En un rincón olvidado de la tierra, en un pequeño pueblo rodeado de campos dorados, vivía un hombre con fama de Teólogo. Era panadero y escriba, un alma singular que encontraba en la harina y en las letras el mismo arte divino. Cada amanecer, el místico se levantaba antes que el sol, sus manos fuertes y curtidas amasaban el pan con una devoción casi ritual, mientras su mente hilvanaba palabras que se convertirían en escrituras sagradas.
Creía el orante de la Mañana que, el pan y la escritura eran hermanos nacidos del mismo vientre celestial, ambos destinados a saciar el hambre del cuerpo y del espíritu. «El pan alimenta el cuerpo, la escritura alimenta el alma,» solía decir mientras moldeaba los panes en forma de pergaminos y los horneaba con un fervor casi místico.
Una mañana, mientras mezclaba la harina con el agua, la levadura y una pizca de sal, se encontró pensando en la creación misma. «El pan es la manifestación tangible de la Providencia,» murmuró, «así como las Escrituras son la manifestación de la Sabiduría Divina.» Cada ingrediente, cada palabra, tenía un propósito y un lugar en el gran diseño.
En el centro del pueblo había una iglesia, un edificio antiguo que se erguía como un testimonio del tiempo. Era aquí donde el profeta ofrecía su pan y sus escrituras a los fieles. La gente acudía a él no solo por el sustento físico, sino por las palabras que escribía en el pan, versículos y oraciones que resonaban con la verdad eterna. Sus panes eran más que alimento; eran un sacramento, una comunión con lo divino.
Un día, una hambruna terrible golpeó el pueblo. Las tierras que habían sido generosas se volvieron estériles, y la gente comenzó a desesperarse. Él, conmovido por el sufrimiento de su comunidad, trabajaba sin descanso para producir suficiente pan. Sin embargo, la escasez de ingredientes comenzó a afectarle, y cada día sus reservas disminuían.
Una noche, mientras escribía un nuevo salmo en el último pan que le quedaba, rememeoró de manera hiepertextual la escena de José y enconces como él en delirios de amor soñó, y en la penumbra del sueño de Faraón, se desplegaban visiones cargadas de presagios, velos de misterio corridos por manos invisibles. Las orillas del Nilo susurraban secretos antiguos mientras el río serpenteaba bajo un cielo de presagios oscuros. En el lecho del monarca, las visiones tomaban forma, un desfile de símbolos oscuros y portentosos.
Siete vacas robustas emergieron del río, sus flancos relucían con la promesa de abundancia, con la plenitud de la tierra fértil. Su carne era la del festín, su mirada la del futuro pródigo. Pastaban en los verdes pastizales, encarnaciones del bienestar, destilando el perfume de la prosperidad.
Pero el sueño se oscureció, y del mismo río surgieron siete vacas flacas, espectros de hambre con cueros pegados a sus huesos. Sus ojos vacíos reflejaban la nada, sus costillas eran los dientes de la desesperación. Avanzaban con paso siniestro, devorando las vacas gordas, engullendo la esperanza y dejando solo el vacío. El festín se tornaba en ayuno, la abundancia en carencia.
El sueño se transmutó, llevándose al campo dorado de las espigas, donde el trigo danzaba con el viento en una sinfonía de vida. Siete espigas gruesas, doradas por el sol, se alzaban orgullosas, promesas de cosechas llenas, de graneros rebosantes. Eran los sueños del campesino, el pan en la mesa, la risa de los niños.
Pero las sombras no tardaron en llegar. Siete espigas flacas, quemadas por el viento del este, surgieron como fantasmas. Marchitas y secas, susurros de la muerte que arrasaba con la vida. Con avidez consumieron las espigas llenas, dejando solo campos de desolación, donde el hambre se sentía en cada respiro, en cada rincón del alma.
Faraón despertó, su corazón palpitando con el ritmo del temor, sus sueños eran enigmas clamando por interpretación. José, el soñador, el intérprete de misterios, fue llamado a descifrar el destino oculto en esas visiones.
«Las vacas son años, las espigas también,» dijo José con voz firme y clara. «Siete años de abundancia, seguidos por siete de hambre. El sueño es una advertencia, un llamado a la preparación. Los años de plenitud deben ser el tiempo de acopio, de sabiduría y previsión, para enfrentar los años de vacío y desolación.»
El destino de Egipto fue así revelado, un ciclo de abundancia y escasez escrito en el lenguaje de los sueños. Y mientras Faraón actuaba sobre la sabiduría de José, el pueblo se preparaba para enfrentar la prueba del tiempo, consciente de que en los sueños del monarca, la Providencia había hablado.
El teólogo al razonar en este sueño no pudo más que compreder que el pan es a la palabra lo que la vida al alimento. No se puede desestimar el pan en la vida bajo la custodia de una humanidad hambrinta… este es manjar que alimenta pero a su vez, no se puede vivir sin palabras que a manera de ecos del pasado nutren el alma, colman la inteligencia y desvelan mundos posibles donde se cultivaron verdades trassmutan en el viento histótico de de la noche.
Con esta reflexión, el místico continuó sus días, alimentando a su pueblo con pan y palabras, hasta que la hambruna lo venció. En su último suspiro, susurró: «He dado todo lo que tenía». Su cuerpo fue encontrado en la iglesia, rodeado de panes y escrituras, un sacrificio sublime en nombre de la fe y el amor al prójimo.
Pero su legado no murió con él. El pueblo, colmado de la sabiduría del teólogo, sobrevivió la hambruna. Recordaron sus enseñanzas y las palabras inscritas en el pan que cada día moldeaba. Así, en medio de la adversidad, aprendieron que la verdadera saciedad viene de compartir, creer y vivir en comunión. El teólogo había partido, pero dejó tras de sí un pueblo fortalecido, lleno de sabiduría y esperanza, un testimonio eterno de que el espíritu humano puede transcender incluso las pruebas más duras.
Y así, en los rincones de la tierra, en los campos dorados y en los corazones de su gente, el místico vivió para siempre, en cada palabra, en cada trozo de pan, en cada alma saciada por su devoción eterna.
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