RELAMER PAN CON MIEL

RELAMER PAN CON MIEL

―¡Sin pan ni agua hasta que cantes, panadero!

Quien gritaba era un delgado policía uniformado, amenazadoramente parado frente al cabizbajo preso. Un tercer hombre corpulento y vestido de paisano, ocupaba la única silla de la pequeña y lúgubre sala de interrogación.

―Me estoy cansando de éste panadero, comisario Marín.

Al decir esto, el uniformado dio la espalda al preso y caminó hacia la pared, hasta tocar el interruptor de luz; provocando una sospechada reacción. El hombre esposado levantó un poco su cabeza, tratando de examinar la habitación donde permanecía encerrado desde la tarde del día anterior.

El hombre miró de reojo al comisario, quien incómodamente sentado, descansaba su brazo izquierdo en una mesa de madera recién pintada. Sobre la mesa destacaban tres cosas: un lujoso reloj de pulsera, un maltrecho bate de beisbol y un tostado pan de trigo.

―¿Quien es tu cómplice?─preguntó el comisario, parándose de la silla.

―Ya he dicho, ha sido una confusión. Soy inocente y tengo fe en la justicia.

―No importa lo que digas, panadero. Con todas las evidencias en tu contra, la fe no cuenta―dijo el comisario.

―La fe es el pan que justifica la vida, comisario. Por ella vivimos.

―Deja de hablar tanta paja y confiesa, Panadero. Es tu oportunidad de terminar esto por las buenas─dijo el uniformado.

─No soy panadero, soy comerciante. No sé quién es ese tipo, sólo conocía a Javier, a quien ustedes mataron. Javier me dijo que era su compadre, nada más. Me siento mal, necesito aire. Hace mucho calor y ese olor, sáquenme de aquí. ¡Por favor!.

─Parece que te acobardas “pan sobao”. Así te dicen, ¿verdad?. ¡Maldito imbécil!─gritó el comisario, apuntando con el bate.

─Hablen con el padre Ruperto, me conoce bien.

─A ti nadie te salva, “pan sobao”. Eres cómplice en el robo de una joyería y asesinato del vigilante. Para completar: dueño del arma homicida y del vehículo que transportaba los artículos robados.

─¡Tengo sed! Me duele el pecho.

―Soy el comisario y te puedo ayudar, sé que no entraste a la joyería. Necesito ahora mismo tu declaración, delatando al hombre que huyó. Si no cooperas usaré este bate y seguro saldrás dentro de poco, pero reventao y confeso. ¡No te caigas maldito! Ni te he tocado, ¡Revíselo agente!

─Hay que llevarlo a enfermería, comisario. Este “pan sobao” se cayó del susto, está desmayado.

Cinco años atrás:

En la mañana lluviosa del primer miércoles de junio, percibía los diferentes olores de panes que se mezclaban dentro de la furgoneta. Reconocía el aroma de cada tipo de pan. Por lo general distribuía diez tipos diferentes de panes; entre salados, dulces, rellenos y aliñados.

Tenía veinte minutos manejando, la lluvia intermitente le hacía bajar y subir el vidrio de su ventana. Jamás pasó por su mente que aparte de su instintivo impulso por devorar panes, también estos se convertirían en algún medio de trabajo. Cada martes comenzaba su semana de trabajo, lo hacía hasta el jueves; en esos tres días se desligaba de su otro negocio.

Llevaba dos años vendiendo panes a pequeños comercios de la costa; todo comenzó por mera casualidad: al no encontrar donde estacionar su furgoneta, aprovechó un puesto vacío en la zona de carga de una panadería. Cuando regresó, su vieja camioneta panel C20 del 72 estaba cargada. Diez cestas de panes y una lista de despacho en su asiento.

Desde esa fecha ocupaba la vacante dejada por alias “pan sobao”. Siendo engorroso explicar para no ser confundido con el difunto, le resultó más sencillo desenvolverse cómo si fuera él y acostumbrarse al mogote. Era como si “pan sobao” volviera a vivir en cada despacho de panes, controlando su trabajo. Todo consistía en seguir una rutina que no había establecido.

