EL CHALO.
Aspiró hondo, hizo puños, luego clavó con las uñas la palma de sus manos. Las mismas manos sudorosas que temblaban casi toda la semana al verla. Ahora, en la avenida, mientras esperaba debajo de la sombra rectangular que edificios enladrillados alargaban por toda la calzada de la calle Vilcanota, seguía con la vista, el paso de los uniformados agrupándose al borde del colegio.
El sol lamía las paredes de las casas, negocios, factorías, ciertos pedazos de terrenos roídos por el polvo y tufo de combis. El ambiente arenoso, hacía picar los ojillos secos de los transeúntes, sus rostros tersos, labios partidos y adormecidos. Chalo se abrió entre ellos y al llegar, la jaló del brazo y le dijo hola. Pronto unas nubes blanquecinas desfiguraron el brillo del medio día. Las olas de su cabello perdieron su gracia, y al borde de la esquina, el silencio fue insoportable. «Seguro le fue mal en el examen de hoy». Llegaron hacia la avenida Urubamba, cruce de ciertas combis que se dirigen hacia Ate Vitarte. Pocos metros después, calculó la distancia de la vereda que conectaba con el dédalo de la esquina. Volteó a verla. No sudaba. Entonces dijo rápido: «¿Quieres estar conmigo?» Azucena lo miró arriba abajo, y echando su cuerpo hacia atrás para estirarse (por lo cual se apreció las trenzas bien sujetadas como dos sogas gruesas) se desperezó. Al llegar al pasaje de su casa, sofocada por el calor, le hizo adiós muy rápido con la mano. «Hablamos mañana, mejor, ¿ya?».
— ¿Y en la tarde? —gritó Chalo.
—Hoy no, es mi confirmación —se detuvo, en la pampa de tierra, mientras sacaba sus llaves y abría una puerta de vidrio, porfiada por fierros entrecruzados—. Mañana en Círculo.
Volvió a su casa, confundido, y concentrado de aquello que se le revelaba ahora como novedoso y, sin embargo, desolado. Se imaginó con ella, amándose, queriéndose.
— ¿A dónde vas bien cambiado? ¿No tienes Círculo? —Entró su madre al cuarto, viéndolo hecho un anís.
— ¿Me das veinte soles?
— ¿Qué hay?
—Voy a salir con Juanchito al ovalo después, queremos comprar algo.
Su madre había comenzado a hablar y mientras tanto, Chalo pensaba: «Voy a la botica de don Alejandro. No, le avisará. Mejor voy donde el mercado y si me ve alguien…, puedo llevar bolsa»
Al terminar de comer dejó su plato en el lavadero. La madre seguía hablando.
— ¿Hora de llegada? —increpó, por último.
—Máximo ocho —dijo Chalo.
Volvió al cuarto rascándose las manos y mudó mejor una camisa de cuadros verde, que lo sentía combinar con un pantalón azuloso y aquellas zapatillas rojas que parecían dos ladrillos —le habían regalado por navidad, yéndose hacia el centro de Lima con su abuela, escoger modelitos, cotizar precios—. Luego de ponérselos, con prisa, fue al dormitorio más grande y manoseó las botellitas inertes que multiplicaban y ampliaban, por encima, su rostro espantado.
— ¿Por qué no usas tu perfume? —la madre le había sorprendido, al trapear el pasaje de la sala que conectaba con los cuartos y la cocina.
—Eso es para niños —respondió vehemente Chalo, y se alisó el cuello de la camisa.
En la calle ya, unas vecinas lo vieron caminar rápido, dejando en la atmósfera el olor fuerte que su padre emanaba, a eso de las seis y media de la mañana, cuando se iba a la fábrica; ese olor desaparecía todo el medio día, por eso las vecinas jaladas por un halito invisible, sacaban sus hocicos por las rejas de las ventanas y veían al chico endomingado y trotando bajo un sol que calcina y desintegra. Chalo corría y veía las boticas y tiendas en mayúscula. Dentro de ciertas vitrinas, perfiles de muchos colores le atraían. «Todavía estoy muy cerca», decía. Al llegar a la botica de don Alejandro, conocida por su precisión al prescribir medicamentos, famoso además por introducir bien la aguja a los pacientes, Chalo entró decidido.
