En la cama, nerviosa, Clara no puede conciliar el sueño. Mañana es el día de su séptimo cumpleaños. A tan esperado evento, se une otro acontecimiento muy especial. Mañana es la primera vez que irá a comprar el pan… sola. ¡Qué gran responsabilidad!
Es algo en lo que ha estado pensando durante toda la semana, desde que su padre le dijo unos días atrás que este domingo él no la acompañará a comprar el pan, pues ya es una niña mayor. Sólo se lo ha confesado a su mejor amiga Violeta, casi un año y medio mayor que ella, y que sin embargo jamás ha tenido la oportunidad de bajar sola a la calle.
Sin darse cuenta, mientras repasa meticulosamente en su cabeza el plan de cómo llevar a cabo tan arriesgada aventura, le vence el sueño.
Finalmente, llega el día tan esperado. Clara se despierta muy temprano. Cuando aparece en el salón apenas puede vislumbrar la primera luz del alba a través de los grandes ventanales. Decide esperar allí a que se levanten sus padres. Enciende la tele para ver los dibujos, pero Clara sólo puede pensar en su importante cometido. Posiblemente sólo pasan un par de horas hasta que sus padres aparecen en el salón, aunque son las dos horas más largas de su vida.
“¡Feliz cumpleaños hija!” Exclama su madre, con una expresión de orgullo en el rostro, consciente de que su pequeña ya no lo es tanto. Por entonces, Clara ya está vestida con sus pantalones cortos y su nueva camiseta de flores que le ha regalado su abuela, esperando el momento que su padre le dé las instrucciones para ir al comprar el pan. Es una rutina que, desde que tiene memoria, cada domingo ha repetido junto a él. Salen juntos cogidos de la mano, y así recorren el barrio paseando, para volver a casa con el pan recién hecho que unos minutos más tarde su madre transforma en deliciosas tostadas.
Su padre le pregunta si tiene alguna duda, a lo que Clara niega rotundamente con la cabeza. Recibe la moneda de cien pesetas, abre la puerta de la casa, y se dirige al ascensor. Una vez dentro, es consciente de lo grande que es, se da cuenta que también es la primera vez que monta sola. Pulsa el botón de la planta baja. Su corazón le palpita muy fuerte. Durante el interminable trayecto piensa si no sería mejor volver y pedir a su papá que le acompañe sólo una vez más. Armándose de valor, decide que debe hacerlo sola.
Llega a la puerta del portal, se asoma, y puede ver al final de la calle la panadería de Jacinto, el amable panadero que cada domingo le regala un dulce o colín ‘por ser la niña más simpática del barrio’. Es una mañana soleada, primaveral, y a esa hora ya hay mucha gente en la calle disfrutando del domingo 15 de mayo de San Isidro. Las señoras con sus claveles y vestidos de lunares, cogidas del brazo de los elegantes chulapos, se dirigen a La Pradera con sus manteles a cuadros y sus picnic preparados en cestas de mimbre.
Mientras tanto, su madre, Pilar, y su padre, Carlos, le están observando desde el hueco de la escalera, atentos a sus movimientos. Clara, nerviosa y tratando de reunir el coraje para la aventura que tiene por delante, nunca fue consciente de ello hasta que años más tarde recibió la confesión de sus padres.
Tras unos segundos de duda, finalmente cierra los ojos, respira profundamente… y abre la puerta echando a correr en dirección a la panadería tan deprisa como puede y esquivando todos los chulapos y chulapas que se encuentra por el camino. Cuando llega a la panadería, sofocada, Jacinto ya tiene preparada su barra de pan. Le pregunta por su padre (aunque Carlos ya le ha avisado que esa mañana Clara iría sola), y Clara, sin hablar y extendiéndole el brazo, le ofrece las cien pesetas. Cuando mira su mano es consciente de lo fuerte que ha apretado la moneda, que le ha dejado una marca roja y redonda en su palma. Jacinto le entrega el pan, y no le da tiempo a decir nada más. Esta vez Clara no lo piensa dos veces, y con la misma velocidad con la que había llegado, y con la misma fuerza con la que había agarrado su moneda, sale corriendo hacia la puerta de su edificio con su tesoro en forma de barra de pan apretado contra el pecho. Está caliente, puede sentir su calor y el olor de pan recién hecho.
Esta vez decide subir por las escaleras. Llega a casa jadeando, llama al timbre, y sus padres la reciben con un abrazo, habiendo sido testigos de la memorable hazaña de su hija. Les entrega la barra, y empieza a ser consciente que algo ha cambiado en ella. Con sus siete años recién cumplidos, siente que ha dejado atrás parte de su niñez.
Le entregan sus regalos. Su padre, pintor aficionado, le ha dibujado un precioso retrato con su suéter rosa favorito. Su madre le regala unas entradas para esa misma tarde para el Circo Price, que tiene su espectáculo en la Casa de Campo y que está anunciado en todos los kioscos y marquesinas de la ciudad.
Unos minutos más tarde, con la emoción e ilusión de los regalos, pero sobre todo de su reciente gesta, reconoce el olor a café recién molido que tanto le gusta a su padre, y se sienta en la mesa para el desayuno. Está inquieta, deseando probar el pan que ella misma ha traído. Con la mantequilla derritiéndose por los bordes, coge el pan. La rebanada aún sigue caliente. Por segunda vez en ese día, cierra los ojos, abre la boca… y saborea la tostada más deliciosa de su vida.
Hoy, también es domingo. Han pasado treinta años desde esa primavera de 1994. Clara va a la panadería, como cada semana. Jacinto ya falleció, pero su hijo Emilio sigue gestionando el negocio familiar con la misma cercanía y cordialidad de siempre. Esta vez es su hija, Alba, de cinco años, quien recibe un dulce como regalo. Clara saca el móvil y paga. A su memoria viene esa moneda grabada en la palma de su mano. No puede evitar esbozar una sonrisa que asoma por sus labios al evocar el entrañable momento.
Aún hoy, cuando cierra los ojos, Clara es capaz de recordar el calor del pan caliente en su pecho y la inefable sensación del primer bocado a la tostada de su séptimo cumpleaños.
Con la barra recién comprada, sube a casa, el mismo domicilio en el Paseo de la Florida donde sus padres han vivido durante los últimos cuarenta y dos años. Pese al paso del tiempo, todo sigue exactamente igual. Entra en casa, le da un beso a su padre, que se encuentra en la terraza pintando un retrato, esta vez de la más pequeña de la familia. Se dirige después a la cocina donde su madre, siempre tan diligente, prepara el desayuno.
Las cuatro se sientan en la mesa, y los abuelos le cuentan a Alba, una vez más, la increíble historia de cuando Clara, siendo una niña, fue a comprar el pan sola por primera vez.
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