Crónica de un amor

Crónica de un amor

Uriel Vélez

15/07/2024

En el bullicioso mercado de la vida, ella era mi pan de cada día. Con su sabor dulce y su aroma tentador, me atrapaba como un pan recién horneado que no podía resistir. Desde el primer momento en que la vi, supe que sería mi perdición y mi consuelo, todo envuelto en una figura tan delicada como un pan de muerto durante el Día de los Muertos.

Era de esas chicas que brillan como la concha de azúcar más brillante en la panadería, siempre rodeada de admiradores que la miraban con ojos hambrientos. Pero yo era diferente; yo la miraba con ojos de panadero, tratando de entender los secretos de su masa, los misterios de su fermentación.

Nos conocimos en un café, donde el olor a café recién molido se mezclaba con el dulce aroma a pan recién horneado. Ella entró con esa sonrisa suya que hacía que mi corazón se derritiera como mantequilla caliente sobre un pan tostado. Nos sentamos frente a frente y nuestros ojos se encontraron como dos trozos de pan que buscan unirse en el horno.

Durante semanas, nos vimos regularmente. Nuestros encuentros eran como esos primeros bocados de pan caliente: crujientes por fuera y suaves por dentro. Hablábamos de todo y de nada, compartíamos risas como burbujas de levadura que hacen crecer la masa. Pero había algo que yo sabía desde el principio y que ella, por más que lo intentara, no podía ver: mi amor por ella era como la masa madre, fermentando lentamente, pero con una intensidad que pronto sería irresistible.

Sin embargo, mientras más tiempo pasaba, más claro se volvía que mi amor no era correspondido. Ella seguía siendo amable y cariñosa, pero como una hogaza de pan que ya está prometida a otro, su corazón pertenecía a alguien más. Era como si yo fuera solo un panadero más en la larga fila de admiradores que deseaban su atención, pero ninguno lograba satisfacer su apetito.

Intenté esconder mi dolor tras una sonrisa, como el relleno de una empanada dulce que oculta su tristeza bajo una capa de azúcar glas. Seguíamos viéndonos, compartiendo momentos que para mí eran como los mejores bocados de pan de centeno, llenos de sabor y profundidad. Pero cada encuentro era también un recordatorio de que, por más que me esforzara, yo no era el pan que ella ansiaba en su mesa.

Una tarde lluviosa, nos encontramos de nuevo en nuestro café habitual. El aroma de café y pan fresco llenaba el aire, pero mi corazón pesaba como una masa que no ha subido lo suficiente. Ella me miró con esos ojos que tanto amaba, pero su mirada ya no era la misma. Había un distanciamiento, una reserva que nunca antes había sentido.

—¿Estás bien? —me preguntó con esa voz suave que solía acariciar mis sentidos como el primer sorbo de chocolate caliente en invierno.

Asentí con una sonrisa forzada, tratando de ocultar el nudo en mi garganta como un panadero que intenta dar forma a una masa que se resiste. Hablamos de cosas triviales, de las nubes en el cielo y del nuevo sabor de los panes en la panadería de la esquina. Pero había una tensión en el aire, como cuando el horno está demasiado caliente y temes que el pan se queme por fuera antes de estar completamente cocido por dentro.

Fue entonces cuando lo supe. Ella me lo dijo con palabras suaves y compasivas, como quien corta una rebanada de pan con delicadeza para no desmoronarla. Había conocido a alguien más, alguien que llenaba su vida de una manera que yo no podía. Mi corazón se rompió como una baguette que se parte en dos al ser cortada.

Intenté mantener la compostura, como un maestro panadero que sabe que debe seguir trabajando a pesar del fracaso de su última creación. Me despedí con una sonrisa triste, sintiendo cómo cada paso alejaba un poco más mi alma de la suya. Caminé por las calles mojadas, con la lluvia cayendo sobre mí como el glaseado que cubre un panqué de plátano amargo.

Durante días, intenté ahogar mi dolor en el trabajo. Horneaba pan tras pan, buscando distraer mi mente de los recuerdos que me perseguían como las migajas de una concha en un mantel blanco. Pero no importaba cuánto me esforzara, su presencia seguía llenando cada espacio vacío como el aroma de pan recién hecho que impregna una cocina.

Las semanas se convirtieron en meses, y poco a poco el dolor se fue transformando en algo diferente. Acepté que mi amor por ella no sería correspondido, como un pan que no sube lo suficiente porque la levadura está muerta. Comencé a encontrar consuelo en los pequeños placeres de la vida, en el sabor de un bolillo recién horneado o en la textura suave de un concha de vainilla.

A veces la veía de lejos, como un espectador en la panadería que observa cómo se elabora el pan sin ser capaz de tocarlo. Ella seguía siendo hermosa, con esa aura de gracia que siempre la había rodeado. Pero ahora la miraba con los ojos de quien sabe que su lugar no está a su lado, sino en algún rincón tranquilo donde pueda amarla en silencio, como se ama a un pan que nunca será probado.

La vida siguió su curso, como una masa que sigue fermentando aunque el panadero ya no esté. Aprendí a apreciar la belleza de la vida en todas sus formas, incluso en aquellas que me recordaban a ella. El amor no correspondido me enseñó la paciencia y la humildad, como un pan que necesita horas de reposo antes de ser horneado.

Hoy, cuando miro hacia atrás, veo nuestro tiempo juntos como un delicioso pan dulce que fue compartido y disfrutado, pero que nunca fue destinado a ser consumido por completo. Aprendí que el amor puede ser tan efímero como un croissant recién salido del horno, pero también tan reconfortante como una taza de chocolate caliente en una noche fría.

Y así sigo, como un panadero que continúa haciendo su trabajo con pasión y dedicación, sabiendo que el verdadero amor no siempre se encuentra en el objeto de nuestra devoción, sino en la capacidad de amar profundamente, incluso cuando el destino decide llevarnos por caminos diferentes, como las migas dispersas de un pan que se desmorona al ser cortado.


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