Todos tenemos historias que contar, unas más interesantes que otras. En mi caso el «pan» como tal, puede que haya sido el «pan de cada día» directa o indirectamente; como no, toda historia tiene su pequeña presentación.

No diré mi nombre, pero si puedo decir que curiosa es la vida, cuando en mi actual trabajo todos mis compañeros me llaman «panadero». No es que lo haya sido ni mucho menos, no me canso de repetirles «Chicos, yo solo lo repartía». Pequeños detalles graciosos que te da la vida, al final el pasado por mucho que uno no quiera te persigue.

Y así es, me levantaba a las 4:30 de la mañana. Cogía mi furgoneta y me dirigía rumbo a la panadería, comenzaba mi jornada laboral. Muchos diréis, que arduo trabajo el del repartidor, que pronto se despierta uno. Pues puedo asegurar que peor lo tenían los obradores de pan. Horarios que comienzan a la 1 o 2 de la madrugada, pobre repartidor decíais… 

Tengo bonitos recuerdos aunque parezca que poco se puede sacar de una panadería. Es verdad que solo lo repartía, pero he estado en las entrañas de esta curiosidad y necesaria industria. Acogedora y resguardada del frío invierno, Calurosa y asfixiante durante el cálido verano. El pan, ese arma de doble filo. 

Mi jornada de trabajo comenzaba cargando todos los sacos de la primera ruta, 5 minutos para tomar un café y un delicioso croissant cortesía de la empresa. Siempre que entraba lo primero que me llamaba la atención, era ese peculiar aroma a pan recién hecho. Más en su interior todo eran risas, frentes sudorosas y música de fondo para amenizar las horas elaborando pan. Hornos repletos, cortes para que respirasen, manos embadurnadas de harina para amasarlo. Pasteles por aquí, magdalenas por allá, bandejas repletas de croissants por el fondo… Tengo que decir que definitivamente mi debilidad es el pan brioche, tan esponjoso y dulce. Podría estar citando una infinidad de tipos de pan, confitería y demases derivados que he llegado a ver, pero entonces este texto se haría infinito. 

No solo ha marcado mi vida laboral, también tengo unos cuantos buenos recuerdos de mi infancia. Tanto en mi mente como en mis papilas gustativas. Jamás podré olvidar, los enormes donuts que mi abuelo solía traer en la mañana, como no, repletos de azúcar glaseado. Tiernos y mullidos, daría lo que fuese por poder saborearlos una vez más. Tampoco puedo descuidar las empanadas a la hora de la merienda, de eso se encargaba mi abuela. Esa masa de hojaldre rectangular, crujiente por fuera, sabrosa y jugosa por dentro. Me encantaba la que estaba rellena de bonito, pimiento, tomate y algún ingrediente más que puede que se me escape. He probado muchas más, pero esa era mi favorita. La comía hasta reventar. 

Sé con certeza que nadie puede rechazar el currusco recién hecho del pan, su peculiar y placentero olor. Yo me decantaba por la barra poco hecha, soy de ese porcentaje raro de la gente. Otra debilidad que tenía, era «vaciar» digamos, las barras de pan. Con esto quiero decir que, devoraba la miga de pan sin ton ni son. Una buena miga de pan similar al algodón es irresistible, ¿O me equivoco?

Sé que puede que no sea la historia más interesante, la más metafórica o con cambios de guión que hayáis leído.  Pero es algo que con el paso de los años, lo recuerdo con una sonrisa en mi rostro. Y por eso la quiero compartir con todos vosotros.

Es curioso pero, ¿A qué recuerdos del pasado te hace volver una simple barra de pan?

A mi aunque parezca ficticio, a momentos felices de mi vida. 

«Esa rica fragancia a pan recién hecho por la mañana».

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