Hace días que a mi amo lo noto extraño y, si bien es verdad que no logro comprender del todo el mundo insólito en el que vive su especie, podría decir que hoy ha tenido el peor de sus días.

Por la mañana temprano discutió con uno de sus socios, aunque no sé por qué lo llama así ya que nunca los vi juntos moviendo la cola; «¿Qué clase de socio es alguien que no te mueve la cola?». Yo suelo tener muchos en el barrio y puedo asegurarles que mover la cola es uno de los principios fundamentales de una sociedad.

Después de hablar con su extraño socio, mi amo anduvo como si le hubieran entrado las pulgas. Anduvo de acá para allá como un loco, mostrando los dientes y gruñendo a quien se le cruzaba. Yo intenté acercarme para acompañarlo, pero no tuve posibilidad puesto que me sacó al patio diciendo que lo dejara de molestar. Cosas extrañas interpreta a veces mi amo, puesto que lo único que yo quería era ayudar y acompañarlo. Jamás se me ocurriría molestarlo.

Debo admitir que el patio de la casa es un lugar agradable. Tiene todo lo que adoraría tener cualquier perro. Unos buenos rincones y macetas para orinar. Algún que otro cacharro para morder y jugar. Y algunos espacios predilectos, como podrían ser el ángulo derecho del fondo del patio que es donde más horas da el sol, o la parte izquierda de la parrilla que es donde guardan leña, pero en la que queda un hueco por el cual meterse y que sirve para cubrirse del frío o la lluvia. Por supuesto, también está el espacio al que mi amo llama «mi casa». Un pequeño espacio de madera en el cual suelen estar mis mantas y que suele ser agradable para alguna que otra siesta, pero que en ningún momento yo llamaría mi casa. Que extraño suele ser mi amo que no comprende que mi casa es la misma que la de ellos, y no ese despilfarro de maderas al que llaman cucha.

Durante el primer rato tuve intenciones de hacer alguna de las mías, pero ni las mantas, el rincón donde da el sol o el refugio sirvieron demasiado. Tampoco me interesó morder los trastos o jugar con la pelota. Mi amo estaba extraño y yo sentía que necesitaba de mi compañía. Así que, a pesar de saber que no era algo que le gustara demasiado, me acerqué a la ventana de la cocina, y calcé mis patas delanteras en las rejas para observar lo que hacía mi amo.

Lo escuché ladrando con varias personas por teléfono. Sus ojos parecían desorbitados y en cualquier momento imaginé que comenzaría a largar espuma por la boca. Pensé entonces que tal vez le hubieran entrado los parásitos. Eso lo sé bien, porque cuando los tuve me habían puesto como loco. Pero al final, las personas le dijeron que era otra cosa. Le dijeron que había quebrado. Mi preocupación fue instantánea y no pude evitar largar un leve gemido de angustia, pero mi amo solo me hizo un gesto con la mano, al tiempo que me lanzaba una rabieta y me pedía que me bajara de allí. Al instante hice caso y con el rabo entre las piernas me fui para la cucha, pesando en qué parte se habría quebrado mi amo. ¿Quizá la pata delantera por ladrarle a la rueda de algún auto? Eso lo sabía porque le había pasado al danés que vivía en la otra esquina.

Después de la noticia, mi amo se echó en la cama, estuvo rabioso varias horas y nadie se le pudo acercar. «Quizá tenga un rico hueso con él y lo quiere ocultar», pensé. Al rato, cuando me dejaron entrar, olfateé la zona. No había hueso ni nada mi amo escondiera. Anduve husmeando en la habitación buscando respuestas. En verdad me quedé desconcertado. Mi amo no se rascaba el lomo, así que no eran pulgas. Tampoco se fruncía, por lo que no eran parásitos. Y ya se estaba levantando de la cama sin problemas, por lo que tampoco estaba quebrado.

Intenté acercarme para lamerle la mano y le moví la cola, pero en su bronca, y para mi angustia, me ignoró. Pasó caminando por delante mío y se metió en el baño. Nunca pude comprender por qué razón les agrada tanto el agua y peor aún caliente. Aunque bueno, a mi socio, el chihuahua, también le gusta bañarse. Por supuesto ese no es mi caso, no me gusta el agua y odio tener que darme sacudidas para secarme.

Durante el almuerzo, mi amo estuvo recostado en el sillón frente al televisor. Eso sí que estuvo bien, porque estar recostado es uno de los placeres más grandes del mundo. Pero el asunto grave fue que no se acercó a la mesa para comer; «¿Cómo puede ser que no coma?», me pregunté, puesto que comer es uno de los principios fundamentales de la vida.

Ladrar, ladró bastante. A su esposa, a los niños, a su secretaria, a su otro socio, pero ninguno le movió la cola. Debe ser triste que nadie te mueva la cola. Por la tarde volví a intentar lamer su mano mientras él estaba sentado en el sillón. Esta vez me dejó hacerlo, aunque no me presto demasiada atención. Así que, aprovechando la oportunidad, me eché a sus pies. Creo que la segunda parte no le gustó tanto porque me tiró una patada. Me quedé un rato mirándolo, tratando de comprender qué le pasaba, pero mi amo estaba absorto en el canal de la televisión gruñendo como rabioso mientras escuchaba el parloteo de un economista. Pasado un rato prudencial, me acerqué otro poco e intenté lamer su mano otra vez. Por segunda vez me tiró una patada. Me puse triste y me acosté en el rincón de la sala. «Mi amo no comió, por eso está así de mal», pensé.

Llegada la noche se mostraron los dientes con mi ama y dijeron que se iban a separar, no le encuentro nada raro a eso, porque la mayoría de los animales suelen juntarse en manadas y cada tanto alguno se va. «¿Pero con quién nos tocará vivir?» pensábamos los niños y yo, mientras volvía a intentar lamer su mano.

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