Detrás de la pared, en la que recuesto mi cabeza, puedo escucharla. Ella está ahí, como todos los viernes. No me siento cómodo escuchando lo que dice y cómo lo dice, pero su voz es nicotina, y me muero de ganas por fumar.
No soy perverso, no busco acecharla, pues no conozco nada de ella. No la busco por fuera de este lugar, ni la busco fuera de los viernes a esta hora. Mi vida sigue y no la pienso. Es solamente una necesidad: escucharla. No entiendo bien cómo fue que sucedió, cuándo me envicié con su voz; a la vez, tampoco me entiendo.
Tengo tanta sed de ella, pero solo dura lo que dura mi presencia en este lugar. Cuando llega el momento de irme, ella se me olvida. Si lo pienso bien, es más leve que mis ansias de nicotina, ya que me deja ser durante siete días, pero es más intensa cuando llega. Soy dependiente, cuatro veces al mes.
Cuatro veces al mes la ansío, cuatro veces al mes la espero, cuatro veces al mes la consumo, y cuatro veces al mes la olvido. Me siento en dualidad, me siento complejo. Es extraño: ¿Cómo puede ser este placer que siento al escucharla tan frugal y senil como intenso y febril?
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