Inmerso en un entorno donde las palabras se tornaban repulsivas, apresuró su vomito sorbiendo aquel elixir que lo sumía en la inconsciencia: el exacerbado amedrentamiento hacia él mismo. Obstinado en la purificación, vivía sediento de ese amargo néctar. El anhelo no era otro más que alcanzar un estado inmaculado, límpido y noble, donde pudiese encontrar la dicha bajo el sol. Concebía ese estado como uno de consciencia pura, erróneamente. Aunque en las profundidades de sus acciones sabía que solamente era solo un subterfugio. Y yo no lo culpo, pues todos tenemos aquellos vicios y efugios que nos alejan de las náuseas cotidianas. Pero, en su caso, efugio es un eufemismo descarado para hablar de una obscena mentira; en búsqueda de la consciencia pura, solo alcanzaba la inconsciencia. Y es que ya hablar de purificación y, consecuentemente, de un entorno cristalino lo llevaba a una situación ajena a sí mismo, a un estado de vacío y quietud. Un lugar donde nadie vivía, tampoco él; a un estado de inconsciencia.

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