—Buenas tardes —le dijo Alejandro, detrás de los barrotes rectangulares que cortaban su cara.
—Hola —dijo Chalo.
Don Alejandro, aturdido por el trabajo, luego de ojearlo un buen momento, sus pestañas reventadas se levantaron. Unos ojos débiles y rojos lo reconocieron.
—A cuánto —dijo, y señaló con su dedo la vitrina, muy serio Chalo.
—Ochenta
— ¿Nada menos?
—Si me dedicase a vender ese tipo de productos, te podría rebajar —se rió don Alejandro—. Pero yo vendo medicinas, no declaraciones de amor.
La curva de su oreja se encendió, por su cuello algunas venitas verdes empujaban su epidermis.
—Gracias —y salió enojado; luego se puso a correr. Aún podía escuchar la carcajada entrecortada del vecino. «No debí confiar en él, Ahora les dirá a todos que me gusta la Azucena». Al llegar a la esquina se paró al lado de un poste, y recostándose, por fin miró alrededor. Podía ir al mercado, al ovalo, a Plaza Vea, pero lo que había visto en la botica de don Alejandro era lo que Azucena siempre había querido: un Stich super gigante. Era el regalo perfecto. «Le podría decir después mi mamá te paga, por favor. Y no le cuentes a nadie. O después yo te pago. Le podría ayudar a ordenar sus medicinas; tengo buenas notas en biología. Pregúnteme»
¿Cómo hacer? ¿Cómo hacer? Eran las cuatro y media, y pronto anochecería…
…
La primera cuadra después del cruce de la avenida Urubamba voltea hacia la derecha, en la recta donde mercados, galerías y grandes edificios de tres o cuatro pisos se alzan todas las mañanas, y en las noches su total penumbra envuelve a los más desdichados y olorosos. Chalo visitó cada una de ellas. En total había recorrido unas quince tiendas antes de dar las cinco y veinte.
—Venderá este modelo —preguntaba, algo exasperado.
No. Siempre la respuesta era No.
—Venderá este otro —decía, un poco sudoroso, ya la camisa se le había manchado.
Tampoco tenían. El sol estaba a la mitad, la otra mitad lo tapaba el mercado del frente. Al salir, anchas señoras ya guardaban sus cajones de frutas, uno por uno, primero las fresas, luego las mandarinas, mangos, manzanas, capulí, plátanos, guayaba, duraznos, etc, etc… símbolo que anochecía y tenían que volver a su hogar. Por otro lado, las peluquerías, tiendas de accesorios y bodegas prendían sus luces, alistándose para su protagonismo en el comercio nocturno. A pesar de toda esa gama de mercancía, Chalo tuvo que ir al parque de a la vuelta para arrancar unos geranios.
— ¡Joven! ¡Joven! —masculló el jardinero municipal, acercándose lampa en mano—. No puede hacer eso.
Le iba a dar con la lampa, pero no lo alcanzó. Pasado unos segundos rechinó y volvió a trabajar.
«Ya tengo las flores. Me falta sólo ese bendito peluche», pensó, dando un pisotón al suelo.
Salió por la esquina que daba hacia la recta del mercado. Descansó los pies en una cuneta. Detrás de las rendijas, una rata casi muca pasó violentamente.
—Chalo —le tocó el hombro—. ¿A dónde vas?
Despabiló.
—Voy a recoger a Azucena —respondió.
—Cierto… hoy es.
Chalo no respondió.
—Hoy me enteré de que todos en el salón ya saben —dijo—. Pero no les hagas caso… sólo que, a ella le gusta Manuel, el pecoso de quinto —Chalo siguió sin responder—. Por cierto… hoy el profesor preguntó por ti, le dije lo que me dijiste.
Por fin Chalo despabiló. Tocó el hombro de su amigo y le dijo gracias.
—Hoy, además, dejaron que se quede Luis Eduardo —agregó—. No debieron, desconcentró a todos. Después nos contó que Gonzales salió con María Fernanda —se pararon. Estaban por la avenida Calca. Las discotecas aledañas al colegio se prendían, varios hombres de polo y pantalón negro cargaban cajas de aluminio, en la parte superior de su espalda decía STAFF. Al llegar al colegio, Juancho comenzó a hablar: —Fueron a Barranco, Gonzales le pagó el taxi, le compró un helado y hasta le invito pizza.
