8.- Un ángel guardián

Desde detrás de la barra, todo tiene una perspectiva diferente. Julián llevaba a cargo de aquel café más de treinta años, se podría decir que no conocía otro lugar que no fuera ese. Un campo de batallas donde jugar cuando era pequeño, escondiéndose entre las piernas de los clientes mientras jugaba al pilla, pilla con su primo Enrique. Siempre habían clientes en el viejo café, ya desde siempre Julián padre contaba con una clientela fija, hombres que después de la jornada laboral pasaban a tomar la última antes de regresar a sus hogares. Muchas veces, sobre todo en fin de semana, esos clientes venían con sus hijos, a pasar la mañana, y mientras los adultos se entretenían jugando a cartas o dominó, el pequeño Julián, se entretenía jugando con algunos de los hijos que hasta allí eran llevados por sus padres. También estaba su primo Enrique uno de los 5 hijos de su tío Iván. La música siempre presente. Julián no recordaba un día sin que en el viejo tocadiscos no sonara una canción de Fran Sinatra, de Los Brincos e incluso de Los Beatles. Todo tipo de música era bienvenida en el Café El Pueblo.

Ya de mayor Julián había intentado hacer lo mismo con Andrea, su única hija, y hacerla participe de las labores del negocio familiar. Tarde o temprano tocaba retirada y el buen hombre se negaba a no dar continuidad al viejo Café.

Andrea y Lucas eran de la misma edad, ya de pequeños habían sido buenos amigos, y eran interminables las horas que pasaban en aquel lugar, no sólo jugando, sino charlando y haciendo los deberes. Con el tiempo y planes de futuro diferente, ella marchó a una gran ciudad a perfeccionar sus estudios y quién sabe si ha formar lejos de su nido, una nueva familia. Y aunque la distancia entre los dos había sido latente, ambos se recordaban con un inmenso cariño.

Mientras secaba los vasos recién salidos del lavavajillas, el pobre Julián observaba, con los ojos vidriosos el declive al que casi sin querer se había dejado llevar su querido Lucas. Casi como un padre, ya que lo vio crecer y este perdió al suyo cuando sólo tenía once años, Julián siempre trataba de aconsejar, de encausar la vida de Lucas. Siempre pendiente de él, como un buen amigo, como un ángel guardián.

Habían pasado ya muchos meses, casi seis, desde que Lucas se había alejado de su familia. Roto por el dolor y una sobredosis de abandono, se había pedido una baja por depresión, y pasaba los días de esquina en esquina, bebiendo y juntándose con malas compañías. Fue a finales de agosto cuando Julián lo encontró dormido en un banco del parque, estaba sucio, meado e inconsciente, una botella vacía de vodka adornaba aquella desoladora estampa. Julián roto de dolor por ver a aquel chiquillo en ese estado, se hizo cargo de él.

Mi niño, pero como has acabado así- Le preguntaba Julián mientras le sostenía la cabeza e intentaba buscar la verticalidad de aquél cuerpo inerte. Roto por el dolor del momento, Julián no pudo contener sus emociones y sus ojos se inundaron de lágrimas.

Lucas no respondía, debía tener un fuerte coma etílico, y estaba claro por las pintas qué llevaba, que no era sólo de un día, todo lo que llevaba acumulado.

Ya en casa de Julián, y tras día y medio durmiendo la mona, Lucas despertó en una habitación que no le resultaba del todo extraña. Sin poderme levantar, al menos de momento, se bastaba con ir girando su cabeza lentamente, para ir identificando los diferentes objetos que se iban presentando delante de su cara. Reconocía aquella lámpara de techo, de colores brillantes y luz atenuada. Echo en falta algunos poster en las paredes y algún que otro peluche en la cama, pero tenía claro dónde se encontraba.

Lentamente y agarrado al pasamanos de la escalera, pudo ir bajando peldaño a peldaño hasta llegar a la cocina. Ya en el umbral de la puerta, una sensación de estupidez y ridículo lo había invadido por completo. Con la mirada fija en él, sentado en la mesa y sosteniendo una taza de café, se encontraba Julián quién el día anterior lo había rescatado del parque para llevarlo hasta su casa.