Calculando la proximidad del primer punto de control policial, dejó libre la palanca de la caja de transmisión y despegó el pie del acelerador. Continuaba lloviendo, no se notaba presencia de policías en la alcabala. Miró a la derecha y pudo divisar a un hombre con sombrero de paja que procuraba cubrir a un niño; los dos se guarecían debajo un pequeño árbol de almendrón, distante tres metros de la carretera.

Bajó un poco el vidrio y pudo verlos mejor, quizás el hombre pasaba los sesenta, el niño tendría seis años.

─¿Para dónde van?

El viejo esbozó una sonrisa y arrastró al niño hacia la carretera. Súbitamente apretó los labios, abriendo desmesuradamente sus ojos.

─Usted no es quien imaginé, aunque si te conozco─dijo al reaccionar.

─¿Y quién es usted?

―Mi nombre, Higinio Moro y mi nieto también se llama Higinio, yo cuido de él. A su padre lo mató un enjambre―respondió el viejo.

Una secuencia de preguntas y respuestas fue interrumpida por el destello de un rayo que provocó el grito del silencioso niño, instantáneamente enmudecido por el estallido del trueno.

─Es una tempestad, voy al norte, por la costa. Si le sirve para allá, suban. Me llamo Humberto Pérez.

─Nosotros vamos para Guarapo Adentro, aquí huele bien. Yo también horneo panes-dijo el viejo, montándose con el niño.

─Paso por Guarapo, pero no entro, ¿de dónde me conoces?

―Del llano, te compraba imágenes, dejé el negocio esotérico.

―Yo sigo en eso; ahora también vendo tabacos y velas. Viernes y sábado. ¿Qué haces ahora, Higinio?

-Tengo dos mesas de billar. Así vivo, del juego.

Tres días antes de morir:

―La vida es una carambola de panes y bolas, Humberto. Un juego en el que a veces nos encontramos con obstáculos que nos hacen tropezar. Los panes representan las oportunidades que se nos presentan, mientras que las bolas simbolizan los sueños que perseguimos. Por otro lado las penas son el hambre que sentimos cuando las cosas no salen como esperamos. Cuando eso me pasa, como pan con miel. Ten en cuenta esto Humberto: siempre soñar, como motor de vida, nunca dejes de hacerlo.

―Hablas como si fueras a morir mañana, Higinio; pero no dejas de pensar en el billar.

El día antes de morir:

Arriba en la montaña, sentado en un tronco de madera, mirando el insonoro mar azul, oyendo un zumbido de abejas, el niño lamía miel de una rebanada de pan, mientras movía en el aire, muy despacio, una pierna con pie descalzo.

―Tu abuelo ya llegó al cielo, Higinio. Aunque no le envidies, porque creo que estamos en el paraíso. Cuando yo muera desearía permanecer aquí, eternamente. Así tal como estás, relamiendo una tajada de pan con miel.

―¡Humberto! ¿Puedo ir contigo a la ciudad?

―No hijo, mi amigo Javier me acompañará. Saldré en la tarde, no sé si regreso hoy. Mejor quedas acompañando a tu madre.

―¿Y no venderás más panes?

―Sólo lo que ahora fabricamos aquí, en ese horno de leña. El pan salado de tu abuelo. Tampoco venderé las imágenes de santos, ni velas; tampoco tabacos.

―¿Y las colmenas?

―De todo me ocuparé. Estaré más tiempo aquí, contigo y con tu madre.

―¿Y no te vas a morir?

―Creo que no, hay sueños por cumplir.

El día:

―Comisario, este hombre no respira―susurró el policía.

Moribundo, en su mente entró el aroma de una tajada de pan recién horneado que chorreaba miel, invadió la celda y lo liberó. Llegó a la montaña; allí estaba el pan con miel. el océano, las abejas . Eternamente feliz.

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