El caso era de sobrevivencia. Con un buen esposo desempleado, enfermizo y poco resuelto, que antaño fuera un hacendado, había aprendido pronto a llevar sobre sí el peso de todo el hogar.

Vio a su madre hacer pan en el campo, en un horno de leña y con la harina que traía del molino su marido; allí mismo hacía amasijos, panderos, galleticas, envueltos de maíz, y una que otra mogolla para la Semana Santa, mientras cumplía con las tareas de su casa y de la siembra, en tanto acababa de criar a nueve hijos en la vereda de un pueblo frío que antaño fuera productor de trigo. Ella no sería inferior.

A su padre buscador de tesoros, músico, luthier e inventor lo recordaba diseñando y construyendo un horno para facilitar la labor, pensaba probablemente en un buen negocio, pero sus intentos no se lograron. El control de las temperaturas resultó muy complejo para un hombre de campo, autodidacta y soñador.

Puntual y por tres años, fue Ana, hasta cuando cumplió apenas los 35 años, todas las tardes a la casa de Lola como la estudiante más disciplinada de algún instituto. Entonces la cocina, la panadería y la pastelería se aprendían en el hogar, estaban lejos los estudios técnicos, las luminarias y el reconocimiento.

Aprendió lo que doña Lola tuvo para enseñarle, desde comprar insumos, medir los ingredientes, los tiempos de amasado y horneado, los decorados… panes, tortas, ponqués, hojaldrados, mermeladas, dulces de platico, fondues, rellenos, brillos y, muy importante, cómo dar órdenes a un panadero. La anciana tutora veía en la joven a una hija que sí se enorgullecía de aprender su saber.

La aprendiz vendía sin dificultad sus amasijos en la panadería de alquiler, pero las dueñas no estaban dispuestas a dejar que en su local se les hiciera competencia. No hubo ni miedo ni consideraciones, terminado el cumplimiento del contrato anual, Ana se iría con sus panes a otra parte, no les importaba adónde, aunque llevara más de siete años vendiendo sus productos. No valieron derechos ni ruegos ni promesas. ¿Montar un negocio? ¿Con qué? Las vitrinas, los estantes, todo, todo era de las panaderas de marras; era suya una nevera casera y un hornito calentador para las arepas y las empanadas que compraba a dos familias más. Sin horno, sin dinero, sin local, el panorama era desconsolador.

Logró conseguir con la ayuda de una de sus hermanas un horno de gas, de segunda de dos latas, pero había que trastearlo desde la capital. Hizo el viaje de dos días y fue por él que fiel la acompañó durante su larga experiencia de calor y labor. Instalado en el patio trasero de la casa donde vivía, también en alquiler, consiguió un par de contratos para vender mantecadas de maíz, algunos panes especiales y quizá tortas para la navidad. Se sostuvo ante una competencia feroz, la indolencia de sus compradores y el apetito voraz de seis chicos creciendo y sus amigos. Nunca falló. Tampoco pudo volver a su escuela porque de la mañana a la noche y sin descansar amasaba y batía a mano para cumplir con sus pedidos y sus obligaciones, de domingo a domingo.

Se mantuvo firme como un merengue italiano, no cedió a la presión familiar de sacar a sus hijos del colegio privado, ni a la de los compradores de rebajar el precio de sus amasijos. Cuando vio que el pueblo no le daba espacio, se fue con sus trastos a otra parte cuando dos de sus hijos terminaron la secundaria, porque tenía en la mira el pan para un agrónomo, un ingeniero, una administradora, una comunicadora, una bancaria, y esta maestra.

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