—Gonzales tiene plata.
—Por eso —dijo Juancho—. Billetera mata a galán.
—Pero yo soy galán —Chalo abrió los brazos enérgico, mostró primero su camisa, luego su jean y el reloj plateado de su padre; luego aquella energía fue desvaneciéndose y antes que el desolador viento derrumbe sus intenciones, logró decir:—. Y el pecoso no tiene billetera.
Juancho quiso reírse.
— ¿Conseguiste el peluche? —le dijo.
En la curva, la corta elevación que toda vereda tiene de la pista se había ido confundiendo con el asfalto, ya sea por la humedad penetrante de Lima o por la agüita que discurre alrededor de diferentes y multicolores brillantes bolsas de basura acumuladas, y que dobla hacia Plaza Vea, Chalo le contó todo viendo, tendidos al frente, cuerpos tersos que dormían y otros despiertos, con sus ojos viciados le miraban, suspirando tranquilos. Se hacía tarde para emprender una nueva búsqueda, mejor era improvisar con los geranios.
—Chalo, pero si quieres te puedo prestar diez y compras en Plaza Vea, ya mañana me devuelves —se animó Juancho al ver a su amigo.
— ¿En serio? Pero, imposible, en Plaza Vea cuesta como doscientos. Allá en Alejo me rebajan a ochenta.
— ¡Vuelvo! —Juancho abrió la palma de sus manos; luego de forma involuntaria Chalo sacó todos los billetes que a duro esfuerzo había ahorrado casi por medio año.
— ¡Ve corriendo Juancho! ¡Corre! —gritaba; y ya lo veía desaparecer, subiendo a zancadas la rampa por donde los automóviles entraban para estacionarse en Plaza Vea.
«¡Ahora sí! ¡Ahora sí!», en su mente, mil posibilidades vibraban encaminadas hacia un presente que no lograba concretarse del todo, esas figuras se desvanecían, y volvían impulsadas por la expectativa, fugaces y furtivas; después de un rato, y como sabía que iba a demorar, entró al centro comercial a dar unas vueltas. Aún seguía pensando en regalos. Pasó por sección de joyerías y miró unas bonitas pulseras y aretes. «Estos se parecen a los de mi madre…» Miró los precios y se desanimó, viendo los pasillos con indiferencia. Luego visitó la sección femenina: toallas higiénicas, pañitos húmedos, jabones, shampoo y pensó en matrimonio. Ya había comenzado a reflexionar sobre el dinero y trabajo. Y cuando ya hubo pasado los quince minutos salió rápido hacia el estacionamiento, subió seis peldaños y vio a Juancho cargando un peluche blanco con un moño dorado en el cuello y sombrerito rojo.
—Me costó cincuenta soles —dijo Juancho—. Pero fácil este le puede gustar.
—Vaya… amigo, ¡gracias! —Chalo le dio un abrazo. Luego, mientras caminaban, se aminó a decirle—. Cualquier chica podría enamorarse de ti, amigo.
—Dios te escuche. Dios te escuche…
No estaba resignado. Sabía que ese Stich podría ser un buen regalo quizá en su mesesario; había comenzado a pensar en los demás regalos que daría en los próximos meses. Al llegar a los once meses, se dio cuenta que no tenía más imaginación para el aniversario, de pronto se vieron frustradas sus esperanzas. Ambos llegaron a las seis al ovalo. Juancho despidiéndose le deseó suerte. Ahora Chalo tenía que ir sólo al encuentro, era su oportunidad, su momento; un momento decisivo en su vida que jamás se repetiría, porque nunca se había declarado y él dijo que cuando lo haría sería para siempre y por siempre. «Así que así es la vida en secundaria… Recién voy en primer año y pasa esto. No me imagino cómo será en la universidad, con Azucena… Ojalá todo salga bien. ¡Ay! Azucena… cómo me gustas», y suspiró.
…
El parque Encinas se presentaba solemne. Las canolas ceñían los pedazos de césped repartidos en espacios hexagonales, además de darle cierta decoración a las solitarias banquitas, y los vientos contrariados reposaban, al medio de la fuente, en un manso rumor. A las seis con diez, Chalo estuvo esperándola, sereno, en un banquito de piedra sin las tres maderas horizontales que sujetan la espalda. Tieso y en silencio, se puso a planear el encuentro.
