Se podría haber hecho esa pregunta cualquier pastelero con un poco de tiempo que perder o un
panadero sin recursos, triste y apesadumbrado viviendo tiempos de
posguerra. Se podría haber hecho esa pregunta cualquiera en cualquier día desde que se empezó a cultivar trigo o centeno. Pero te la hiciste tú y me la hiciste a mí.
Estoy aquí por casualidad, porque alguien tenía que
contar un momento de la vida de una niña. Un momento tan dramático como elemental.
Idas y venidas, recreos de
colegio dónde conocía más a los niños y niñas, por
sus almuerzos y meriendas de tremendos bocadillos de pan fresado o
chiquititas galletas de chocolate, que por sus respuestas ajenas
en clase a las preguntas del profesor. El resto de la vida de los
chiquillos era fácil de imaginar a partir de esos ratos de
refrigerio que se repetían día tras día. Nunca será lo mismo un entre pan de aceite crudo de oliva con tomate, ajo y sal, que un
bollo industrial. Todo es un espejo.
Idas y venidas, visitas a la
tía abuela, sobre todo, porque abuela ya me faltaba una y había que
llenar el hueco. La sustituta hizo bien su papel y me dejaba hacer
pequeños panecillos, mientras ella daba forma a uno enorme. Así se
hacía el de Miguel, el del recreo, con harina, agua,
levadura, sal y empeño. El empeño es muy importante.
Más idas y venidas porque llegaba la
Navidad y la tía Mila hacía sus pasteles de boniato. Necesitaba
ayuda. Manos en la masa con harina, agua, levadura, algo de azúcar y
poca sal. Me resultaba familiar, pero todavía no extraño. Las constantes se repetían. Hubo
muchas más idas y venidas dónde olores, recuerdos y sabores se
entremezclaban, de esa manera que tenemos los niños de hacer miscible
lo inmiscible.
Yendo y viniendo, Carmen, la de ojos
negros, me abre su casa sin intención de abrirme un universo, que
fue en realidad lo que hizo. Un calorcito agradable, una fragancia
que rápidamente identifiqué y un ambiente polvoriento y enharinado
me auguraban una tarde pluscuamperfecta. Así fue. Pan de todo tipo,
pasteles, bizcochos, rosquilletas y cocas de aceite y sal. Un horno.
El horno dónde mis sentidos se desabrocharon y mi manía de acumular
datos, de entrada irrelevantes, fue acuciante. Salí de allí rumiando,
más que con la boca, que también, con algunos pensamientos que no
llegaban a cuajar en el consciente.
Mi infancia fue de idas y venidas, por
un camino o por otro, pues tenía varios que recorrer y algunos que inventar haciendo senda campo a través.
El desasosiego, la falta de
un horizonte nítido y el descubrimiento de que no todo era cómo
tenía que ser, hicieron que me abocara al mundo de
lo horneado y su dulce recompensa. Todos juntos, mi tía abuela, mis
compañeros, la tía Mila, Carmen la de ojos negros y mi manera de
ver la vida me habían dejado en un callejón sin salida. Sí, uno de
esos caminos que tenía en ciernes. Pero no
era un callejón sin salida, era mi salida particular. Me sentía
bien con el olor a pan seco, con el de la harina mojada, con el
de la levadura siempre cerca, para hacer así, de
mi felicidad, un continuo.
Esos eran los ingredientes de
mi vida, los del pan. Tal y cómo se hace el pan, se estaba haciendo
mi vida. Presumo que con una buena pasta, la mejor que me pudieron
proporcionar, a base de trigo limpio, agua clara y sal de tiempos ancestrales, la sal de la vida, dicen. Y
amasando con empeño, con la prisa necesaria para que las cosas salgan bien.
En esas estaba un día más,
sentadita en la escalera de seis peldaños que llevaba a la terraza,
sentadita en el segundo de los seis peldaños de la escalera que
aparte de llevar a la terraza, me situaba con comodidad delante de un
horno viejo, pero antiguo. El aspecto final de la escena
acababa siendo muy agradable. Estábamos en casa, mi madre, mi vecina
La Guala y yo. Hablaban, reían, amasaban una importante mole de la
que me dieron un pedacito diciéndome que lo podía utilizar como
pegamento, que también servía como tal. Sorprendida acepté la
sugerencia, junté dos papeles con un pegotito y funcionó. La Guala
siempre olía a pan por una razón u otra, quizás por eso la quería
tanto.
Sonó el timbre de la casa, abrí, dejé
pasar al vendedor de libros que también era amigo y que también era
el que se encargaba de cerrar la puerta tras él, instantes después de que yo lo abandonase sin un hola de cortesía. Corrí de
nuevo a la cocina mientras Caruso llegaba y se incorporaba a la
reunión. Caruso, porque se parecía al tenor.
Me quedé absorta viendo las
galletas recién hechas, el pan para meter en el fuego y las
rosquilletas que había comprado el día anterior. Todo
ello estaba hecho con harina, agua y sal. La constante. Me asaltó una pregunta. Necesitaba una respuesta. Interrumpí los saludos de la gente, y a
los tres reunidos pregunté: ¿Por qué todo está hecho con
agua, harina y sal, pero cada cosa tiene un aspecto y un sabor
diferente? ¿Por qué todo se hace con lo mismo pero nada es igual?
Mi madre, tras un lapsus
comprensible, me respondió que cada cosa se hacía con una intención
determinada, con pequeñas variaciones, que daban como resultado un
producto distinto. La intención, la manera con que las
manos moldean y transfieren una idea que tienes en la mente a la masa
primera, el cariño, la templanza, la alegría o tristeza mientras
elaboras y das forma a tu obra, harán de esta un pan rígido, plano
y correoso, o por el contrario, surgirá una oblea de esas tan ricas.
Me gustó la respuesta, tomé el camino abierto y regalé a
Caruso una sonrisa que el entendió como un !Eureka¡ Más bien fue al contrario.
Intención. Ese es el instrumento. Amor u odio.
Y la materia prima? ¿De
qué está hecha la patata, la golondrina o el aceite de la lámpara?
Todo ello esta compuesto de hidrógeno, carbono y oxígeno. ¿Y qué es el
carbono, el oxígeno o el hidrógeno? ¿De qué se componen? De quarks. De una partícula
elemental, surge todo. Todo.
De una vibración nacida del soplo de una intención, sale el pensamiento que se hace palabra y la palabra se hace materia. Aquello de que pensar es crear, así es. La varita mágica.
Gracias por abrirme la
puerta aquél día, niña, y arrojarme al infinito de lo
pequeño. Gracias por estar absorta en tus pensamientos obligándome así a los míos. Gracias por la sonrisa que me despertó.
Gracias por pasarme la varita mágica.
Me acuerdo de ti cada
día, cuando con un pedazo de pan, saboreo el mundo.
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