Lucas era frágil, muy frágil. Tras la máscara de un tipo divertido, duro y algo atrevido se escondía un hombre tímido, lleno de miedos e inseguridades. Nunca le fue fácil expresarse, utilizar las palabras como piezas de un puzle muchas veces difícil de ubicar se convertía en una tarea imposible, sobre todo cuando estaba delante de ella.

Ya desde muy joven había aprendido a crear un personaje, un doble, el otro Lucas, el que parecía divertido, el elocuente, gracioso y oportuno, ese Lucas no era real, pero con el paso del tiempo le fue ganando la batalla al verdadero, y muchas veces se preguntaba a sí mismo si su forma de actuar no estaría matando, eliminando a su verdadero ser.

En la intimidad de su hogar, el Lucas altanero se quedaba colgado en la puerta de entrada, nada más llegar, ese disfraz, esa máscara caía al suelo, y el volvía a respirar, a sentirse libre. ¿Por qué tengo que ser así? ¿Por qué no mostrarme tal como soy? Las respuestas a todas las preguntas que él se hacía, siempre eran las mismas, el las conocía. Lo más probable es que nadie quisiera conocerlo, quizás nadie se fijaría en él, quizás nadie se sentiría atraído por su persona.

Le gustaban los silencios, sentir la nada a su alrededor. Desde pequeño se sentía alguien observador, intentando capturar cada detalle de lo que a su alrededor ocurría. Qué pena de tener los ojos tan chicos, siempre se decía a sí mismo, que pena, no verlo todo de un tirón, y poder capturar mejor cada detalle. A ella aún no la había memorizado, necesitaba más tiempo.

Si tuviera que escoger un momento, al que volver una y otra vez, dentro de todos los buenos ratos que había pasado con ella, siempre había una imagen preferida, un recuerdo favorito. La cama siempre protagonista, la desnudez como único atuendo, uno cerca del otro, y el con sus tímidos dedos recorriendo pedacitos de su piel, piel blanca y sedosa que invitaba todo el rato a ser acariciada, a ser tocada y disfrutada. Uno, dos y tres lunares, dispuestos en línea recta como si fueran pequeños soldados preparados para el desfile, y justo en su vertical, uno, dos y tres lunares, una L perfecta, una señal, una estúpida idea. Lucas acariciaba y repasaba cada lunar, y se decía a sí mismo, L de Lucas, ella lleva mi nombre. La cara externa de su muslo izquierdo se había convertido en su lugar favorito, en su zona segura, y aunque el ya no estuviera, esa L sería para siempre. Es curioso como esa necesidad humana de posesión llega a nublar en ocasiones los momentos más dulces. Él no quería, no tenía necesidad de ser su dueño, no podía pedir lo que no estaba dispuesto a dar. Sólo le pedía tiempo, tiempo de silencios, de miradas y vergüenzas, tiempo para reír y hablar, conocerse y quien sabe, “Lo que surja”.

Lucas sólo era de Lucas, su cuerpo, su mente, su alma, sólo le pertenecía a él, y entendía que todo el mundo hacía lo mismo, y que no había acto más hermoso, más generoso, que el compartir lo que era suyo con alguien como ella. Pero volvía a estar sólo a sentir ese vacío que muchas veces lo carcomía. Entendía que la soledad era necesaria, curativa de su ser más profundo. El la recibía y la aceptaba, pero el vacío era lo duro, lo cruel y despiadado, no tener un propósito, un objetivo, era lo que lo angustiaba. A veces estar sólo es simplemente un preparativo de lo que está por venir, pero cuando no esperas nada, cuando no te va a llegar nada, la soledad se hace eterna, cruel.

Pintar, escribir, leer, se habían convertido en sus pasatiempos favoritos, en su cura para el vacío, en su tierra fértil que llena un pozo infinito. No se sentía especial, ni siquiera cuando ella se lo decía, pintar cuando no eres pintor, escribir cuando no sabes hacerlo, y leer, eran simplemente material para llenar el profundo hueco que sentía en su interior.

Horas, podía pasarse horas tirado en el suelo, le encantaba estar allí, sentir el frío, la firmeza del pavimento que sujetaba todo sus cimientos. Siempre que podía contaba la misma anécdota “Pues yo de pequeño quería ser alfombra” y la gente sonreía, algunos pensaban que estaba loco, pero es que era verdad, desde chico siempre le gustó estar en el suelo, pegar su oreja y escuchar, nada.

Cada tarde tenía el mismo ritual, llegar a casa, desnudarse en la entrada y recorrer el corto pasillo hasta llegar a la ducha, el baño se encontraba justo frente a su habitación. Una ducha fría, para calmar su cuerpo, para retraerlo del tedioso día a día. Un lugar para volver a respirar, volver a ser el, solo Lucas. Muchas veces, secarse los pies era suficiente, apenas seis , siete pasos bastaban para llegar a su habitación, tumbarse boca arriba en la cama, “Alexa, música tranquila”, mirar al techo y respirar, largo y profundo, notar que poco a poco sus ojos se van cerrando, y que la música que suena empieza a alejarse para ganar protagonismo el sonido de su respiración, coger aire lento, sin prisas, aguantar unos segundos y dejarlo ir poco a poco. Eran sólo unos minutos, pero suficiente tiempo para ordenarse a sí mismo, para sentir que todo está en orden, todo tranquilo.

Se levanta, aún se siente extraño, pero cada vez menos, de camino a la cocina, repasa con su mirada los cuadros de la pared. Son perfectos, no tanto por el resultado estético, sino por cómo fueron concebidos, hacía tiempo que no tenía una tarde como aquella. Recordó cómo fue elaborando aquella cita, no le gustaba utilizar ese concepto, cita, no era tal, o al menos no en la idea básica que todos pensamos, quizás mejor decir encuentro. En aquellos días tenía siempre unas ganas locas de verla, no es que ahora no sintiera lo mismo, pero se notaba a sí mismo, más calmado, sereno. Algo diferente, algo nuevo y que parezca interesante, esos eran los criterios que tenía que tener aquella tarde, para que ella no dijera que no, cuanto miedo al rechazo. Su sonrisa lo acompañó a lo largo del pasillo, el último detalle de ponerle cartelitos con los nombres y una pequeña descripción, le parecía una genial idea.

La luz de la nevera ilumino su cuerpo, el frío que rápidamente lo envolvió le recordó que estaba desnudo, descalzo, libre. Le hacía gracia pensar que alguna vecina octogenaria se escandalizara si viese a su vecino de enfrente, andar en pelota picada por su piso, le divertía la idea, pero era poco probable que esto sucediera. Casi nunca habían cervezas, ni refrescos, agua fría, su bebida favorita, el menos cuando estaba el, cuando era el. Casi siempre estaba vacía, cada día se iba convenciendo más que las neveras de un soltero están siempre vacías. La fiebre de comprar cosas simplemente por tener algo que ver, se le había pasado, ya no iba cada dos días al súper de turno, a comprar para rellenar. Ya no era necesario, al menos de eso ya estaba curado.

Un sonido llamó rápidamente su atención, un bip diferente, exclusivo. Cada vez que ese sonido entraba en su cabeza su corazón latía a mil. Una señal que indicaba que ella estaba allí, que estaba para él. Cada día era más consciente de cuál era su realidad, de lo que ella significaba para él. Apenas sostuvo su teléfono en su mano, sin llegar a descubrir cuál era su mensaje, un pensamiento ocupó todo su ser.

“Creo que me estoy enamorando”

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