Te voy a contar viejo, ahora que la tierra te acoge, cómo fue que no he podido encontrar el sentido de mi vida. Me sirvo de estas líneas que ya no podrás leer ni maldita falta te hacen pues ya anduviste servido de tristezas y quebrantos en tu discreto valle de lágrimas, tan infranqueable en tus últimos años como la luz a tus ojos ciegos.

No ha sido sólo el amor viejo. Un hombre necesita más lastre en sus espaldas para que le flaqueen las rodillas. Sólo cuando ves caer el definitivo jirón de esperanza te das cuenta de que el tiempo extra no será ya más que un tributo a la soledad. ¿Dónde se han ido todos?, solías intercalar en medio de unos de tus monólogos o al final de una frase que no llegabas a concluir porque te fallaba la memoria o un nudo en la garganta te cortaba el aliento. ¿Dónde se han ido? Yo, aún sabiendo que no podías verme, apartaba la mirada para respetar tu intimidad y porque me resultaba doloroso contemplar aquellos accesos de debilidad impensables sólo un tiempo atrás. No era propio de tí bajar la guardia; nunca lo hiciste y no lo habrías hecho de no ser porque la vejez y la nostalgia habían terminado de arrasar los baluartes de tu alma.

Hacen falta más cosas que la simple abolición del amor para que el corazón se seque. Tú lo sabías bien, tan bien que nunca me advertiste. Te lo agradezco enormemente pues te habría ignorado como se ignoran las señales del cuerpo que nos avisan del peligro, y tal vez ahora me hubiera sentido culpable. Al menos me evitaste pasar por eso. El sentimiento de culpa es una sensación horrible que no te deja dormir por las noches, convierte tus sueños en pesadillas y la vigilia en una permanente contrición. Yo arrastro muchas culpabilidades pero ninguna relacionada contigo. Sólo por eso, séate leve la tierra.

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