Siempre iba vestida de negro riguroso, con un pañuelo cubriendo su cabeza, era una mujer callada, muy delgada, de carácter muy fuerte. Así era a grandes rasgos mi abuela Mercedes. De hecho, ser fuerte fue su única opción, enviudó joven con seis hijos pequeños a los que debía sacar adelante, y lo hizo… vaya si lo hizo.

Vino a Madrid siendo una chiquilla desde un pequeño pueblo de la provincia de Lugo, aquí conoció a Ángel «el pescadero», pasó casi toda su vida en Madrid, pero jamás perdió su marcado acento gallego. Los nietos, a duras penas, entendíamos la mitad de lo que nos decía nuestra querida abuela.
Cuando estábamos todos jugando en la calle, la veíamos salir, siempre puntual para acudir a la misa de las siete y media en la parroquia de nuestro barrio.
-«Abuela ten cuidado al cruzar la calle»; la decíamos todos mientras la abrazábamos.
-«No os preocupéis por mi, los conductores ya me ven»: nos decía tan dada a cruzar la avenida principal sin mirar ni a un lado, ni hacia el otro.
Me gustaba estar con ella, recuerdo cuando se quitaba el pañuelo negro que cubría su cabeza para irse a la cama y quedaba al descubierto su larguísima melena de cabello blanco trenzado en un moño bajo. Entonces, cambiaba sus ropas negras de luto riguroso por un camisón blanco que la llegaba a los pies y se despedía de mí hasta el día siguiente, esa imagen de mi abuela la recordaré siempre.
Pero había algo, un hecho del que guardo especial recuerdo, y creo que fue el inicio de mi afición por la escritura.
En ocasiones me llamaba para escribir una carta a su familia, la cual seguía residiendo en Galicia, era una situación «tensa» y más con el carácter que tenía la señora Mercedes. Mi abuela pasó casi toda su vida en Madrid, pero como ya dije su marcadísimo acento gallego, no lo perdió nunca, resultaba casi imposible entender nada de lo que decía. Me sentaba a su lado lo más próximo que podía a ella para intentar descifrar sus palabras, cogía bolígrafo, papel, afinaba el oído y me esforzaba por interpretar algo de lo que mi abuela me dictaba.
«Querida familia, espero que al recibo de estas cuatro letras os encontréis bien de salud, nosotros bien gracias a Dios»; así empezaban todas y cada una de las cartas que escribía, todos y cada uno de los días del año. Hasta ahí, no había el mayor problema.

Luego empezaba a dictarme palabras de cariño hacia sus hermanos y sobrinos, palabras que yo era incapaz de entender… y a partir de ahí, dejaba volar mi imaginación.
Mientras que mi abuela dictaba, yo inventaba. A veces, cuando me quedaba «en blanco», me llamaba la atención. «Repite, abuela, por favor»; la decía. Yo seguía sin entender nada, pero en el inciso ya se me había ocurrido algo más que escribir a esas personas a las que desconocía por completo.
Cuando la abuela Mercedes terminaba de dictarme llegaba el momento más temido por mi; «Ahora, querida nieta, léeme la carta a ver como ha quedado». Yo la leía, ella me miraba muy fijamente mientras tanto, y al final, siempre me daba su aprobación. «Todo perfecto, la metes en el sobre, la pones el sello y la llevas al buzón para que llegue cuanto antes».
Si, definitivamente las cartas que escribía para mi abuela creo que fueron mis primeros «relatos inventados». Y tal y cómo leía sus cartas para que me diese el visto bueno, ahora cada vez que escribo una historia, la leo y la releo en voz alta, ya no esperando su aprobación, simplemente deseando que me escuche.
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