Me encontraba ahí, supeditado a la rutina diaria del trabajo, pensando, amasando y observando cómo se amalgamaba el agua con la harina, mientras mi compañero reclamaba rapidez en mis movimientos.
¿Cómo podría concentrarme con ese perfume envolvente qué el horno desprende? La sincronización de la creación era sublime, los movimientos realizados para la gestación del pan se asimilaban a una obra de Tchaikovsky, ballet armonioso que imposibilita cualquier tipo de distracción. Expectante de todo, pensando en nada.
Mientras el calor del horno aceleraba mis latidos, veía como el sol matutino entraba por la ventana y me revelaba el polvo suspendido de los bolsones de harina que recorrían toda la cocina. El tiempo pasa en cámara lenta y recuerdo de mi tierna infancia, aquella obra unipersonal, que adoptaba una forma con brazos arrugados, mirada risueña, en silencio, lentamente y con movimientos hipnotizantes, le daba pie a la antesala de una espera tortuosa. La ceremonia propia de la espera, donde se coronaba su punto más culmine cuando mojaba mi rebanada de pan en el café con leche.
Ese perfume despertó en mí, la añoranza de un simple recuerdo. La búsqueda ineluctable de repetir la secuencia de poder mojar mi porción de pan, se gesta, cuando comienzo a ver el polvo suspendido por el sol de la mañana.
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