Desde aquel caso de la mujer que había dado a luz a unos conejos no se había vuelto a oír nada igual. Los embarazos asistidos por in vitro, en la actualidad, pueden dar motivo a una germinación masiva y las mujeres pueden parir grupos de trillizos, cuatrillizos, quintillizos o más, pero no es el caso. Lo que concernió en aquel suceso fue extraordinariamente raro. Resultó que la partera Magdalena Boscho, de la provincia de Estelabrilla, vio con ojos exorbitados los que salía de las entrañas de aquella madre primeriza. Fue tal el susto que, en lugar de correr por unos baldes de agua hervida y trapos esterilizados, fue a por una cesta grande. ¡Están saliendo barras de pan! —gritó—. Una mujer curiosa, al pensar que había oído mal, se acercó para esclarecer la situación. Con pasos imperceptibles y gran incertidumbre penetró en aquella espaciosa e iluminada habitación. No estaba muy lejos y concentró su mirada en la parte de la entrepierna que distinguía desde su posición. En efecto—pensó—están saliendo barras de pan. ¡Que dios me ampare!

El caso era extraño. Corría el año 1957. El día anterior, la nación había sufrido un gran terremoto, lo cual sirvió de argumento para asegurar que era un presagio de una anomalía en la historia de la humanidad. La señora parturienta Fernanda de Hornos Hogaza quedó desfallecida y se sumió en un profundo sueño. Los familiares se acercaron a ver en qué condiciones estaba la primeriza y, al cerciorarse de que estaba fuera de cualquier peligro, se fueron a analizar a los recién nacidos. Eran todos del mismo tamaño, tenían la misma textura y características similares. Nadie se atrevía a tocarlos, pero Marcelo, el padre, impulsado por su afecto paternal cogió a uno de sus hijos. Experimentó una sensación muy contradictoria. Primero el olor le produjo hambre y le fue muy difícil contener las lágrimas. Se reprochó a conciencia la falta de atención y cuidados a su joven esposa durante el embarazo. Sabía que, de haber tenido una conducta diferente, las cosas no habrían terminado así. Se alejó deprimido y le cedió el paso a su madre.

La señora Hermenegilda simple y sencillamente se desmayó. Despertó una hora después al salir de un sueño horrible que calificó de premonitorio. ¡Vivirán muy poco mis nietos! —murmuraba, paseándose de un lugar a otro sin poder contener su decepción—. Miró con horror la cesta, pero lo que la conmocionó totalmente fue ver al fontanero desprender un trozo de uno de los recién nacido. Quiso reaccionar con rapidez, pero el horror la dejó helada e inmóvil. Vio como el inhumano chapucero se deleitaba saboreando el tierno cuerpo del retoño. Está suave, crujiente y el sabor es exquisito—dijo dirigiéndose a todos los curiosos—. La doña hubiera querido arrebatarle el pan de la mano, abofetearle y echarlo de la casa, pero se vio impotente. Ese híbrido de emociones que le parecía un balde de agua fría la dejó sin habla y voluntad.

Se oyó un susurro. Era Fernanda que despertaba después de alumbrar a sus hijos. Todos la miraron con gran temor. Se acercaron despacio analizando su estado. Se percataron de que estuviera bien. Como la experiencia no había sido traumática ni mucho menos, Nandita tenía hambre. Pidió urgentemente algo que le mitigara esa sensación vacía que le habían dejado sus vástagos. Marcelo le preguntó a su mujer qué se le antojaba. Ella respondió que cualquier cosa menos lácteos. Ni queso ni leche ni nata. Miraron en la nevera y encontraron los restos de una ensalada de atún que había quedado de la cena. ¿Pero no hay pan? —preguntó ella con la esperanza de que le dieran un suculento bocadillo—. Todos callaron sin atreverse a mirarla hasta que Marcelo le dijo que se comiera la lechuga con tomates y atún con más aderezo. Fernanda lo miró con cariño y una vez que hubo engullido la comida expresó su torpeza dándose con la palma de la mano en la frente: “Pero que bruta y egoísta soy, ¿dónde están mis críos?!Quiero verlos ya!”. Nadie se atrevió a enseñárselos, entonces fue ella misma hasta el cesto y miró sin parpadear. Empezó a cogerlos. Los acarició y les fue poniendo nombre: Luis, Alfredo, Anita, Magda, Lucía, Josefa, Mario y Andrés.

Recostada al lado de la cuna entonaba una bella canción: “Por un pedazo de pan y un poco de vino he visto mucha gente encontrar un camino de amor, a un encuentro con dios…, un encuentro consigo”. Marcelo la miró como si ella se hubiera vuelto loca y lloró en silencio esa noche. Su llanto anegó las noches de toda la semana hasta que sus hijos se endurecieron. Un mes después fue necesario ocultarlos porque ya mostraban rastros de moho. A los tres meses los lloraron y los enterraron en el jardín. Pusieron una lápida con el nombre de todos y su fecha de nacimiento y defunción. Nanda se hizo más reservada y trató de ocultar su pena con un manto bajo el que se ocultaba cuando entraba a la iglesia.

Años más tarde esa historia resurgió y se esparció por un laboratorio en el que se hacía lectura y experimentos con los genes humanos. Frank Steiner les recordó a sus colaboradores que en efecto era posible alterar la cadena genética humana y que si se hacían los cambios necesarios cualquier mujer podría dar a luz un producto predecible. Nadie se lo creyó, pero él se puso manos a la obra. Contrató a una mujer que alquilaba su matriz y con una célula madre ya preparada, la injertó en el vientre. El resultado fue el mismo que había acontecido en el año 57. En una conferencia de prensa Steiner dijo que la ingeniería genética había llegado a niveles inimaginables y que, a diferencia de los alquimistas de la Edad Media, el hombre moderno era capaz no solo de crear vida y diseñar seres humanos, sino reproducir cualquier materia de forma natural.

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