Como agua para chocolate: la revuelta femenina desde el realismo mágico

Como agua para chocolate: la revuelta femenina desde el realismo mágico

El realismo mágico irrumpió en el panorama de la narrativa latinoamericana gracias al genio creador de Gabriel García Márquez. Cien años de soledad fue la novela que acogió entre sus páginas las extravagancias de la familia Buendía y los prodigios de Melquíades en medio de una ciudad sin edad ni rastros de su origen, aquel pueblito legendario al que Gabito llamó Macondo. Aun cuando a mediados de los noventa el legado dejado por el nobel colombiano trataría de ser puesto de lado por la llamada generación McOndo —irónica denominación con que también se publicó un libro que inició aquella cruzada abanderada por el iconoclasta Alberto Fuguet—, una novela, algunos pocos años antes, había dado los que acaso hayan sido los últimos pasos en un intento por recorrer una vez más la senda abierta por García Márquez. Aquella obra era Como agua para chocolate, y su autora se llamaba Laura Esquivel.

Escritora mexicana y actualmente diputada de la república, Laura Esquivel cursó estudios de educación y teatro, escribió guiones de cine y dirigió una obra teatral para niños. Publicaría Como agua para chocolate en 1989. La novela sería llevada al cine en 1992, bajo la dirección de su esposo, con un guion de ella misma. Fue esta, su primera novela —en cuyas páginas se da vida a personajes y situaciones que se encuadran en las coordenadas del realismo mágico—, la que, de pronto, le abrió las puertas del éxito literario y comercial, y marcaría el inicio de una serie de obras que cimentarían su carrera como escritora, y entre las que destacan La ley del amor, El libro de las emociones, Malinche y la que hasta el momento es su última novela, Mi negro pasado, publicada en 2017.

La obra trata acerca de la historia de Tita, tía abuela de la narradora, de quien no se menciona su nombre. Son doce capítulos, correspondientes a cada mes del año, y en cada uno de ellos se presenta una receta de un platillo tradicional de la gastronomía mexicana, que se relaciona con una parte de la vida triste, vertiginosa y, finalmente, trágica de la protagonista.

Tita nació en la cocina de su casa, en el próspero rancho de la familia De la Garza. Este hecho marcó su vida, relacionada estrechamente con la comida y su delicada y primorosa preparación. Ella desarrollará desde pequeña esta cercana relación con el arte de preparar recetas gracias a Nacha, la cocinera de la casa, con quien habrá de establecer un fuerte vínculo afectivo, pues será ella quien la cuidará, alimentándola con potajes especiales desde muy pequeña. La madre de Tita, a quien llaman Mamá Elena, es bastante severa —incluso malvada— con ella desde que es una niña. Por una tradición, que se sigue férreamente, Tita no podrá casarse, pues deberá cuidar a su madre hasta el día de su muerte. Por eso, cuando Pedro pide su mano, Mamá Elena, se la niega y, más bien, le ofrece la de Rosaura, la hija mayor. En una decisión dolorosa, pero que estima como única alternativa para estar cerca de Tita, Pedro aceptará.

Viviendo todos en el rancho, la vida se torna mortificante. Sin saber el verdadero motivo por el cual Pedro ha aceptado casarse con su hermana, Tita vive atormentada. Esta situación parece atenuarse cuando Rosaura, su esposo y su pequeño hijo, parten a Texas. Pero las cosas marchan de mal en peor y luego de una violenta discusión con su madre, que la trastorna severamente, el médico de la familia, John Brown, que se ha enamorado de Tita, la lleva a su casa. Allí ella se recuperará y aceptará casarse con él. Tita retorna al hogar materno solo una vez que Mamá Elena, a quien ha terminado odiando, se encuentra incapacitada. La madre, poco después, morirá. Tras el regreso de Pedro y su familia luego de algunos años, la llama del deseo renace y Tita rompe su relación con John. Viviendo otra vez bajo el mismo techo, Tita y Pedro consuman su amor y mantienen una relación clandestina, aunque increíblemente tolerada por Rosaura, quien, resignada, solo pide que se guarden las apariencias.

La hija de Rosaura y Pedro, Esperanza —nacida luego de la muerte del primer hijo y madre de la narradora de esta historia— ya ha crecido y, a medida que el tiempo pasa, ella y Alex, el hijo de John, se enamorarán y terminarán casándose. Poco antes de la boda ha muerto Rosaura; Pedro y Tita, finalmente, pueden amarse con plena libertad. Pero la tragedia cierra esta historia. Una vez terminada la celebración de la boda, y al experimentar el intenso placer de yacer junto a Tita, ya sin ningún tipo de impedimento, Pedro muere. Al percatarse, Tita —en una escena típica de realismo mágico—trae su enorme manta, aquella que ha tejido durante buena parte de su vida, ingiere cerillas de fósforo para iluminar sus mejores recuerdos y así poder acceder a ese túnel sin retorno que es la muerte, y en que Pedro la espera. Una vez juntos, sus cuerpos despiden una luminosidad extrema que incendia la manta y con ella el rancho. No quedan sino cenizas y el cuaderno de recetas en que, finalmente, queda plasmada la historia de Tita y que su sobrina ha narrado. Aquel rancho en que ha transcurrido su extraordinaria (y diríamos mágica) vida desaparece para siempre, trazando un recorrido que recuerda lo que también pasó con la mítica Macondo en Cien años de soledad.