¿Se puede saber que coño te pasa?- La pregunta fue directa hacía Lucas, acompañada de una mirada enfurecida y un tono de voz, que nunca le había recordado. -Te crees que puedes destruir tu vida de esta forma, después de pasar por lo que has pasado. ¿Que carajos te pasa Lucas?- Le gritó Julián, fruto la de desesperación y el miedo que tenía de no ser capaz de reconducir esta situación.

No eres mi padre, no necesito un padre, y no entiendo a que viene tanto cabreo- Se defendió Lucas de primera – ¿Acaso ahora se preocupan de mí? ¿Ahora importo? – El tono de voz de Lucas se iba quebrando a medida que sus palabras salían escupidas de su boca -Yo no pedí esto sabes, yo no quería esto. Sólo me fui, para estar en paz conmigo mismo- Unas lágrimas empezaron a florecer en los ojos de Lucas, cuando este se giró buscando la salida y se despidió con una última frase -Déjame en paz, no eres mi padre-. La puerta se cerró de un portazo y allí se quedó con su pena, sentado en la mesa, con una taza de café. Julián estaba seguro que no sería la última vez.

Y mientras seguía secando los vasos, veía como Lucas abstraído con la cabeza apoyada en las enormes cristaleras garabateaba con sus dedos, siguiendo el vaivén de las gotas que chocaban al otro lado del cristal. Lucas llevaba varías semanas viniendo al Café, siempre los miércoles, siempre solo. Llegaba borracho, se pedía una copa y se sentaba a esperar, a dejar el tiempo pasar. Julián como cada miércoles le llevaba una buena taza de café, y en ocasiones si tenía tiempo, se sentaba un rato frente a él, para charlar e intentar convencer a su casi hijo, que el camino que estaba tomando no era el adecuado. Muchas veces no le entendía, Lucas llegaba en un estado de embriaguez muy grande, balbuceaba, y con la lengua trabándose a cada dos palabras, le contaba lo feliz que era. Le hablaba de Alma, ese nuevo amor que había aparecido y que había aportado luz a su oscura vida, le contaba los planes que tenían, las aventuras que ya habían compartido. Y en ese momento, sólo en ese momento, los ojos de Lucas se iluminaban como cuando era niño, como Julián los recordaba al verlo jugar con Andrea.

Alma esto, Alma lo otro, yo la quiero, ella me quiere. Como un niño chico narraba cada historia con lujo de detalles, le recordó su primera cita, el día que había por fin dado el paso, y le había dicho de ir a su casa. Otra cita, esta vez en su piso, pasarían una tarde pintando, charlando y creando. Julián muchas veces lloraba, la impotencia al ver y escuchar todas aquellas historías lo deshacía por dentro. -“Pobre niño, ay mi niño”-. Se repetía una y otra vez.

-Y eschucame Yuliannn, hoy también vendrá Aallma, y cómo cada mir coles, charlademos y nos bebemos una copita.- Y volvía a poner la vista perdida, apoyado en la ventana y con la vista perdida en la calle.

Y como cada miércoles, hasta allí no llegaba nadie, como cada miércoles, Lucas pasaba las horas esperando que su borrachera pasase. Cada miércoles en ese bar, y cada día de su vida, esperaba un amor que no llegaba, que no existía.

Sus excesos en el consumo de alcohol, lo habían llevado a un estado de fantasía continua, donde había creado un personaje, alguien a quien querer y alguien por quien ser amado. Aquellas tardes de verano, los viajes nocturnos a la playa, sus conversaciones y risas, la complicidad de un nuevo amor, todo lo que Alma representaba, se desvanecían lentamente al ritmo que que los efectos del alcohol se le pasaban.

En su cabeza existía un mundo ideal, con una mujer perfecta, que estaría siempre ahí para él. Mientras llegaba el sólo tenía que seguir esperando, con la cabeza en el cristal, dibujando corazones con las gotas de lluvia del otro lado del cristal.

Clin, clin! Sonido estrepitoso capaz de sacar de una conversación a cualquier pareja de enamorados. La puerta nuevamente se abría, una nueva visita llegaba. Casi como por inercia, Lucas despegaba su frente del cristal y esperaba ver llegar al amor de su vida. Aunque quizás en lo más profundo de su ser, sabía que nunca llegaría.

-Papá, papá! Ya estoy de vuelta. Tenemos que arreglar esta puerta.

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