El cielo esta encapotado. Una suave brisa que acaricia mi piel apedazada juguetea en silencio entre ventanas abiertas, barruntando con cierto misterio la inminente llegada de esa tormenta a la que enfurecerá, sometiendo la verticalidad de su gravitación a su antojo.
Como me reconfortan. Como me recomponen estas tormentas de verano. Como asean mi mente. Agua… aire… y el estruendo trivial de algún que otro trueno en la lejanía que revientan en pedazos recuerdos que empiezan a ser lejanos. Tesoros que a día de hoy ya no son tesoros, y que ya no necesitan ponerse a cubierto de las inclemencias de la naturaleza.
La naturaleza humana es la más vil, la más despreciable de las naturalezas. La única que siempre te pide algo a cambio por deleitarte con sus virtudes.
La amistad.
El amor.
La confianza.
Todo eso se ahoga poco a poco, se diluye entre vientos y agua de tardes como esta.
Por fin…Ha llegado el agua. Es hora de cerrar las ventanas. Ha llegado el momento de descubrirme ante esa naturaleza que, impasible ante mi presencia, no espera absolutamente nada de mí.
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