Estoy sumida en los ecos comunes de cada noche: un rechinido sordo y pesado a mi izquierda, el crujir del vidrio tras un día de calor sofocante, el tic, tic, tic de las tuberías ocultas en la pared detrás de mí, el aullido furtivo de un perro lejano. Nada excepcional, nada fuera de lo ordinario. Es la noche y su melodía, ¿qué entonces, me hace apresar el cobertor con tal premura hasta dejar marcas entre mis dedos y en mis manos?
El aire bajo las cobijas empieza a ser sofocante, insoportable. Cierro los ojos y con un movimiento fluido saco la cabeza para tomar aire fresco. Una ventisca helada me acaricia la frente mientras los sonidos normales de la noche desaparecen de golpe. El morbo es más fuerte que mi voluntad. Abro los ojos y miro a mi alrededor: el cuarto cubierto de negrura, con algunas zonas salpicadas de la tenue luz biliosa que entra por la ventana, al otro lado de las escaleras. Nada extravagante, nada que provoque sobresalto.
Mis padres y mi hermana me lo han asegurado un centenar de veces al menos: estoy segura, no hay peligro, es tan solo la noche y sus bemoles. ¿Los ruidos? Tienen una explicación, tienen una razón, son inofensivos y esperados. ¿Las sombras? Mis propio temor, aseguran; nada se mueve entre las sombras de la noche cuando la quietud reina en la casa y todos descansan apaciblemente. Duerme ya, insisten, y olvida tus agobios. Es producto de tu imaginación. No es real, estás cansada.
Ellos no lo saben. No lo entienden. Ellos duermen tranquilos seguros del sosiego de la noche. Yo, sin embargo, sé. Yo sé. Yo he visto, ¿cuándo, dónde? Allá, a lo lejos, al otro lado de los parches de luz biliosa colándose por la ventana; allá, en el extremo lejano del pasillo donde las sombras se diluyen y todo queda bajo su alance. La noche es su aliada, la negrura su escondite, y la ignorancia su punto de entrada.
Desde su esquina mira, desde su esquina observa, desde su esquina escucha, desde su esquina murmura.
Desde su esquina, espera.
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