Voy a intentar explicar lo que me sucedió el otro día. Es posible que no puedan o no quieran creerlo, sin embargo, me siento comprometida a contarlo. La verdad es que tampoco sé cómo relatar este hecho, puesto que resulta bastante ilógico. Así que he decidido hacerlo del modo más simple; comenzaré por el principio y luego todo se irá hilando.
El asunto es que el martes a la tarde fui a la casa de mi novio. Mejor dicho, fui a su departamento, el séptimo “C” para ser exacta. Llamé al portero desde la planta baja y me atendió con su voz serena y grave. Por ese entonces, me encantaba escuchar su voz, sea incluso a través del portero o del teléfono. Me abrió al instante y me dirigí al ascensor que, por suerte, estaba disponible en la planta baja. El corto trayecto ascendente fue suficiente para arreglar aquellos detalles que solemos hacer las mujeres. Frente al espejo, me acomodé el cabello, arreglé las imperfecciones de mi jersey y me alisé el pantalón, allí donde habían quedado las arrugas por ir sentada en el taxi.
Cuando llegué al piso, mi novio ya me estaba esperando. Lucía hermoso, como siempre, con su cabello negro y rebelde, sus ojos negros que reflejaban una mirada intensa y, lo más lindo de todo, su altura; con la que llegaba casi al marco de la puerta. Me acerqué con paso resuelto y nos dimos un beso. Me gustaba que él tuviera que encorvarse un poco para eso, no es que yo sea de estatura baja, pero él es bastante más alto. Desde el jueves que no nos veíamos y aunque habíamos mantenido contacto por teléfono, siempre es mucho más agradable verse en persona, hablarse de cerca, tomarse de la mano, charlar un poco y todas esas cosas.
Pasé a su departamento. Serían para ese entonces las nueve de la noche. Habíamos resuelto la cena con un delivery, puesto que los dos habíamos estado ocupados con las actividades del día. Después de decidir lo que íbamos a cenar, que, por cierto, terminó ganando el Sushi, nos sentamos en el sillón para cenar y conversar un poco. Él encendió el televisor y puso uno de esos programas de fútbol. La verdad no es que eso me importara, para mí no tenía mucho sentido ese deporte, pero tampoco podía quejarme diciendo que él no me prestaba atención. Casi siempre charlábamos mientras que el programa quedaba en segundo plano. Solía dejarlo encendido, como quien deja algo de fondo para ocupar silencios o tal vez como un hecho de compañía. A mí eso me daba igual puesto que no afectaba a nuestro momento de compartir. Claro el programa dejaba bastante que desear, así como sus ocho panelistas que siempre discutían las mismas cosas y que parecían empecinados en levantar la voz por cualquier tontería, como si se tratara de orangutanes golpeando sus pechos para ver quien tenía el rugido más fuerte.
Pero quisiera volver a la historia en cuestión, puesto que no era el programa de televisión lo que resultó extraño. Estábamos en eso, juntos, charlando sobre diferentes asuntos cuando de pronto me pareció ver algo debajo de la mesa ratona del televisor. En un principio pensé que se trataba de Titán, su perro boxer, pero mi novio lo había dejado en la casa de sus padres. «Me pareció ver algo debajo de la mesa», le dije. «No debe ser nada», respondió y siguió hablando de otros asuntos.
Mientras contaba lo que había hecho durante esos días —visitar a sus amigos, quedarse el fin de semana mirando una serie y hasta la mala onda que había tenido con su nueva compañera de trabajo—, escuché un ruido que provenía del mismo lugar. Sentada en el sillón me incliné y miré debajo de la mesita. Mientras él hablaba, me pareció ver una especie de sombra que, poco a poco, aumentaba su tamaño. «¿Qué estás haciendo?», me dijo. «Escuché un ruido». «¿Me vas a prestar atención o no?», protestó. «Sí, perdón, te escucho».
Trataba de seguir el hilo de la conversación. Cada tanto me esforzaba en dar alguna respuesta, pero me resultaba imposible concentrarme. Mi atención estaba debajo de la mesita del televisor. Había visto algo que, extrañamente, había aumentado su tamaño; no podía estar equivocada.
En medio de la charla me levanté del sillón y caminé hasta el lugar, me agaché y vi que una bola peluda de color negro estaba debajo. «¿Qué es eso?», le dije a mi novio. Él se acercó y lo miró también: «No lo sé, qué extraño», respondió. Sin pensar en los riesgos extendí mi brazo y tomé la cosa por el lomo. Era realmente fea, todo su cuerpo estaba cubierto de un pelo grasiento y espeso. En su rostro tenía dos pequeños ojos deformados, la nariz chata estaba desviada, la boca tenía unos labios gruesos y mostraba unos dientes afilados. Realizando un chillido suave, apenas perceptible, el bicho movía ligeramente los diminutos brazos y piernecitas. Intentaba liberarse, pero al estar sostenido por el lomo no podía. «¿Qué es?», preguntó mi novio. Me pareció una teoría irracional, una especia de locura sin sentido, pero había algo en mí que nunca fallaba. Si me preguntaran por cuál es la manera más efectiva con la cual me puedo relacionar con las personas, es mi intuición.
Para confirmar mi teoría le pregunté sin dudar: «Así que estuviste el fin de semana solo, y la nueva compañera de trabajo te pareció una pesada». «Ya te dije que sí», afirmó encogiéndose de hombros. La bola peluda pareció dar una especie de hipo y aumentó un poco su tamaño, pero lo curioso fue que solo crecía la parte redonda, que era su cuerpo, mientras que las piernecitas y los brazos le quedaban igual de cortas. «Creo que ya sé lo que es esto, y tú también lo sabes», le dije, esbozando una mueca de decepción. «No tengo idea de lo que es esa cosa», protestó él.
Acerqué el espécimen al suelo y lo solté para ver su andar, era realmente extraño. Cada tanto adquiría bastante velocidad, pero sus diminutas piernas no le permitían controlar sus movimientos. Chocaba contra todo lo que estaba a su alcance; la pared, las patas de las sillas, la mesa, incluso nuestros pies. Cuando se tumbaba agitaba sus bracitos y otra vez se ponía de pie, no duraba mucho tiempo porque en las andanzas se volvía a caer.
Estuvimos en silencio un corto tiempo. El único movimiento lo hacía la bola de pelos que seguía esforzándose por avanzar con sus diminutas piernas. «¿No vas a decirme nada?», dijo él, hermoso como siempre. La verdad es que no tenía mucho para decirle. Quizá notó la decepción en mi rostro, se acercó, lentamente, me tomó de la mano y me dijo: «No entiendo, ¿qué pasa?». Con tristeza preparé las cosas para irme y desde la puerta le respondí: «Lo que pasa es que eso es tuyo, es una mentira, y tiene las patas cortas».
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