– ¿A qué sabe el pan? – pregunto a mi madre.
Sentada en la silla de ruedas, pequeña, encogidita no me responde.
– ¿A qué sabe el pan? – repito.
Y ella tan tranquila, sin responder. Me mira con los ojillos entrecerrados con una risita que me parece burlona.
Y no puede ser, pienso. Está bromeando, como le gusta enredar, como un niño pequeño.
La hormiga transporta una miga de pan, ínfima para nosotros, pero sin duda de un peso y volumen titánicos para ella; mi madre y yo la miramos desde lo más alto. Mira hacia arriba y solo alcanza a ver la suela, para ella gigante, de mi zapato, que la aplasta, hormiga, miga, todo lo que pillo. Y no alcanzo a comprender la razón de mis actos, es tan arbitrario…
– ¿A qué sabe el pan? – pregunto a mi madre.
Sentada en la silla de ruedas, pequeña, encogidita no me responde.
– ¿A qué sabe el pan? – repito.
Comienzo a gritar, por qué no me responde, agito la silla, agito a mi madre, sus gafas resbalan por la nariz, el pelito limpio y liso se enmaraña.
La hormiga crece y se hace gigante, lo ocupa todo, lo sabe todo, lo puede todo, la miga de pan también crece y se convierte en una hogaza inmensa, ella parte pequeños trozos y me los da a comer mientras murmura una letanía, supongo que por la pequeña aplastada bajo mi pie. Aprovecho para preguntarle por el silencio inaudito de mi madre, pero tampoco me responde, se limita a darme más pan y a murmurar más letanías. Como no tengo nada mejor que hacer repito sus palabras y como más pan. A medida que como y hablo, todo queda grabado en mi interior y dejo de preguntar por el mutismo de mi madre.
– ¿A qué sabe el pan? – pregunto a mi madre.
Sentada en la silla de ruedas, pequeña, encogidita no me responde.
– ¿A qué sabe el pan? – repito.
Recuerdo los sábados de tele, los abrazos, su olor. Me gustaría que todo fuera como antes. No consigo visualizar la última vez que hablamos. Ciertos recuerdos son tan lejanos que ni tan siquiera son borrosos.
La hormiga lleva una túnica, es de tamaño humano, porta un estandarte con algún tipo de símbolo y un trozo de pan. Me ofrece y como. No está tan rico como el de la hormiga grande, pero me gusta. Recita también frases que se repiten y no tardo en aprenderlas. No sé lo que significan, pero no me importa. Me instalo en el pasado y pierdo la fuerza para luchar o resistirme.
– ¿A qué sabe el pan? – pregunto a mi madre.
Sentada en la silla de ruedas, pequeña, encogidita no me responde.
– ¿A qué sabe el pan? – repito.
Comienzo a sollozar, no encuentro la solución. Llevo a mi madre de vuelta a su casa. A su lado una hormiga en silla de ruedas está triste. Hoy no la han venido a ver. Mueve las antenitas delicadamente como si quisiera decir algo. Mi madre la mira con los ojillos entrecerrados y con una risita que me parece burlona.
– ¿A qué sabe el pan? – pregunto a mi madre.
Sentada en la silla de ruedas, pequeña, encogidita no me responde.
– ¿A qué sabe el pan? – repito.
Miles de hormigas giran en círculo, círculo de la muerte lo llaman. Han pedido el camino de vuelta a casa, algún problema con las feromonas, giran y giran sin parar en torno a una piedra o una miga o es quizás una cruz. Seguirán girando y girando hasta que mueran.
– ¿A qué sabe el pan? – pregunto a mi madre.
Sentada en la silla de ruedas, pequeña, escogidita no me responde.
– ¿A qué sabe el pan? – repito.
Una hormiga pequeñita, escueta, ínfima me dice que no pregunte más que no voy a obtener respuestas.
El pan sabe a mierda, sabe a sal, a sudor, está seco y mohoso, sabe a mar, sabe a bosque, sabe a todo y no sabe a nada, sabe a muerte, sabe a sol y a oscuridad, sabe a roble y sabe a encina, sabe a luz y sabe a rabia, sabe a mariposas muertas, sabe a burro peludo, sabe a olvido, sabe, sabe, sabe….
Miro a mi madre con los ojillos entrecerrados y una risita que me parece burlona.
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