Madre nos decía que estuviéramos quietas. Éramos muchas, demasiadas. Nos poníamos unas encima de las otras; nos aplastábamos para que otras pudieran pasar: todo era a oscuras.

A veces había procreación. Padre se encargaba de ello… Él mismo nos daba agua y comida, solo carbohidratos y un poquito de proteína. Los echaba dentro por un lado del cubículo y se difundían en cadena hasta el fondo. Luego volvía a encerrarnos y madre le daba las gracias. Solo ella tenía palabra, «m… madre».

Yo estaba cosida por la barriga junto a hermanita. Nos frotábamos, grasientas. Era difícil saber dónde acababa una y dónde la otra. Tiritábamos junto a nuestras hermanas, muchas también cosidas a pares.

Un día notamos que la estancia se movía. Escuchamos un ruido, un motor, y padre nos echó a un estanque hundido, como una balsa de purines. Rodamos como cerezas: cosidas y castañeteando. Todas directas al agua.

–¡Aficionado! –le gritó madre.

–Nadad, bebed… por fin sois libres queridas. –nos dijo a nosotras. 

«M… madre» era una auténtica gurú de la vida y de la creación: le debíamos tener nombre y que padre nos echase tantos polvos. Y el agua, sobre todo el agua.

Hermanita y yo nos pusimos a nadar, pero nos lo impedía la sutura. Flotábamos, eso sí, pero la sutura nos tiraba. Pasó poco a poco: entrar en calor, que todo fluyera otra vez… conseguimos desgarrarnos una de la otra. Quedó una parte de nosotras en el agua, como de ninguna. 

–¡Somos libres! –le dije. Pero pronto la perdí de vista, y se volvió una más.

Algunas respiraban como sapos, bebían, y todas nadaban en un mismo sentido. Parecíamos patitos de plástico, los de las ferias, arrastradas por un pequeño remolino. Dábamos vueltas y más vueltas; nos hundíamos un poco y emergíamos otra vez.

Entonces, una chapa de partículas se deslizó por la ladera, constante. Se mezcló con el agua y formó una papilla: padre nos regaló un banquete. Ahora nadábamos y comíamos. Pero esa mezcla empezó a producir eructos y, al rato, parecíamos un coro de ranas. 

Al cabo de minutos, todo el estanque era una masa lodosa y nosotras no parábamos de entonar. Madre estaba distinta, dispersa, pero padre llegó para cuidarnos, o eso pensé. Fue ese tono anaranjado tan familiar y el calor fecundo que nos daba con él.

–¡Soplad! ¡Soplad! Padre os proveerá. –dijo madre.

Y ahí estábamos todas soplando, a ver si cebábamos su deseo. Con muchos desgarros y más eructos todavía: madre tenía razón. Yo di las gracias por una vida fértil, sobre todo a «m… madre», pero también a padre: «Te quiero». Y, poco a poco, terminamos todas como setas: pringosas y arrugadas. Entonces sucedió algo que no me esperaba, algo que se venía cociendo, hacía rato, desde algún rincón de mí. Sentí que me rompía por dentro y que jamás volvería a ser la misma; que era tarde para mí y también para mis hermanas: que ya estábamos muertas. Y en poco tiempo así fue, pues acabamos cementadas en ese estanque infernal. Muertas y cementadas. 

Madre se quedó paralizada, abrazando y amasando nuestros cuerpos. Solo resistía ella, que no lo conseguía entender. «Fue papá con su masa, madre. Él nos mató, ‘m… madre’, e hizo bien.» 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS