Alba se sabía huérfana desde siempre. Su madre murió en el parto y su padre completó su orfandad un día después, largándose sin más. Sus diez años de vida le habían sucedido al lado de sus abuelos, Ernesto y Clara, con la piel tiznada de harina y el corazón pringado de amor, con olor a miel y sabor a ajonjolí tostado, de su abuela Clara. Vivían en una pequeña casa que compartía paredes con «El Horno de la Colina», una antigua panadería fundada por los abuelos de Clara. La casa era de un blanco discreto y sus paredes tan esponjosas que, cuando Alba era pequeña, sospechaba que estaba hecha de masa y que, en los días de mucho calor, se convertiría en pan. Pero su lugar preferido, sin discusión, era el horno y sus olores a levadura fermentada y a los dulces besos de coco de su abuelo Ernesto.
El horno, esbelto y laborioso, les recordaba cada mañana, con su aroma a pan recién horneado, a las campanas de la iglesia de San Antonio que era hora de llamar a misa. Y hoy, trece de junio, día de la gran fiesta del pueblo en honor a su patrón, el horno temblaba de orgullo al saber que su pan sería requerido por todo el pueblo, y que la iglesia y las campanas tendrían nuevamente que agradecerle su participación en el repiqueteo matutino. Ernesto atizaba y amasaba en silencio; la madera volaba hasta el horno, impulsada por un único deseo: contribuir a una buena horneada, mientras el agua y la harina se abrazaban para crear el mejor pan. Los hombros de Ernesto también se agitaban por momentos; ahora temblaban mientras se limpiaba la cara en las mangas de la camisa, ahora se aquietaban mientras suspiraba con ayes que no alcanzaba a controlar. Para él, no era un día grande.
Para Alba sí que lo era. Era trece, y ella, como cada trece de los últimos seis meses desde que Clara había desaparecido, esperaba su regreso. Como era su costumbre cada miércoles, había salido al amanecer en el barco de Juanillo, con sus cestas repletas de pan para repartirlo por la costa a aquellos que no podían trasladarse hasta el pueblo. Y ya no volvió. La búsqueda cesó; no había barco, ni Juanillo, ni Clara. La tormenta los borró. Ernesto lloró, pero Alba no; ella estaba segura de que su abuela volvería y con aquella esperanza había sobrevivido los últimos meses. El trece de cada mes, al despertar, esperaba ver a su abuela junto al horno como cada mañana, con aquel rico pan de miel y ajonjolí que le preparaba para desayunar. Temblaba al no encontrarla, pero la esperanza seguía intacta y se preparaba para la siguiente vez.
Hoy estaba segura de que Clara aparecería. La última semana había sido de las peores desde que su abuela no estaba. Todos los días Alba llegaba a clases llena de harina y sus compañeros le cantaban el corrillo habitual: ¡Yaaaa llegó! ¿quiénnnn llegó? Alba la tiznada, Alba la tiznada, Alba la tiznada. Clara la abrazaba antes de salir de casa y, con ese abrazo generoso, la llenaba de harina; acto seguido, y antes de que Alba pudiera resistirse, le daba dos golpecitos en la nariz con sus manos llenas de masa y le deseaba un día mágico. Si bien aquel ritual ponía alas en sus pies y alentaba su imaginación, también había originado su apodo “la tiznada”, y eso en aquel entonces la hacía sentirse especial. Ahora, el grito de sus compañeros le parecía una declaración de guerra. Cuando Clara dejó de abrazarla y Alba empezó a ayudar al abuelo con el pan antes de salir a clases, también se llenaba de harina y, aunque parecía la misma de Clara, en realidad no lo era. Uno de esos días “peores” decidió untarse la nariz de masa, pero no funcionó. La harina y la masa de Clara tenían magia. “La tiznada” ya no la llenaba de orgullo.
Este trece de junio, día del patrón de los pobres, de quien todo lo encuentra y para sus abuelos el santo de los panaderos, sería el trece definitivo. Su abuela siempre decía que el santo nunca la había defraudado, pero había que pagarle con buen pan, porque eso era lo que a él más le gustaba. Así que Alba llegó al horno más temprano que de costumbre; prepararía un pan con miel y ajonjolí, como el que le hacía su abuela, y lo llevaría a la iglesia.
—Abuelo, ¿me enseñas a hacer un pan especial? —gritó mientras entraba corriendo al horno, haciendo que Ernesto diera un respingo.
Ernesto la condujo hacia la mesa de trabajo y le mostró cómo medir los ingredientes, cómo mezclarlos y, sobre todo, cómo manejar la masa entre sus dedos.
—Tienes que amasar con cariño, Alba, como si la masa estuviera viva —le dijo su abuelo—. La masa lo sabe; sabe si la tratas con amor. No intentes engañarla, porque cuando la saques del horno, ella te dirá cómo la amasaste.
—Quiero que este pan sea especial, abuelo —dijo Alba mientras seguía amasando—. Quiero que sea un pan que haga feliz a San Antonio.
—Entonces lo será, Alba. Lo será.
Y así, Alba amasó, lo sazonó con miel y ajonjolí, lo acarició con ternura y le susurró cosas que su abuelo no podía escuchar. Lo dejó reposar, sentada a su lado mientras lo veía crecer, como si la masa le hablara de promesas por cumplir. Cuando estuvo lista, la dividió y la volvió a dividir, una y otra vez, hasta que el horno, desbordado por tantas hogazas, apenas podía contenerlas. Ernesto sacaba panes del horno y hacía cálculos de los ingredientes usados y de los panes horneados, pero no atinaba a entender de dónde salía todo aquello.
—Abuelo, he seguido tus instrucciones; he amasado con amor y el pan nos está hablando —le aseguraba Alba, pero en su interior sabía con certeza que San Antonio estaba detrás de aquella hazaña. El horno, orgulloso, les contaba a las campanas que horneaban un pan especial, con aquel olor que prometía traer de vuelta lo perdido, y ellas marcaban las horas al son de su vanidoso amigo.
Hornearon toda la mañana, llenando las cestas de la panadería con el pan de miel y ajonjolí de Alba. Y cuando el lustroso y crujiente pan estuvo listo, lo entregaron en la iglesia a los pies de su patrón, agotados, pero con el alma rebosante de alegría, sabiendo que el santo estaría agradecido.
Cuando regresaron a la panadería, vieron cómo el horno palpitaba con una luz interior que proyectaba sombras sobre las paredes de la iglesia. El pueblo, congregado en un murmullo, rodeaba el horno como si presenciaran un milagro. Y las campanas repicaban vigorosas. En el centro de aquella luminaria, una figura hermosa se erguía, envuelta en un resplandor cálido y suave. Era Clara. San Antonio había escuchado las súplicas de Alba y Ernesto, respondiendo con un milagro. El horno, como un altar sagrado, había sido el conducto a través del cual la gracia divina la había traído de vuelta y, con su corazón de fuego, había obrado una alquimia inexplicable sobre Clara.
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