A Aldo la vida le sonreía. Regentaba un pequeño albergue para peregrinos a la orilla de la playa de Labruge. Hotel dulce Hotel era una coqueta casa familiar que Aldo restauró para recibir a los peregrinos del insipiente Camino de Santiago en su vertiente de costa portuguesa, una ruta que se había convertido, sobre todo, en la favorita de los caminantes centro europeos. La letra pequeña era lo que ponía el puntito preocupante al asunto. La sonrisa era la del mismísimo Joker. La vida pasaba cómo pasan las cosas que no tienen mucho sentido.
Sus problemas llegaron pronto, en la pubertad. Cuando la bici de su niñez se fue quedando sin frenos. Con diecisiete abriles y después de firmar un examen de acceso para la universidad digno de una emperatriz, rubricó su primer gran garabato. El hecho de presentarse a la prueba ataviado con un bombín y una camiseta a rayas rojas y blancas alertó un tanto al tribunal académico que confirmó la singularidad del imberbe alumno cuando los miembros del sanedrín calificador leyeron el cuestionario que recogía sus datos personales. Domicilio: Nº 7 Calle Melancolía. La primera reacción fue de incredulidad, luego se escucharían algunas sonrisas cómplices por parte del profesorado más joven. Lo último, el veredicto. Culpable por estúpido. Todo un año tirado por las alcantarillas del bulevar de los sueños rotos. Su fijación por Joaquín Sabina empezaba a pasarle factura y le llevaba irrevocablemente al concurso de acreedores en la que se había convertido su existencia actual.
Aldo no amaba a Joaquín Sabina, era Joaquín Sabina. Vestía cómo él, se peinaba a lo garçon, dormía con chicas que no dormían por primera vez. Extrañamente, y a pesar de ser luso con certificado de origen, en su playlist jamás sonaba temas de Salvador Sobral, ni Ivandro, y ni mucho menos de Richie Campbell. Eso eran melodías sin chicha ni limoná para escuchar en el hilo musical de consultas dentales. Él se martilleaba, y de paso a todo aquel que le aguantara una conversación de cinco minutos, con temas del cantautor jienense.
La admiración por el de Úbeda comenzó a la edad de quince años cuando se montó en uno de esos trenes que siempre iban hacia el norte y aterrizo en plenas fiestas patronales de Cedeira, un pueblo con mar cerca de A Coruña. Las luces de neón, el wiski barato y los primeros acordes de “Y nos dieron las diez” hicieron el resto. Lo demás es historia. El relato de una obsesión de manual.
Los primeros altercados físicos tampoco tardaron en llegar. Su fama de colar una frase de Sabina en cada conversación se había corrido por el pueblo y ya nadie le aguantaba ni media estrofa.
Y es que Pepe, un exjugador de fútbol del Labruge con fama de portero de discoteca, ganada en los terrenos de juego sin prisa, pero tampoco sin pausa, no captó la última ocurrencia sabiniana de Aldo cuando el fornido defensa, a bordo de un Cadillac rojo de segunda mano, se dirigió al iluso que acababa de estacionar su auto.
– ¿Te vas? – le cuestionó Pepe
– Me voy. Pero me quedo… le respondió Aldo con una pizquita de sal.
Pepe, que no sabía ni donde situar Úbeda, y tampoco estaba obligado a conocer las letras del cancionero español, se bajó y rememoró, con la inestimable colaboración de Aldo, las tardes en el vetusto estadio del Labruge CF donde el defensa daba cuenta de la primera criatura con una camiseta diferente a la suya. Le dio una paliza. El incidente lo envío a portes pagados 2 semanas al hospital ·San Amaro” con dos costillas rotas, la dignidad en el sótano y una cornada en el alma con pronóstico reservado.
Pero la gota que colmó el vaso, y el detonante para que Aldo se planteara buscar ayuda médica, fue el episodio en el que su novia ingirió media docena de barbitúricos después de que mantuvieran una conversación por WhatsApp y que a punto estuvo de acabar en tragedia.
Después de varias semanas de alejamiento, Aldo quiso arreglar las cuitas bombardeando con mensajes cariñosos a Jimena, que así se llama aún su compañera, por la celeridad en trasladarla al hospital de Santo Antonio en Oporto y principalmente porque la medicación había caducado un año antes.
Cuando ya la cuerda estaba tensa volvió a aparecer la ocurrencia del filho de mil mães.
– Eres mi vida y mi muerte, te lo juro, compañera
– No debía de quererte…
– … Y sin embargo te quiero
Aldo espero la respuesta de Jimena. Se extraño de que no hubiera leído el último mensaje, con su característica firma personal y desafortunada, pero no le dio más importancia y decidió esperar a que bajara el viento.
Pero el viento en vez de rolar se hizo huracán cuando su hermana lo llamo entre lágrimas para comunicarle que Jimena iba camino de Oporto por una ingesta de medicamento.
El tolo entendió que, si no llegaba primero a la escena del crimen, tendría que dar unas cuantas explicaciones. Corrió a casa de su novia y respiró aliviado cuando, tras desbloquear el celular, borró los últimos tres mensajes de su conversación.
A las nueve en punto de la mañana se encontraba Aldo sentado en la sala de espera de la consultar del Dr. Joao Pinto Gorgorao, insigne psicoanalista y especialista en adiciones y obsesiones compulsivas, cita en el 32 de la avenida Mouzinho de Alburquerque, en Povoa de Varzim. Por el hilo musical sonaba un tema de Richie Campbell. La terapia no comenzaba bien.
El sabiniano sabía del prestigio del Dr. Pinto, que era proporcional al precio de cada consulta. 200 € por media hora se le antojaba excesivo. Pero estaba decidido a poner fin a tantas noches de nubes negras.
Las primeras quince sesiones se hicieron llevaderas, incluso experimentó una mejoría significativa en su día a día. La gran damnificada fue su cuenta corriente. El director de su entidad bancaria ya no le mandaba rosas por primavera.
La terapia consistía principalmente en intentar alejar al paciente del crápula español. Lo primero fue empaparse el programa electoral del partido Alianza Democrática, formación que Aldo odiaba y que se encontraba en las antípodas de sus ideales. Pero la verdadera prueba de fuego llegó con la audición y posterior análisis de los temas del grupo de moda, Taburete. Canciones facilonas con el volumen del mensaje a cero.
La situación se tornó insostenible y Aldo, después de una sesión de psicoanálisis dedicada a la política de extranjería de Luís Montenegro, decidió encarar el asunto con el insigne psicoanalista.
-Doctor, después de treinta y cinco sesiones, entiendo que mi mejoría es evidente. Incluso estoy sopesando la idea de llevar a mi novia al próximo concierto de José Manuel Soto. Lo abordó Aldo
– Querido amigo, tus palabras me congratulan. Respondió el doctor mientras dejaba asomar una sonrisa de satisfacción.
El exsabiniano tomó aire y le lanzo la cuestión que lo traía en un sinvivir.
– ¿Cuántos días quedan de terapia?
El galeno dejó sus anteojos sobre la mesa de su despacho con parsimonia. Recreándose. Se levanto, y con pasos elegantes se dirigió a un armario de dos puertas que a todas luces no provenía de Suecia. Lo abrió y saco de la segunda estantería una caja que puso, siguiendo el canon de elegancia de su paseo anterior, sobre la mesa. La abrió y extrajo un bombín. Se lo colocó, y con voz ronca le respondió.
-19 días
– … Y 500 noches
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