Es difícil expresar con palabras este estado de ingravidez en el que me encuentro en este momento. No hay dolor. No hay rencor. Ni siquiera hay recuerdos. Calma, sólo la calma que en estos momentos me ofrecen: mi cigarro habano, mi vaso medio vacío de Whisky de malta, los acordes del piano de Bill Evans, y lo único que no está bajo mi control, el aplauso que me confieren las verdes hojas de ese viejo árbol a través de mi ventana. Es curioso que a tan pocos metros de distancia vivamos en hábitats tan distintos.

Pero en esta vida todo tiene su momento, quiero pensar que no llevo las mejores cartas en esta mano, aunque la partida no acaba aquí, hay que seguir jugando. Solo pido, para la próxima mano el comodín de la muerte súbita. Mi último y gran momento vital en este juego que es la vida.

Ya viví hace unos años una muerte lenta y dolorosa. No quiero pasar por ahí. Me aterroriza, más que mi desaparición, más que mi sufrimiento, la agonía a la que pueda arrastrar a mis seres queridos.

¿Qué mejor forma que acabar mis días, absorto entre aromas y aplausos?

La naturaleza es muy caprichosa, entre ellas la humana.

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