La tarde se desvanecía lentamente en un crepúsculo dorado, sus rayos filtrándose a través de las hojas del parque como si fueran pinceladas de un artista celestial. Mientras avanzaba por el sendero de tierra, mis pasos parecían llevar el peso de los años que habían pasado desde aquel primer encuentro con Valeria. No era simplemente el recuerdo lo que me arrastraba, sino una corriente de emociones que no se desvanecían con el tiempo; eran más bien corrientes subterráneas que moldeaban mi ser.
Era un joven inmaduro, el primer destello de la luz de una estrella fugaz en el firmamento de mis sentimientos. Valeria, con sus ojos de un verde esmeralda que variaba con la luz del día, me atrapó en su órbita. En esos ojos se desplegaba un cosmos de emociones y promesas inalcanzables, como un pozo sin fondo que absorbía cada fragmento de mi ser. Mirarla era como descender en un abismo de lucidez y confusión, un fenómeno que parecía romper las leyes de la realidad.
Un día, mientras deambulaba con mis amigos por la calle, la vi a lo lejos. Era como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante. Mi corazón latía con una intensidad que desafía toda descripción, como si intentara escapar de su prisión de huesos. Mis piernas se volvieron de plomo, incapaces de moverse bajo el peso de una fuerza invisible. Todo lo que podía hacer era observarla acercarse, mientras su presencia irradiaba una luz que sólo yo podía percibir.
El destino, en su caprichosa danza, nos reunió una noche memorable gracias a Tomás, mi amigo de toda la vida. La conexión entre Valeria y yo surgió en una especie de alineación astral, en la que nuestras trayectorias se cruzaron en el cosmos de nuestra adolescencia. Tomás nos presentó mientras caminábamos por el parque, y la tensión en el aire era palpable, como si la atmósfera misma se preparara para un evento trascendental. Cuando Valeria me pidió que la cargara en mi espalda, el universo pareció resonar con esa solicitud, marcando el momento con una claridad de propósito.
Esa noche, en la casa de la abuela de Valeria, donde ella se alojaba temporalmente, se reveló un microcosmos de nuestras emociones. En medio del bullicio y la vida cotidiana, encontramos un rincón de silencio, un oasis en el desierto de nuestras ansiedades. Caminamos juntos, sin necesidad de palabras, y la conexión que sentía era una sinfonía en la que cada nota resonaba con la intensidad de un primer amor.
Sin embargo, el tiempo es un escultor implacable. La efímera naturaleza de nuestras interacciones se hizo evidente cuando decidí confesar mis sentimientos. Lo hice con la esperanza de que el eco de mis palabras resonara en su corazón como lo hacía en el mío. Sin embargo, la respuesta que obtuve fue una disonancia brutal: Valeria me dijo que no compartía mis sentimientos. Fue como una grieta en el firmamento, un vacío que se expandía y devoraba todo a su paso. Desde ese momento, intenté distanciarme, pero Valeria seguía apareciendo en mi vida, como una sombra fugaz que no podía ser ignorada.
Recuerdo una fiesta de un amigo en la que la vi de nuevo. La había llegado antes que ella, y cuando apareció, me pareció que el tiempo había retrocedido. Se quedó al borde de la puerta, y con un gesto inesperado, tomó una cereza de las copas de vino. Era un acto pequeño, pero en él había una carga simbólica de nuestra relación. La noche se transformó en un torbellino de emociones y risas, y antes de que pudiera darme cuenta, nos encontrábamos en la puerta trasera de la casa, envueltos en una danza de juegos y risas.
El momento de la verdad llegó cuando intenté besarla, solo para que ella me detuviera. Me reveló que tenía un novio, y aunque al principio no quiso decirme quién era, finalmente confesó que era Tomás, mi mejor amigo. La traición fue como un rayo en una tormenta, iluminando el cielo oscuro de mis emociones. Tomás, un amigo de toda la vida, se reveló como el rival en esta tragedia de sentimientos. La rabia y la confusión se entrelazaron, creando un torbellino de dolor que no podía ser deshecho.
A partir de ese momento, la distancia se convirtió en mi refugio. Dejé de hablar con Valeria, aunque continué manteniendo una relación superficial con Tomás. A veces, le preguntaba sobre la situación, pero él siempre respondía con una risa vacía, un eco de desdén. Me di cuenta de que Valeria había sido una chispa en el viento, una breve explosión de luz en un cielo estrellado que nunca pudo ser capturado en su totalidad.
Con el paso del tiempo, nuestros encuentros se hicieron más frecuentes. La vi en diferentes eventos y fiestas, siempre con un nuevo compañero a su lado. Aunque traté de ignorar mis sentimientos, a veces ella me miraba con la misma intensidad de antes, y el viejo hechizo parecía volver a resurgir. Sin embargo, ya no había magia en su mirada para mí. Lo que una vez fue una chispa ardiente se había convertido en una lección sobre el amor y el paso del tiempo.
Un día, la noticia de que Valeria había tenido un hijo llegó como un susurro en el viento. Nunca había notado su creciente vientre, y aunque la sorpresa fue abrumadora, me ayudó a poner fin a ese capítulo de mi vida. Mis esperanzas, aunque ya eran pocas, se desvanecieron por completo. Decidí olvidarla y seguir adelante, aunque a veces, el eco de esa chispa fugaz aún resuena en mi memoria. A veces, recuerdo esos días con una mezcla de nostalgia y resignación, preguntándome qué habría pasado si hubiera tenido el coraje de expresar mis sentimientos en el momento adecuado. Ahora, aunque Valeria aún intenta capturar mi atención con sus viejos encantos, ya no hay magia en sus ojos. Lo que una vez fue una chispa en el viento se ha convertido en un símbolo de lo efímero e inalcanzable.
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