Océanos de pan recién hecho

Océanos de pan recién hecho

#bocadillo

Iloca (Chile), 21 de junio de 2057, 10:05 p.m.

El sol se oculta tras el horizonte y Clara sonríe. Toma su estilográfica y no le cuesta inspirarse, porque el inmenso Pacífico siempre le ayuda a que las palabras salgan de su cabeza dispuestas a movilizar la pluma.

«¡Otea la mar y dime qué ves! […] ¿Está tranquila o se agita? Cuéntame si se divisan los barcos que vuelven de faenar […]» recita al son que escribe.

Así es Clara. Acostumbra a plasmar en las páginas de su diario breves historias de pescadores en las que el protagonista es alguien a quien nunca amó, alguien que ni tan siquiera conoció; una quimera con forma de hombre que regresa de la Patagonia, de la Isla de Pascua, o incluso de las Islas Galápagos, y que lo hace únicamente por estar con ella. De esa manera, la muchacha le ofrece un poco de consuelo a su soledad.

Entonces, suenan las sirenas… No se asusta, ya sabe lo que toca: subir sin distracciones a la colina, un lugar elevado donde jamás la alcanzaría un posible sunami.

Kiev (Ucrania), 22 de junio de 2057, 5:05 a.m.

Al mismo tiempo que Clara ocupa su tarde-noche de letras, en el otro extremo de este planeta, las manos de Andriy amasan ese pan que se antoja oro. Los pozos ucranianos se secaron hace lustros y la lluvia no bendice la tierra, por lo que las cosechas son escasas. Si precipita, lo hará sin avisar y de un modo tan dañino que arrasará con todo. ¿Quién podría haber imaginado este apocalipsis?… Hace décadas que la guerra con Rusia pasó a la historia… Sin embargo, lo de ahora es infinitamente peor… Años atrás, hubiera resultado impensable enfrentarse a un enemigo de este cariz, invisible, y tan pertinaz, como para machacar la moral de las gentes a través de esa implacable arma que es el hambre.

Andriy alza su mirada: a su alrededor, los autómatas mezcladores están desconectados, no en vano, es mucho más barata la mano de obra humana que poner a funcionar aquellos artilugios. Así pues, el joven se llena de rabia… Siente que su vida no vale nada. De esta guisa, la desesperanza y la ira atraviesan sus dedos y se mezclan con la masa; su energía negativa se queda allá adentro, incrustada, atrapada en la amalgama de harina, levadura, agua y sal. Ese mal sentimiento que instantes antes había salido de sus entrañas soportará estoicamente las altas temperaturas del horno y se introducirá horas después en la boca del incauto o de la incauta que muerda la hogaza. Suerte que solo los más ricos de la ciudad podrán permitirse los ciento veinte euros que costará la barra de pan, porque entre los pobres, los cuales son la inmensa mayoría de la población, ya no hay encías sanas para más bocados de desilusión.

En ese momento, suenan las sirenas… El encargado realiza un gesto a los operarios de la fábrica y Andriy no lo duda, tiene bien aprendido el protocolo de emergencia: deberá bajar al refugio del sótano a esperar a que la lluvia de pelotas de hielo se pase.

Iloca (Chile) 21 de junio de 2057, 10:30 p.m., Kiev (Ucrania), 22 de junio de 2057, 5:30 a.m.

Veinticinco minutos después, Clara está sentada en aquella roca en lo alto del cerro. Pese a haberse estrenado el invierno, no hace ni chispa de frío; pero eso ya no es noticia, porque apenas si se notan los cambios entre estaciones… Nuestra solitaria joven cierra los ojos e intenta fantasear; de improviso, le llega el aroma a pan recién hecho, como el de antaño, ese del que casi no le quedan recuerdos. Desconcertada, recoge su pluma resuelta a describir lo que siente, aunque en el último segundo desiste: prefiere afinar sus sentidos con el fin de percibir al cien por cien la grata sensación de la corteza crujiente y la miga caliente…

Al unísono, a miles de millas de distancia, nuestro Andriy se imagina arribando a una costa. Sueña cómo el océano lo mece al ritmo que quieren las olas en tanto que se aproxima a un bonito pueblo de pescadores… Allá, encerrado en aquel búnker aguardando a que amaine la amenazante tormenta, nota, por primera vez desde que existe, algo que a buen seguro es lo más parecido a la felicidad: un cosquilleo efímero, ligero, prácticamente inalcanzable. Sin darse cuenta, una sonrisa le contrae la cara.

Iloca (Chile), 21 de junio de 2077, 10:05 p.m.

Han pasado exactamente veinte años de aquel conato de sunami, y al igual que en aquella ocasión, el sol deja entrever sus últimos rayos de luz sobre la línea que separa el agua del cielo, de modo que, en unos segundos, los tonos grises se apoderarán de los anaranjados, conforme ya hicieran estos, minutos antes, con las amarfiladas tonalidades de la tarde…

Clara está contemplando el maravilloso lienzo desde su rincón de siempre, con su cuaderno y su pluma al lado. Se siente muy pequeña, consciente de pertenecer a un todo infinitamente más importante; aun así, mientras deja que transcurra ese ciclo natural, envía a través de su mirada una tonta señal en forma de deseo:

—Dios mío, que esta plenitud que disfruto no se termine jamás. Y si ha de llegar la oscuridad, te ruego que siempre la atraviese acompañada —ora en voz alta.

Justo cuando las sombras comienzan a inundarlo todo, aparecen a lo lejos las luces de un barco. Poco a poco, la embarcación se agranda, toma forma y se acerca hacia ella…

En esos largos minutos de espera, un escalofrío la recorre de arriba abajo… Agarra la pluma y comienza a describir nerviosamente la escena:

«¡Clara, querida! ¡Otea la mar y dime qué ves! […] ¿Está tranquila o se agita? Cuéntame si se divisan los barcos que vuelven de faenar […]» anota y entona.

» Sí, ¡Aleluya! Hoy arriba un nuevo navío… “Kiev” tiene por nombre, y es de pabellón ucraniano… Hubo suerte; regresa cargado de pescado… Además, viene de muy lejos, de la Isla Clarence […] Ahí se baja el capitán de ojos azules y tez nívea… Me mira y sonríe […] Es como si me conociera […] ¡Qué vergüenza! […] Camina hacia mí… ¡Tierra trágame!».

—Clara, ¡mi amor! Sabía que estarías esperándome con tu diario. Ven acá conmigo, cariño… Durante estas dos semanas me he parecido a un «huevón», echándote de menos todo el rato.

—Estoy allá «al tiro», grandullón mío —le dice a Andriy, a la vez que se levanta de un brinco, lo abraza y se lo come a besos.

Y aquel buen hombre se siente muy afortunado. Nunca podrá adivinar que encontró a Clara gracias a las ondas de pan recién hecho que ella le había enviado; las mismas que habían atravesado kilómetros y kilómetros… las mismas que luego lo guiaron hasta ella a través de los océanos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS