El cambio del verano al otoño en esta región apenas se percibe, es un cambio lento, donde por fin para algunos, dejamos de sentir el calor apabullante de los meses previos, y poco a poco el aire agobiado se renueva al tiempo que los ánimos menguan preparándose para un frío más bien sutil que baja desde la cordillera hacia el valle del Mapocho.
Me gusta el otoño, tengo bellos. Acá es hasta poético, lento, frágil, colorido, en mis recuerdos en cambio, las hojas siempre estaban mojadas y acuñadas en una amalgama fangosa; su llegada era abrupta, el escaso calor del verano se perdía de pronto y el frío llegaba en forma de vientos y lluvias que se diferenciaban por su intensidad y duración en días o semanas, según sea otoño o invierno. Pero pese a eso, las sensaciones que me evoca las revivo con una nostalgia embriagadora y disfruto del movimiento, y los recuerdos me conmueven desde lejos, como el olor a leña mojada, o el calor de una estufa a leña y el sabor del mate amargo.
En los primeros días de un otoño en que no recuerdo el año, mucho menos el día ni la fecha exacta, me encontraba descansando del trabajo diario en una banca del parque Forestal, cercano al museo de Bellas Artes, cuando el sonido invasivo de dos discutiendo llamó mi atención. Se trataba de una pareja de jóvenes, él con camisa de franela a cuadros, ella con ropa tejida y holgada, a ratos acaloradamente alzaban la voz y se acusaban mutuamente. Ninguno de los dos parecía entenderse ni mucho menos hacían el esfuerzo por escucharse, sus rostros, pleno desconcierto, sus cejas, revelaban el enojo, el asombro, la impotencia y finalmente la tristeza.
A esas horas, el zumbido en los alrededores del parque se quedaba en las calles y los auto y las micros y las motos dominaban el entorno, en el medio, por el contrario, se podía oír a veces el trinar de palomas, tordos, zorzales, cometocinos y otras aves que con mucho menos frecuencia se avistaban en medio de la ciudad.
– Eres demasiado infantil. Me hiciste llorar y eso no se hace.
– Quizás me equivoqué en la forma pero lo que sentí fue verdad, yo igual me quiero.
– Eres un arribista.
– ¡Vah! Qué curioso porque en menos de un año me han dicho “abajista” y ahora “arribista”.
Unos pocos minutos y una brisa tempestiva meció de golpe las ramas, se escuchó un leve crujir, e inmediatamente unas hojas rendidas se arrastraron por el rededor de mi banco. La noche rondaba pero aún quedaba luz del día. En un momento dado y sin perder de vista a la pareja, escondí el ojal rasgado de mi manga en el bolsillo de mi abrigo y fue entonces que mis dedos palparon un papel arrugado, pequeño, que emergió de algún descosido umbral dentro de mi bolsillo. Se trataba de un pequeño papel que resultó ser un café cercano al parque, pero no podía recordar de dónde lo había sacado.
-
¿Y tú quién te crees, a ver, dime, quién crees que eres?
-
Discúlpame pero no soy yo el que habla de otros siempre ¿te gustaría que te hable de la Meli o la Camila? No lo creo.
La discusión de los jóvenes poco a poco fue subiendo en intensidad, y de pronto sentí la necesidad de abandonar mi banco y acudir a aquel lugar que señalaba la tarjeta. Levanté entonces mi mochila de género y emprendí rumbo hacia el sur.
– Aprendí a no estar con gente que solo recuerda lo bueno ¡y más encima me lo enrostra!
– ¿entonces quieres que sea una amargada como tú?
– No pero ¿cómo no ves que me cuentas cosas que me hacen mal?
– Pero si te las cuento ¿qué tiene de malo?
– ¡No me interesan tus amantes! ¡Entiende!
Antes de dejar el parque contemplé a la pareja por última vez; el joven de camisa se había puesto de pie y se marchaba solo, ensimismado, en dirección contraria a la mía, dejando la silueta de la muchacha inmóvil, con la mirada gacha bajo el alero de un quillay. Crucé en medio de la calle. Al llegar al otro extremo, la muchacha se había puesto también de pie, y caminaba en dirección oriente, volteando atrás de vez en cuando.
Cruzando en dirección al metro me invadió el recuerdo de Evelin, con la imagen en la pupila de la joven mirando atrás recordé de pronto nuestra primera discusión fuerte en la plaza Brasil. Aguardé esta vez la señal del semáforo. El pasaje tenía solo una vía para autos mientras que la otra era peatonal. Rodeada de descascarados árboles y circundada por históricas fachadas de un lado y edificios de 20 pisos por el otro, el estrecho pasaje era una pugna entre la modernidad y una anterior época de esplendor. Poco a poco fui sumergiéndome en la penumbra de aquella confrontación urbana hasta que di finalmente con el nombre del café, casi al final del callejón, cercano a Bellas Artes.
Tomé asiento en una pequeña silla elevada frente a una mesa individual de forma circular y sumamente encogida, cubierta por un mantel de rombos blancos y rojos que se expandieron incómodos por mis rodillas. Tras de mí se alzaba la calefacción piramidal que invadía el entorno de mi mesa. La terraza proponía un ambiente aislado que a ratos era inundada por el bullicio de ecos que rebotaban y se expandían por todo el pasaje. Afuera, perpendicular, reinaba el caos de la gran ciudad y del ruido que emanaba, resonaban a veces palabras ininteligibles de oleadas de sujetos que discurrían cada día, a toda hora por aquellas vías aledañas al cerro Santa Lucía.
Una silueta se asomó en la puerta y tras un rápido vistazo a los asientos notó mi presencia y se dirigió hacia mí. Un joven bien vestido tomó rápidamente mi pedido tras saludar cordialmente y serio, pero condescendiente, anotó mis deseos en una amplia tableta digital. Al cabo de unos minutos y tras traerme una taza pequeña humeante junto a un igualmente pequeño trozo de pastel, me dispuse a revisar las observaciones que en la nube horas antes subí para intentar completar mi trabajo del día siguiente.
En esto me encontraba cuando una voz grave, rasposa y desgastada, en un tono particular, pronunció una frase que no entendí en principio, pero que luego se fue aclarando. El hombre que estaba frente a mí y que ignoré por su disposición solitaria, mantenía su mirada en un amplio teléfono tendido sobre el mantel de rombos y me habló, apenas notó que le miraba, de un asunto circunstancial que no me interesaba. Bajo su mano izquierda junto a la taza de café y apoyada sobre su mesa igual a la mía, había una ancha carpeta con decenas de pequeños papeles en cuyas anotaciones asomaba un timbre que firmaba “Poder Judicial”.
Así fue que el hombre se presentó como juez de la República y me preguntó si estaba informado de tal caso y me contó que él había sido el encargado de llevar tal causa. Intenté seguirle la corriente un rato, le hice algunas preguntas de cortesía a las que respondió efusivamente y sin pausa alguna.
Terminando su breve cátedra, aproveché su silencio y bajé la cabeza para mirar mi celular y tomar un sorbo del café, cuyo vapor a esas alturas ya se diluía. Me sentía cansado.
– ¿Puede creerlo señor? ¡La prensa! ¡esos hambrientos!
Me volvió a hablar con un tono más efusivo, pero yo no le respondí.
Intenté ignorarlo, pero él no se percató. Asentí fingida una sonrisa cuando me interrogó nuevamente. De pronto recordé las responsabilidades del mañana, se me hacía tarde, estaba cansado, pero no podía fallar. Y Evelin… después de tantos años aún la miro con nostalgia. Recuerdo unos charcos fangosos y el gris verdoso de las hojas en un otoño tomados de la mano, tarde en que le dije que estaba enamorado, cuando un silencio se hizo de repente, pero que sería interrumpido por tercera vez. Esta vez respondí:
– Señor, me encuentro un poco cansado. No tengo intención de conversar.
El juez me miró fijamente. Tomó de una cigarrera un tabaco delicadamente armado y lo prendió sin quitarme los ojos de encima. Del humo emergió un manto que se esparció por su rostro y de pronto ya no le vi.