(Llegaría hacia el recóndito del parque, sujetaría sus dorados cabellos, que rozaban lo prohibido —proponiendo exclusividad en los recreos y salidas— quiso imaginar que le pertenecían, haciéndose de sí mismo, el ser particular que los sujete con moderada brusquedad; después, tumbar su frágil cuerpo contra el verde apagado del césped. De costado, la miraría contemplándola vulnerable y accesible: ahí le diría lo mucho que le gustaba y deseaba también. Estarían tan propicios y arrullados que podría pasar su brazo derecho por debajo de su cuello, y abrazándola, ante el conjunto unitarios de la constelación de Lima y en suspiros amorosos respiraría a su lado, el humo de las fábricas de Santa Anita. Ahí la besaría)
Todo esto, pues, se programó en el primer instante que se levantó del banquito, ya en la agitada calle —pues ya habían dado las seis y media de la tarde— salían a desfilar murmullos exuberantes. Decidido y agradecido con Juancho, fue hacia el encuentro.
Desde la losa deportiva, Chalo la divisó salir del pórtico de la iglesia. Aparecía con un vestido blanco que se recogía en sus pantorrillas, y de perfil su naricita se encondía por la bruma, dejando su tierna mirada y un gran peinado. «Es otra. Una princesa», se dijo Chalo, mientras dibujaba con los ojos sus próximos pasos, de modo que su presencia dignificada por la suavidad exquisita de la imagen que representaba se vio turbada además por las ilusiones que acabaríamos de narrar. Y al llegar frente suyo, violentamente, apareció entre los rumores de la calle que pasaron inadvertidos por la exaltación de sus sentimientos más puros, el pecoso Manuel.
Pero no solo llegó como si este fuese un acto ordinario y situacional, sino que forzó las circunstancias con su imperioso carácter que se desplegaba sobre una enorme moto negra de ocho faros y al frenar causó gran espectáculo, tanto que hasta el padre de la iglesia que embargaba dócilmente a los más fanáticos, destempló sus dientes del asombro, chirrió como un lorito, abriéndose su boca así, como la entrada de una cueva.
El Chalo no se quedó atrás, perplejo de tal hazaña, no supo dónde mirar; por inercia de ese estado nervioso que impacta y adormece, se miró en la luna de un carro, mientras Azucena parada frente suyo, miraba con ojos luminosos al pecoso. Cuando se recuperó de esta desazón, Azucena le cortó al primer instante que empezó a balbucear, quedándose helado al conocer esa fase suya que hasta ahora desconocía. Y sin la retórica amabilidad con la que antes había tratado a sus pretendientes, Azucena le volteó la cara sin justificar su rechazo. El pecoso esperaba en su moto, desafiando a todos con la mirada y simulando tocar el piano sobre sus piernas, al ritmo de un monótono reguetón.
Pronto Azucena volteó a verlo y no pudo evitar esconder el escenario que Chalo presenció. Dejándole tan en luna como la primera vez que la vio, en inicial.
Azucena subió a la moto y la dulzura de su persona desapareció, el regazo dio forma sensual a su espalda en la posición en cuál marchaban; y con la mirada desconcertada, el Chalo vio el bulto de su espalda baja con una insondable tristeza. La moto huyó roncando, pues el padre García quiso alcanzar al impertinente que le vino a interrumpir su trato con las señoras; mas al ver a la linda Azucena, orgullo también de la iglesia, desacreditándose de tal manera al frotar la casaca de cuero del impertinente, chilló de nuevo y se metió a su iglesia.
Ya las beatas y jóvenes religiosos se hubieron retirado, y en la pequeña plaza del Encinas quedaban algunos jovencitos de cabello largo que daban brincos con sus patinetas, obreros que pasaban por la vereda, mirándolos con desgano, señoras cucufatas con sus perritos hablando de política, adultos con ropa deportiva que corrían alrededor del Encinas en busca de más juventud, y a un rincón, entre un arbusto jodido y un árbol tatuado, el Chalo, alelado y con frío, intentaba descifrar la frase que habría de marcarlo toda su vida: «No me gustan los feos».
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