EL GUARDIÁN DEL PORTAL
Crecí derecho y espigado, alto para mi edad, seguro entre mis mayores. Me gustaban los espacios abiertos y el suelo verde, donde la luz del sol se dejaba caer lánguida unas veces y abrasadora otras. Nunca viajé a ninguna parte, pues eran muy fuertes las raíces que me unían al paisaje conocido y a su gente.
Tuve la suerte de vivir al borde del sendero por donde viajeros y peregrinos traían y llevaban las buenas nuevas forjadas en otras tierras.
Me acostumbré al devenir de las estaciones y a ser testigo silencioso de escaramuzas y emboscadas al pie del camino, pues bien sabido es que la criatura humana es caprichosa, interesada y vengativa y a menudo comete errores que causan daño en el destino de otros.
En las épocas de paz veía a los hombres sembrar la tierra peinada con surcos anchos y celebrar la abundancia de las cosechas libando con los suyos el fruto de la vid.
El solsticio de verano con sus hogueras y cánticos ancestrales nos unían en una hermandad creada de energía y de materia, de magia y de conocimiento. Convivíamos con dioses y demonios empeñados en fabricar rosarios de almas.
Me gustaba el canto de los pájaros y el susurro del viento en el desfiladero. El mismo viento que pasaba zarandeando ramas como un guerrero altivo, espantando tórtolas y ardillas, despertando al búho de su sueño.
Cuando la criatura humana que fue nómada se asentó en un lugar y echó raíces, quiso una vida larga junto al fuego y olvidó el nombre de sus dioses más vengativos y sanguinarios. Se quedó solo con la bondad del Único y allí mismo le construyó una casa, y la llamó ermita.
La criatura humana hizo del dios uno de los suyos y lo trató de Padre para descansar en su amoroso regazo el peso de sus tribulaciones. Y su memoria común se hizo más grande, alimentada por ritos y leyendas.
El tiempo es para mí solo una circunstancia.Y la naturaleza humana otra forma de vida a la que continuamente hay que justificar.
Dicen de mí que soy un árbol. Vivo con mis hermanos, algo apartado del resto de parientes: las encinas, los pinos, las hayas y abedules que crean en el bosque la sombra, el abrigo y la espesura. Desde hace siglos estoy obligado a contemplar el término de su efímera existencia.
Algunos me conocen como árbol de tejo. Fui bendecido con una vida larga, por eso soy un árbol milenario.
A tres cosas le temo: el hacha del leñador, la fuerza del rayo y el asedio del fuego. Conservo mis recuerdos almacenados en los huecos y anillos de mi tronco.Y los de otros, tatuados sin respeto en la rugosa piel de mi corteza.
Cuando era joven aprendí a ser generoso. De mis ramas y hojas forjaron los druidas sus cayados, las ninfas sus diademas, los pastores sus varas. De mi ser han salido arcos y lanzas, figuras talladas,y piezas de instrumentos musicales.
Me llaman árbol de la Vida y la Muerte porque tengo el veneno que ayuda al suicidio y la enzima capaz de curar la enfermedad mortal llamada cáncer, una de las favoritas de la Muerte. Dicen que soy un árbol mágico. Pero la magia es un don perdido en el pasado, tras las puertas de un olvido largo y una ignorancia extrema.
Rodeando mi tronco hay guirnaldas tejidas con sueños y sueños transmutados en realidades. Bajo mis ramas reposan las historias de besos refrendados con promesas, de niños convertidos en ancianos y de generaciones aventadas como polvo del camino.
Cada comienzo de otoño oigo los cánticos que se elevan desde la ermita que ahora llaman Capilla de San Miguel. Pero en el día de hoy algo me despierta de mi duermevela. Acaba de llegar una alargada máquina rodante. De sus tripas salen con lentitud un buen número de criaturas humanas que se hacen llamar por el nombre de su tribu: Tercera Edad.
Se sientan en los bancos de madera, bajo la generosa sombra de mis ramas y hablan y hablan sin reparo, ignorantes de que soy fino de oído. El más anciano de ellos, a quien yo muy bien conozco, comienza a contar una historia muchas veces escuchada por niños y mayores.
La historia dice así:
“Cuando yo era joven venía con mi padre a pie, a esta romería de San Miguel. Recuerdo que aquél mes de septiembre de mis siete años fue especialmente caluroso. Tuvimos que viajar de madrugada y atravesar la vega campo a través para luego adentrarnos en el bosque. Era una noche sin luna, oscura como boca del infierno. Padre iba primero apartando con su cayado las zarzas y ramas, tan tupidas, que nos obligaban a buscar el sendero a cada paso. Yo iba detrás, muerto de miedo. No me creeréis lo que voy a decir. Durante todo el trayecto sentí una mano helada que me arañaba el cogote y un aliento apestoso cerca de mi oído. Los arbustos y ramas que tocaban el suelo se enredaban como lianas atrapando mis pies en un intento de no dejarme ir. Grité en una ocasión tras caer sobre el lecho de hojas y raíces, y padre, que era hombre alto y robusto, me alzó sobre sus hombros temeroso de perderme en la espesura.