– Déjeme decirle una cosa, tan solo una cosa… escúcheme…
Me ignoró. A mi alrededor todos estaban entusiasmados en sus propios asuntos, la mayoría encorvados, mirando sus pantallas de celulares, emitiendo muecas de reacción al desliz de sus pulgares y fue entonces que comprendí aquel silencio. Miré nuevamente al hombre frente a mí, mientras el humo se hacía más denso, y tras la siguiente bocanada de su cigarrillo la figura de aquel juez comenzó lentamente a desdibujarse, como si se perdiera entre el humo, como si su silueta se fuera por el aire y en la penumbra de aquel pasaje, me sumergí yo también en la imagen de un atardecer perdido en mi memoria. ¿Qué será de Evelin?
El brillo imprevisto del foco de una moto estacionada en la vereda del frente se reflejó terrible en las dilatadas pupilas de la figura que emergió frente a mí, y como la niebla en una noche sin luna, el pesado humo de su tabaco se esparció de pronto entre las mesas arrebatando de a poco las últimas muestras de luz que a esa hora impregnaban los rombos blancos y rojos. De aquel ser brotaron palabras a raudales que inundaron en seguida todo el café, la calle y las mesas, los edificios y más allá, consumiendo todo como un embravecido océano de culpas. ¿Qué me pasaba? A Evelin la quería, pero siempre dudé, nunca en verdad le creí.
– Ya estoy cansado – le dije finalmente.
– ¿Qué cosas me dices?
– Que estoy muy cansado.
– También yo, por fin me dices una palabra. ¿Quieres que nos veamos mañana mejor?
– Creo que sí Eve, mañana será mejor. Te acompaño al metro.
– Está bien. Te quiero ¿ya?
Pero yo no respondí. No dije nada. Subió al vagón y movió su mano en señal de despedida. Yo también hice lo mismo. En mi garganta, el dolor a mi regreso me dislocó la voz y me acompañó hasta casa aquella tarde. Desde entonces, la angustia no se iría, incluso en los años que vinieron.
Desperté de sobresalto de la visión cuando oí una voz apacible que me trajo devuelta. Como un faro en la tormenta, llamó mi atención y me trajo de vuelta. Y allí, sentado en la terraza de un café, nuevamente me encontré con el juez frente a mí, pero esta vez él estaba inmerso en un profundo silencio. Una joven risueña y amigable se presentó frente a mí:
– Señor, ¿desea usted algo más? – repitió. Moví la cabeza y se marchó con una sonrisa dibujada.
El hombre frente a mí ahora yacía impávido, con rostro desmejorado y a la vez entristecido, estaba encogido tras la pequeña mesa sobre la que apoyaba sus cansadas manos, mientras yo, sin saber qué ocurría y tras un largo silencio, únicamente le contemplé.
– Hace cuatro años fue su partida. Desde entonces solo me he dedicado a mi trabajo. No hay día en que no la recuerde y no hay pena que me libre de su memoria. Mientras el juez decía esto comenzó a sollozar, pero pareció recobrarse rápidamente. Fue entonces que me dirigió fugazmente una mirada con notorio gesto de vergüenza y tomó un sorbo de la pequeña taza en la mesa cuyo vapor ya se había esfumado por completo.
– Discúlpeme, voy al baño.
Asentí con la cabeza. Y en cuanto se hubo apartado lo cierto es que me alivié.
A lo lejos, en el trozo de paisaje oculto antes por la vasta contextura del juez, una figura con chaleco reflectante se contrastó con su amarga presencia. El sereno y pausado paso con que ejecutaba su labor llevó posar los ojos sobre la niebla que producía el rocío de su riego, y noté, cómo en el diminuto arcoíris que se formaba, surgía la imagen de un sol resplandeciente y hermoso que se extraviaba en el recuerdo de un verano en el sur.
Rápidamente me acerqué al joven que me atendió en primer lugar y pagué ambas cuentas, la del juez y la mía. Tomé mi desgastada mochila de género que siempre llevaba conmigo y me fui de aquel café tan rápido como había llegado.
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