Cada mañana, antes de que el sol despierte del todo, camino hacia un pequeño rincón en el barrio, donde el aroma a café recién hecho se mezcla con el de la masa fermentando. Allí se encuentra «Entre Teleras y Letras: Un Taller Capitalino», un lugar que no es solo una panadería ni un simple taller de escritura, sino un espacio donde manos y mentes se entrelazan en un ritual compartido. Amasamos harina y palabras, moldeando con paciencia lo que alimenta el cuerpo y el alma.
Al llegar, me encuentro siempre con Pedro, el panadero principal. Nos saludamos con una mezcla de complicidad y respeto, sabiendo que, aunque nuestras labores parezcan diferentes, en el fondo compartimos la misma esencia: la creación. Mientras él mide con precisión la harina y el agua, yo abro mi cuaderno, dispuesto a dar forma a ideas que todavía son una masa informe de pensamientos.
Pedro, con su voz cálida y firme, me ha dicho más de una vez que el secreto de un buen pan está en la mezcla, en dejar que la masa repose el tiempo necesario para alcanzar su punto exacto de fermentación. «Es igual que con las palabras,» me recuerda siempre. «Hay que dejarlas reposar, que crezcan por sí solas, y luego amasarlas con fuerza y dedicación para darles la forma adecuada.»
Lo escucho y sonrío, porque sé que tiene razón. Recuerdo mis primeros días intentando escribir, cuando forzaba las ideas, impaciente por verlas plasmadas en el papel. Ahora entiendo que escribir, como hacer pan, requiere tiempo, paciencia y, sobre todo, amor por el proceso.
Por las tardes, cuando el sol comienza a descender y las calles se tiñen de tonos dorados, entre teleras y letras se llena de vida. Los vecinos acuden a comprar el pan del día, pero también para compartir historias. Nos sentamos juntos, el pan aún caliente en nuestras manos, y leemos en voz alta los relatos que surgieron durante la jornada. Es en estos momentos cuando la magia del lugar se hace palpable: el pan crujiente y cálido acompaña las palabras que fluyen de nuestros cuadernos.
El aroma del pan recién horneado se mezcla con el de la tinta, creando una atmósfera que envuelve a todos en una sensación de hogar y pertenencia. Los relatos que amasamos durante el día ahora son compartidos, como una hogaza que se desmenuza para ser disfrutada en compañía.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que escribir, al igual que hacer pan, no es un acto solitario. Es un trabajo en el que la comunidad juega un papel esencial. Las palabras, al igual que el pan, están destinadas a ser compartidas, a ser parte de una mesa donde todos se sientan y disfruten del fruto del esfuerzo colectivo.
Pedro y yo, cada uno en nuestro oficio, comprendemos la importancia del detalle, de la precisión en el trabajo. Pero también sabemos que, en última instancia, lo que realmente importa es el amor que ponemos en cada gesto, en cada palabra, en cada hogaza que sale del horno.
Un día, inspirado por los consejos de Pedro, decido probar algo diferente. Abro mi cuaderno y mezclo fragmentos de historias que había dejado reposar durante meses. Las amaso con cuidado, les doy forma, y finalmente, las comparto con los demás en una de esas tardes entre teleras y letras. El relato que surge es una mezcla de recuerdos, de sueños no cumplidos y de momentos de alegría, todos envueltos en una prosa suave y cálida, como la corteza dorada del pan.
Al terminar de leer, el silencio que sigue es profundo. No es un silencio incómodo, sino uno que se produce cuando algo toca el corazón de quienes escuchan. Levanto la vista y veo en los rostros de mis compañeros la emoción que solo se siente cuando algo auténtico ha sido compartido.
Pedro, con sus manos aún cubiertas de harina, aplaude con entusiasmo. «¡Eso es! ¡Así se amasa una historia!», exclama. Y en ese momento, me doy cuenta de que nuestra labor es muy similar. Ambos trabajamos con materiales simples: harina, agua, sal, levadura; palabras, ideas, emociones. Ambos enfrentamos la incertidumbre de no saber si el resultado final será el que esperamos. Hay días en los que la masa se resiste, en los que las palabras no fluyen, pero seguimos adelante, confiando en el proceso, en esa rutina casi sagrada que nos permite crear.
Pedro me cuenta cómo cada día es diferente a pesar de seguir una receta. A veces la harina está más seca, otras veces la humedad del ambiente altera la fermentación. “No importa cuántas veces hayas hecho el mismo pan, siempre hay que estar atento, sentir la masa entre los dedos”, me dice. Sus palabras resuenan en mí, recordándome que escribir también es un arte cambiante, un proceso que requiere estar presente, sentir el peso de cada palabra y ajustarla según las circunstancias.
Recuerdo las veces en que, sentado en mi escritorio, me he encontrado con el papel en blanco, sintiendo la misma ansiedad que imagino Pedro debe sentir cuando una masa no fermenta como debería. Hay que seguir adelante, amasando con las manos, con la mente, con el corazón, hasta que las ideas empiezan a tomar forma, hasta que el pan empieza a levantarse.
En esos momentos, cuando todo parece ir en contra, es cuando más entiendo lo que significa ser constante. Es fácil escribir o amasar cuando todo va bien, cuando las ideas fluyen o cuando la masa es dócil. Pero es en los días difíciles, cuando cada palabra es una lucha, cuando cada pliegue de la masa parece una batalla, que realmente se pone a prueba nuestra pasión y dedicación.
Hay una cierta humildad en ambos oficios, una aceptación de que no siempre seremos perfectos, de que a veces el pan saldrá un poco quemado, o las palabras no encontrarán el tono adecuado. Pero también hay una gran satisfacción en saber que, a pesar de las imperfecciones, hemos creado algo con nuestras manos, con nuestro esfuerzo. Algo que, aunque simple, tiene el poder de nutrir y de tocar el corazón de alguien más.
Y es en ese punto, al final de un largo día, cuando veo a Pedro sacar los panes dorados del horno, que siento una profunda conexión con mi propia labor. Las primeras líneas del día, como el primer pan de la mañana, pueden no ser perfectas, pero son el resultado de un trabajo constante, de una pasión que nos impulsa a seguir creando, a seguir buscando esa chispa de perfección en medio de lo cotidiano.
Así, entre el olor a pan recién horneado y las palabras que llenan mis cuadernos, entiendo que no hay gran diferencia entre lo que hacemos. Ambos creamos en nuestro taller, ambos damos forma a lo informe, ambos buscamos en cada día una pequeña victoria contra el caos. Al final, el pan y las palabras son nuestras maneras de tocar el mundo, de dejar en él una huella que, aunque pequeña, es profundamente nuestra.
OPINIONES Y COMENTARIOS