—No te vayas sin tomar el vaso de leche, cariño, así te mantienes calientito —eran las palabras de Julia, en una amplia cocina dentro de una pequeña casa. Una madre abocada al cuidado de Alberto.
Fue un espacio diseñado para lograr el cuidado necesario y donde moverse con facilidad en los trajines diarios; un lugar cómodo, acondicionado para atender a su hijo.
Alberto disfrutaba las vacaciones escolares compartiendo juegos con sus amigos en la esquina y siempre atento a que algún vecino necesitara de su ayuda. Por las mañanas, en cuanto abría sus ojos, sus pensamientos volaban hacia las diligencias que podía hacerles a los ancianos del barrio.
Con su cuerpo erguido disfrutaba del sol mañanero, caminaba saludando a los mayores y cumpliendo con los favores a quienes lo necesitaran; era otra forma de divertirse. Con el sol su cuerpo obtenía beneficio físico y su alegría se mostraba en la sonrisa con la cual ayudaba a las personas. Con el paso de las horas y pese al entusiasmo que le producía el cariño de los mayores, a media mañana, cuando sentía el estómago vacío, notaba que sus articulaciones comenzaban a endurecerse y le marcaban el tiempo de volver a casa por el vaso de leche caliente y descansar la media hora necesaria para recuperarse.
—¿Estás de nuevo endurecido? —era la frase con la cual, calentando la leche, lo esperaba Julia. Un beso de él la recompensaba y le daban las fuerzas para continuar el cuido de esa alma buena.
Los sorbos calientes desentumecían los músculos y el descanso le reconfortaba el cuerpo.
Su entrada a la cocina era reconocida por todos los vecinos; un olor se expandía, como un baño de hierbas aromáticas, en los hogares. Un grato olor de panadería corría por el barrio y las señoras disfrutaban el momento, cuando se le despertaba el hambre y regresaba Alberto.
—Que grato olor a torta fresca, —eran los comentarios en las casas— debe ser un pastel en el horno que le está haciendo Julia a su hijo.
Poco tiempo estaba Alberto con su madre en ese espacio de atención y cuido.
Pasado el momento del desayuno y respetando el tiempo de descanso, los vecinos comenzaban a llamar a la casa de Julia. Era un privilegiado aquel que lograba repicar de primero, porque sabía que el muchacho de la expresiva sonrisa, con mucho agrado le realizaría el favor demandado.
Lo servicial y el buen ánimo de Alberto era el comentario que se extendía por el barrio y no pocos querían tener la gracia de él.
—Una vez me desocupe, voy a hacer lo que me pide —era la respuesta esperada por todos.
—Hijo también debes tener cuidado con tu estado de salud —era el rutinario consejo de Julia— que si te agitas mucho te duele el cuerpo, y si te mojas por algo, tu temperatura se altera y después tenemos las complicaciones, cuídate que el día parece que se puede poner oscuro.
—Son nubes secas madre, —señaló una mañana— no te preocupes que no es tiempo de llover, dijo y salió.
Con el amor de Julia y el vaso de leche tibio, su cuerpo recobraba flexibilidad y ligereza en su andar. Sus pasos rompían el aire y la musicalidad de sus labios adornaba los días en las calles y daba alegría a los contertulios.
El saludo cariñoso de los ancianos, de las señoras y de los jóvenes vivificaban el suave cuerpo y alma de Alberto.
—Un joven como ese es el amigo que te convendría a ti —replicaban las madres a las hijas al ver pasar al muchacho.
En cambio, las chicas cuchicheaban y se reían de la relación que tenía él con los mayores y a muchas en oportunidades, se les escuchaba decir.
—¡Este es un tonto!
Esa mañana camino a casa de la afortunada vecina que había pedido el favor al ganar la carrera de las llamadas telefónicas, y cuando Alberto pasaba cerca de la cancha de fútbol, escuchó la voz de Kevin, un amigo del liceo.
—Alberto ven a reforzar al equipo que estamos perdiendo y nos falta un jugador.
Ante la llamada inesperada, elevó los ojos a las nubes, el cielo tenía una oscuridad de lluvia y se llevó la mano a la frente… “Es extraño para ser el mes de septiembre”, pensó.
Por insistencia de Kevin, resolvió quedarse a ganar el partido. Logrado el objetivo, retomó el camino a casa de la señora que aún lo estaba esperando.
—Gracias Alberto por llegar, que buen chico eres —las palabras condimentaban el sabor de su bondad y daban mayor ímpetu para continuar en el gozoso apoyo a los vecinos.
—¿En qué puedo ayudarle, señora Gertrudis?
—Pues que tengo un problema con la cocina —respondió de inmediato.
—Mi madre me tiene prohibido acercarme a los hornos de las cocinas señora, cuanto lo siento.
—Pero no es mayor trabajo, tú ayúdame a moverla que yo le gradúo la válvula y la apagamos.
El olor a panadería irrumpió en el salón de la casa y se fue hasta más allá de la manzana.
La lucha titánica entre la petición y su imposibilidad de ayudarla fue auxiliada por la llamada de Julia, que era un GPS para su localización; con un repique al móvil del chico, impidió que su cuerpo se acercara al horno.
Las palabras de la madre y el aroma del pan, calmaron las exigencias de la señora Gertrudis y dejó el asunto para un profesional.
—¿Qué te puedo ofrecer Alberto?
—Medio vaso de leche caliente señora, mi mamá dijo que podía llover hoy. Que hay una humedad de lluvia cercana que está impregnando la mañana.
—No va a llover Alberto, vete tranquilo que no es mes de lluvia.
En la calle, de regreso a casa, las nubes comenzaron a chocar y unas gotas elevaban el olor de la tierra fresca. El cuerpo con la leche caliente, que le brindó la señora Gertrudis, estaba ágil para atravesar el parque y corrió, pero ya presto a alcanzar su final, las gotas caían como frutas inmensas y comenzaron a mojarle. Atrapado entre los nervios de no llegar a tiempo a su casa, Alberto decidió continuar corriendo; se le estiraba la piel, se debilitaban las piernas, su musculatura se desinflaba y sus huesos se hacían gelatinosos.
Con la ropa empapada, la voluntad de Alberto impulsó a la masa babosa para llegar a la casa y tocar el timbre. Su cuerpo soltaba un olor de harina ácida.
Julia lo levantó y arrastró hasta la cocina. Ya tenía el horno caliente y el amplio espacio como un cofre de reanimación del alma.
—Todo estará bien hijo —entre sollozos lo acercó al suave calor que desprendía el horno y le fue retirando la ropa. Alberto comenzó a recuperar el atlético cuerpo.
—Es que eres un pan, cariño.
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