Después de nueve leguas de camino llegamos a la ermita para oír la primera Misa al filo del amanecer. Delante del altar recé con las oraciones aprendidas de mi madre, pidiendo el favor de Dios para volver sano y salvo y prometiendo a cambio acudir siempre a presentar respetos. Y así ha sido los últimos setenta y cinco años.
Cuando terminaron los oficios padre y yo nos sentamos en este mismo sitio, apoyando la espalda contra este mismo tronco de árbol y mientras comíamos un frugal almuerzo de pan con queso le confesé lo que me había ocurrido.
Entonces padre me contó una historia sobre un árbol que era inmortal, amigo de chamanes y de druidas, al que llamaban guardián del Portal entre la Vida y la Muerte. Que algunas almas, temerosas de transitar por los senderos del Inframundo, pedían su protección durante el trayecto. El árbol, generoso con todos, permitía tomar un brote de sus ramas que los familiares ponían en el bolsillo del difunto, para que fuese a salvo de brujas y espíritus caprichosos.
—¿Y si el difunto no tenía bolsillos? —pregunté a padre con la lógica de mis siete años.
—Pues se lo ponían en su mano izquierda, con el puño bien cerrado — me contestó
—¿Y dónde está ese árbol mágico? — pregunté de nuevo.
— Aquí mismo está —respondió él— poniendo esta sombra fresca sobre nuestras cabezas. Se llama árbol de tejo.
—¿Este árbol es un tejo? — insistí incrédulo, mirando el árbol viejo, más alto que una cucaña y maltratado por muchos inviernos.
—Eso mismo —respondió él —Aquí me senté con mi padre siendo niño, y el padre de mi padre con el suyo, y antes con otros muchos de nuestro linaje, porque este es un árbol milenario.
Después, padre se recostó y haciendo una almohada con su chaqueta se quedó dormido dejándome con mil preguntas sin respuesta.
Me levanté para acercarme a una de las ramas, corté con cuidado uno de los brotes y lo guardé en el bolsillo de mi camisa de gastado mahón que ya había pasado antes por dos de mis hermanos mayores.
Me preguntaba si el tejo milenario tendría nombre propio, como yo, y cúal sería, o si cada generación le daba el suyo que se iba añadiendo a los demás como un alias interminable, lo mismo que ocurría con los nombres de reyes poderosos.
Como nunca he sido de robar, ni siquiera manzanas cuando el hambre apretaba, a cambio del brote de su rama dejé para el árbol una piedrecilla lisa en forma de pájaro que había encontrado en la orilla del río, entre los álamos y que era mi favorita.
Durante setenta y cinco años he regresado aquí cada romería, a tomar mi brote y dejar mi regalo. Y siempre he tenido la certeza de caminar a salvo por cualquiera que fuese la senda de mi vida.
En mi cartera traigo el último tributo.
Cuando el anciano termina de contar la historia, todos quedan en silencio pensativos.
—¿Y dónde están escondidas las ofrendas? — pregunta al rato otro de la tribu.
El anciano se levanta entonces y me busca las cosquillas entre los pliegues y oquedades del tronco hasta dar con los regalos que atesoro con cariño, pues nunca antes hubo criatura humana que se acercara a mí a no ser para robar o maltratar.
Después de mostrarlos a los demás los devuelve de nuevo al escondrijo acompañados del último regalo: una semilla de baobab que su nieto, un marino mercante le trajo de la isla de Madagascar.
El anciano presiente el fin de su tiempo terrenal y me ha pedido que lo acompañe en el angosto paso, para no ser juguete de los demonios caprichosos que entretienen su tiempo molestando a todos los viajeros sin retorno.
Él es mi buen amigo, en realidad el único. Durante toda su vida se dedicó al oficio de escritor, que es algo así como un contador de historias. Con su palabra escrita ha hecho entender a las otras criaturas humanas lo valiosa y lo frágil que es mi especie y todas las especies vegetales y animales que conviven en delicado equilibrio en la exhuberante naturaleza de este mundo. Le estoy agradecido.
Y si mi voz fuese algo más que el susurro de mis ramas le diría que, allá donde vaya, no se olvide que la experiencia de nuestra vejez está fundamentada en la intensidad con la que trabajamos por nuestros sueños, y que los más grandes pertenecen, sin duda, al tiempo irrepetible en el que fuimos jóvenes.
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