La casa del abuelo está edificada en medio de un prado que se extiende desde la carretera hasta el pinar que crece en el declive del terreno que llega hasta el río. Aquella carretera antiguamente se cruzaba con el camino que seguían los peregrinos que iban a San Andrés de Teixido, por el que «vai de morto quen non fou de vivo» y que pasaba justo por donde se encuentra la casa y seguía camino de la iglesia del pueblo, para continuar hasta el santuario unos cuantos kilómetros más allá (y en el Más Allá).
Ya antes de la muerte del abuelo quedó deshabitada y cerrada, abandonada paulatinamente por los hijos que se fueron yendo a otros lugares más o menos lejanos. Claro que en Galicia es difícil que un caserón de ese tamaño y tan a la vista no esté «okupado» por trasnos, meigas y fantasmas de todo tipo que multitud de caminantes solitarios juran haber visto.
Aquellos primeros días de septiembre habían sido bastante mejores que todo el mes anterior, en lo que se refiere al tiempo atmosférico y mi primo Roberto y yo estábamos en su apartamento de la playa, es un decir, para llegar a la arena teníamos que atravesar varios campos de cultivo (por los bordes, sin pisar lo sembrado) y bajar por un acantilado.
Aprovechando que el día se presentaba nublado y ventoso, Roberto me propuso visitar a una tía suya que vivía en una aldea cercana, a solo de camino campo a través, sin apenas pisar la carretera más de un par de tramos.
Dicho y hecho, armados de sendos bocadillos nos pusimos en camino. Por tratarse de Galicia no era necesario cargar con las cantimploras ya que el agua no iba a faltar, luego descubrimos que también sobraban los bocadillos.
A mitad de camino empezó a orvallar, justo a la vista de la casa del abuelo. Como arreciaba el viento y las nubes se tornaron más negras y amenazadoras, corrimos hacia la casa, que sabíamos cerrada, esperando guarecernos bajo algún alero del tejado. Llegamos a la puerta principal a la vez que el chubasco, pero allí no encontramos cobijo y dimos la vuelta alrededor de la casa hasta llegar a la entrada del porche trasero, cuya puerta solo estaba ajustada, sin cerrar.
Con todo tuvimos que aunar esfuerzos para mover uno de los portones lo suficiente para podernos introducir. Las bisagras oxidadas rechinaron lúgubremente en una inútil protesta por nuestra intromisión.
Nos quedamos unos instantes contemplando el temporal mientras nuestros ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad del recinto. Casi la mitad del espacio estaba ocupada por la antigua cuadra del caballo. En el centro, una puerta, comunicaba con el resto de la casa; esta sí que estaba cerrada. Un arcón de madera junto a la pared era la artesa donde se amasaba la harina y se dejaba reposar antes de introducirla en el horno, cuya boca se abría en la pared lateral sobresaliendo de la fachada en forma semicircular, con su correspondiente techo inclinado de pizarra.
La curiosidad nos impulsó a levantar la tapa de la masera, esperando encontrar algún tesoro oculto o como insinuó Roberto al mismísimo Conde Drácula.
¡Ñiiiii! gimió al levantar la tapa. Ante esta queja la soltamos vivamente dejándola caer con un golpe seco.
–¿Has visto algo?
–No ¿y tú?
–Tampoco
¿Qué íbamos a ver dentro de un cajón vacío? Volvimos al ataque y comprobamos que efectivamente el Conde seguía en Transilvania. Fijamos entonces nuestra vista en el horno, pero su interior quedaba tan oscuro que no permitía distinguir nada. Los restos de un periódico amarillento, varios años atrasado, nos proporcionó la solución: formamos un rollo con el papel y le prendimos fuego -ambos éramos fumadores precoces- al introducir la llama dentro se iluminó toda la bóveda de ladrillos refractarios, admirablemente alineados, formando una semiesfera perfecta, sin fisuras.
Toda la casa y sus complementos la había construido nuestro abuelo con la ayuda de sus hijos mayores, el padre de Roberto entre ellos. Era de admirar que sin planos ni arquitecto y tan solo por su oficio hubieran hecho una obra tan perfecta, como se podía apreciar en todos sus detalles, como aquel horno para cocer pan que estábamos contemplando.
Mientras recordábamos al abuelo con nuestros comentarios se fue extinguiendo poco a poco la llama del papel que habíamos echado al interior del horno. En ese momento, cuando solo humeaba un pequeño rescoldo, notamos como unas manos acariciaban nuestras caras.
Lanzamos un grito y caímos de culo sobre el suelo de tierra pisada.
–¿Qué ha sido eso? X 2.
Seguíamos en Galicia, lo más fácil era achacárselo al espíritu de nuestro abuelo, pero ya a punto de acabar el bachiller no podíamos conformarnos sin buscar una explicación racional. Al elevar la vista esperando que la inspiración bajara del cielo, descubrimos la explicación científica: de las vigas del techo colgaban multitud de murciélagos, de lo que deducimos que alguno más dormilón, en busca de oscuridad más densa, dormía en el antiguo horno; más por el humo que por la tenue luz de la llama, había, había huido entre nuestras cabezas, acariciando nuestras caras con sus alas viscosas.
Ya repuestos del susto, aunque no del todo convencidos, volvimos a mirar como llovía, sin dejar de vigilar por el rabillo del ojo nuestras espaldas.
Entonces vimos aparecer por el camino de San Andrés de Teixido una hilera de luces temblorosas, como de cirios encendidos que bajaba en procesión por la montaña hacia la casa. No esperamos a comprobar no era la «Santa Compaña» nuestros propios pies nos golpeaban el culo mientras corríamos sin descanso ni mirar atrás y haciendo caso omiso a las voces de los árboles que mecidos por el viento nos llamaban por nuestro nombre:
–Rooo-beeer-too…
–Aaaann-tooo-niooo…
(Los nombres de los personajes protagonistas son imaginarios. Todo lo demás, no).
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