Esa mañana en que libraba, Juan Cañizares decidió ir al centro de Buenos Aires para hacer trámites, compras, entreverarse con el gentío y sortear el enmarañado tránsito de la metrópoli. Tan lejos de la ciudad de Salta, su ciudad y provincia natal del norte argentino, de sus paseos por Plaza 9 de Julio con sus históricos edificios.
El flujo constante de inmigrantes impulsado por la industrialización, el crecimiento económico y la expansión urbana, hacían que quien viviera en la ciudad en los cincuenta se sintiera partícipe de un hecho indescifrable en palabras, pero ciertamente único. La capital cultural de América Latina latía con sus teatros, cines y cafés llenos de porteños y provincianos que los elegían como punto de encuentro.
Juan Cañizares vivía en Berisso, por ese entonces un barrio de la capital provincial, y cerca del frigorífico Swift, donde trabajaba. No muy temprano cerró con llave la habitación de la pensión con paredes de chapa pintada de rojo que alquilaba y se dirigió a tomar el tren Roca en la ciudad de La Plata que lo llevaría a Constitución.
Descendió en la estación Diagonal Norte, del metro de la línea C, desde donde tenía mentalmente planeado comenzar a desplazarse durante esa jornada. Sobre el mediodía, se detuvo en Las Cuartetas y pidió en la barra unas porciones de mozzarella y fainá acompañadas con un chopp de cerveza Quilmes. Satisfecho, caminó por Diagonal Norte en dirección a Plaza de Mayo y allí pasó por la Catedral de la ciudad para santiguarse, como habitualmente hacía en Salta, y aislarse por un breve momento en el silencio característico de los templos católicos, solo interrumpido por el eco de los fieles arrastrando los bancos y pies sobre el piso.
A la salida, sintió el frío del entrado otoño porteño, que era una de las cosas que menos le gustaban de la capital. Miró que su reloj Condal, de dieciséis rubíes, marcaba quince minutos para la una de la tarde. A esa hora pico, la Plaza de Mayo era un incesante paso de vehículos y empleados que hacían un alto para almorzar.
Observó hacia ambos lados de la avenida Rivadavia y cruzó hasta la plaza para caminar un rato más antes de emprender la vuelta. Estaba en el centro político del país, ahí donde hablaban Evita y el General, y sintió íntimamente que era parte de la transformación de éste ya que, a pesar de no ser muy comprometido políticamente, simpatizaba con el peronismo. Recordó por un momento su lejano hogar, donde quedó su familia y, no obstante, se sintió a gusto de estar en la capital con veinticuatro años, donde los deseos, desde los más sencillos hasta los más extraños y extravagantes, podían hacerse realidad.
Estaba sentado en un banco y habían pasado unos minutos, cuando el sonido de los aviones que pasaban en vuelo rasante por encima de él lo hizo volver dramáticamente a la ensordecedora realidad. Antes de salir de su casa, había escuchado en Radio El Mundo que estaba programado un desfile aéreo en desagravio a la bandera nacional y a la memoria del Libertador José de San Martín por los destrozos producidos en la Catedral. Se incorporó y comenzó a mirar hacia el cielo, apurando el paso para divisar las formaciones. Su ánimo era mayúsculo por poder ver el evento, cuando inmediatamente, en la segunda pasada, escuchó el ruido de las primeras bombas y metrallas que los North American AT6 y Beechacraft dejaban caer sobre la plaza.
Sintió que la sangre le brotaba por la nariz, la boca y los oídos, mientras su presión disminuía dramáticamente. Con la cara sobre el piso, observaba horizontalmente como si estuviera en una película bélica los autos y buses incendiados, el humo negro y los escombros. Alcanzó a distinguir los cadáveres quemados y mutilados y escuchar los gritos de las personas pidiendo ayuda por el dolor infligido de las esquirlas y las balas.
Eso fue lo último que vio en su vida Juan Cañizares, esa tarde gris de Buenos Aires, el 16 de junio de 1955.
OPINIONES Y COMENTARIOS