La novela está impregnada de un claro matiz reivindicativo. En efecto, se puede advertir que uno de los ejes de esta historia lo constituye el tema de la mujer y su enfrentamiento con la sujeción que le es impuesta por una tradición que a inicios del siglo XX se encontraba fuertemente asentada en principios claramente machistas. De las tres hermanas, serán Gertrudis y Tita las que se rebelen contra esta imposición. Gertrudis lo hará enlistándose en las filas de los revolucionarios villistas, y llegando a ser apodada «la Generala»; y Tita, abandonando la casa materna, aunque, en un principio, gracias a la intervención providencial del doctor Brown, para, luego —y, digamos, ya habiendo tomado las riendas de su destino— tomar la decisión de no volver más y expresar sin ambages el odio que siente hacia su madre por los maltratos que recibió de ella. Rosaura, como contraparte, es la que encarna la obediencia y la aceptación del statu quo, es decir, el respeto acrítico y servil al dictado de aquella tradición en que la mujer ve recortados sus derechos. Este radical contraste puede apreciarse en la férrea decisión de Tita de no renunciar al amor, «pasara lo que pasara» (Esquivel, 1989, p. 125) y la actitud de Rosaura que, del mismo modo en que procedió Mamá Elena, pensaba también en asignar a su hija la tarea de cuidarla hasta el día de su muerte, lo que le impediría casarse, algo que a ojos de Tita constituía un acto abominable: 

«Solo a Rosaura se le podía ocurrir semejante horror, perpetuar una tradición por demás inhumana.» (Esquivel, 1989, 134)

Se podría decir que en esta historia se escenifica la «otra revolución», en la medida en que, al lado de la rebelión emprendida por Pancho Villa, se sitúa esta rebelión, quizá de más modestos alcances, no en cuanto al significado que encierra, pues bien sabemos de la relevancia que posee esta lucha en el mundo contemporáneo, sino, más bien, porque se trata del empeño desplegado solo por parte de un par de mujeres y en un rancho emplazado en la periferia de la ciudad. Pero son ellas las que se sacuden el yugo que les ha sido impuesto por una sociedad patriarcal que muestra su fortaleza e increíble capacidad de instilación al haber arraigado nada menos que en una mujer, aquella que paradójicamente resguarda el legado de esa tradición abusiva: Mamá Elena. Balutet (2016), en relación con este particular carácter revolucionario presente en la actitud de Tita, afirma: 

«(…) [su] actitud (…) es más revolucionaria que la misma Revolución, aunque quizás menos espectacular, porque se apoya en una actividad –la cocina– simbólica de la sujeción femenina.» (p. 76)

En este contexto, que coarta la libertad femenina, aparecen dos aspectos de particular relevancia. La cocina, como espacio de irradiación libertaria, y la comida y su singular condición de vía de transmisión de las pasiones amorosas. Así, se advierte que la cocina, amén de ser el típico recinto con que es identificado el papel de la mujer, encargada tradicionalmente de la preparación de la comida, pasa a convertirse en el reducto de la resistencia, el punto de donde proviene el impulso liberador y transgresor que se transmite a través de los deliciosos y exóticos potajes que Tita prepara con maestría. Así, Migliori (1995) señala:

El poder culinario sirve como una unión común. Igual que la misma sangre corriendo por las venas que une a los hermanos de la misma familia, las especias, olores, y gustos corriendo por sus capacidades instintivas, unen a estas mujeres en un círculo inquebrantable de hermandad femenina. (p. 44)

Asimismo, no solo son las emociones desatadas por la frustración y la ira las que hallan un canal de expresión a través de la comida, sino que la sensualidad y el deseo carnal también son transmitidos a través de su ingesta. Esto último, por ejemplo, queda plasmado en este pasaje: 

«Parecía que habían descubierto un código nuevo de comunicación en el que Tita era la emisora, Pedro el receptor y Gertrudis la afortunada en quien se sintetizaba esta relación sexual, a través de la comida.» (Esquivel, 1989, p. 52)

Convertida en una suerte de clásico por algunos críticos, Como agua para chocolate posee méritos literarios que sería mezquino negarle. La historia de la familia De la Garza y la vida tormentosa de Tita forman parte ya del legado novelístico latinoamericano. El empeño de representar la cocina como paradójico espacio de la resistencia femenina; la puesta en primer plano del arte gastronómico mexicano, poniéndolo en relación con aquella dimensión sensual que la protagonista canaliza a través de la preparación de sus potajes; en fin, la transformación de Tita en el referente familiar de la liberación femenina, constituyen aspectos que entrelazan una historia atractiva. Sin embargo, la obra no deja de ser complaciente con la demanda de un «final feliz», aun cuando ella insinúa la forma de una tragedia. En efecto, aquel destino contra cuya consumación lucha Tita, al mostrarse determinada a no ceder un palmo de su goce a las imposiciones de la tradición consagrada con crueldad por Mamá Elena, cumple inexorablemente su designio al arrebatarle la posibilidad de disfrutar con plenitud el amor. Pero la trama no puede evitar adoptar un tono dulzón, al sellar la historia con los amantes unidos para siempre después de su muerte. Podría decirse, por ello, que se trata de una novela entretenida, pero no de una gran historia. Enmarcada dentro de las coordenadas de lo real maravilloso, la obra de Laura Esquivel, y sin que este juicio pretenda desmerecer su valor, viene a ser algo así como una réplica —de alcance menor, por ello— del legado dejado por el maestro García Márquez.

Referencias

Balutet, N. (2016). El feminismo híbrido de Laura Esquivel en Como agua para chocolate. Cuadernos del hipogrifo. Revista semestral de literatura hispanoamericana y comparada. 5, 59-80. https://www.revistaelhipogrifo.com/?page_id=961

Esquivel, L. (1989). Como agua para chocolate. Espasa Calpe.

Migliori, S. (1995). Como agua para chocolate: una permeación simbólica [Tesis de maestría, University of Utah]. Archivo digital. https://collections.lib.utah.edu/ark:/87278/s60k2q52

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