Después de las 6:30 de la mañana, cuando el cielo es una mezcla de tintes de óleos naranjas, azules y morados, las campanadas tildan al pueblo blanco de América, con timbres en los suelos empedrados recién han recibido la brisa tempranera, estos emergen en senderos formándose en cúspide, como si tendieran caminos hacia el volcán de fuego, rumbo al Huey tlatoani que vigila el reinado de Colimán pero además, en sus plataformas de concreto (son escalera al cielo), por cierto ya viejas (desde hacía cerca de 100 años tendrán esas banquetas o machuelos), levantan orgullosas bardas blancas ávidas por mostrarse vanidosas, en fotografías de semblante estético, postales matutinas con olor a petricor y hierba.
Es un suspiro en tres tiempos: presente, pasado y futuro. En ese tramo vial de bienvenida, justo en la calle principal, la Allende (la que lleva directo, después de una buena distancia, a la carretera Comala – Suchitlán), hay un recinto hogareño al filo de la vía, que manifiesta similitudes feligresas y ritualistas a la Iglesia Católica, es decir, su cocina (ícono gastronómico) es religión entre habitantes, el panadero se le mira como el sacerdote, y rinden culto al pan que allí hacen como copa donde se consagra el vino en la eucaristía. Es alimento sagrado entre los comaltecos cuando lo vanaglorian remojado (semejante a la hostia), en el jugo de la semilla parda, el café es embebido por el pan. El pan vive entre nosotros.
Lo mojan con ritmo, posado en sus manos, esponja llena de vapor que al mordisco, acaricia la nariz y abre los bronquios como Dios lo manda. Un bocado de pan, se vuelve añoranza, en un presente cuando todavía el comensal no se lo termina. El pan es tiempo, y circunstancia. Por lo tanto, para vida de deleitarnos en su sabor, textura, consistencia, y en algunas presentaciones que tienen suelo crocante, habrá primero el artista culinario, dedicarse a sentir el ciclo de la vida en el futuro bocado. Ellas, ellos, antes de que el sol abra paulatinamente sus ojos, contemplan el fuego del horno como Hefestos forjaba el hierro… empecinados ciertamente en ofrecer la sensación placentera del agua en la boca, aún sin tocar el migajón la lengua, solamente incentivar la imaginación como seduce pensar en el beso de la amada. Amasan el pan como fue esculpida El éxtasis de Santa Teresa. Creen, que cada vez ingresan en la cocina, se personifican en Bernini, empero van todavía más allá, amasan al pan en términos divinos, siendo serafines jugando con las nubes, jugando con la masa.
Ab literam, aquellos con maestría en cocinarlo, enseñan con rigor a los más jóvenes y sólo quedan en este templo gastronómico, quienes tengan vocación o disposición para servir a los paladares más exigentes. Sí, hay que amasar al pan como se amasa la imaginación del comensal. El pan no vive en el recuerdo sino antes de ser creado, porque su clave reside en saber cómo se amasará, cual lo hace un escritor: pensamos en su sentido, después fluimos. Ellos piensan en su sabor y dinastía deliciosa, después lo hacen. Es una tradición inmortal, amasan pan hasta el fin de los tiempos, amasan hasta la llegada de Cristo, hasta que los ángeles toquen las trompetas según los versículos del Apocalipsis. Y esa aura de sacrificio, se expande por todos los alrededores del municipio, con énfasis en la calle Allende.
La harina, huevos, agua, piloncillo, miel, almidón, canela, aceite traen semejanzas con los recipientes de pintura, que seguramente Da Vinci utilizó en sus frescos, porque hablamos de coyunturas artísticas a plenas horas de la mañana, cuando aún los faros romantizan la soledad de sus calles, y es precisamente, cuando el pan cobra sentido como la gráfica renacentista: esos insumos tienen alma capaz de erradicar con sus sabores, cualquier hambre hallada, como el maná con los israelitas. Y en esta mezcla intelectual y eclesiástica, es necesario amasar el pan para entrar en comunión con Dios, porque moldearlo implica felicidad que ora por la riqueza, a bendecir los alimentos. El infinito se halla en el amor al prójimo, en la humildad de hacer pan.
Este alimento lo encontramos en todas las festividades: si es enero porque es inicio de año, si es Día de Reyes porque la rosca, si es Día de la Candelaria, ahí está junto a los tamales, si es la Feria del Ponche, Pan y Café por su obviedad, si son las lluvias del verano porque llegan los “pensamientos panaderos”, si es Día de la Independencia, porque hay tacos más pan, si es Día de Muertos porque hay pan de muerto (azucarado en la cubierta, y ofrendado en los altares), si es Noche Buena, Navidad o Año Nuevo, porque en la mesa debe haber pan en los brindis. Si es día cualquiera, porque se celebra la vida con pan. Las penas con pan son menos.
Es amor, por las personas comedoras.
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